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Ágora: Somos lo que pensamos

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • hace 22 horas
  • 5 Min. de lectura

Somos lo que pensamos. Un comentario personal en torno a cómo nuestras ideas condicionan el tipo de mundo que nos permitimos.

 

Por: Emanuel del Toro.

 

El infierno en la tierra, es sólo posible ahí donde la mayoría de sus habitantes lidian de continuo con la irresuelta tarea de reconocer y vencer a sus propios demonios, entre miedos, y/o sesgos de pensamiento. Al punto de confundir sus rasgos personales más oscuros, o las consecuencias de los mismos, como una muestra de su propio carácter; es la unión de demonios sin resolver, lo que hace del mundo un infierno que de lo personal, se termina proyectando sobre lo colectivo. Porque lo que se piensa desde lo propio, termina por ejercer en lo social.

 

Desde luego, no habrá de faltar quien pretenda objetar que eso lo saben todos, o cuando menos la mayoría. El problema es que si se lo pensa un poco, no todos advierten cómo es que nuestros propios conflictos sin resolver, impactan sobre la continuidad de nuestras vidas, ni las de aquellos que nos rodean. Para terminar pronto, en ocasiones impactan incluso sobre personas que quizá jamás lleguemos a conocer y que sin embargo, resienten sin sospecharlo los conflictos de muchas más personas que ni siquiera saben que existen.

 

Porque lo que hacemos y lo que pensamos, toca de modo simultáneo, las vidas de quienes conocemos, pero también las de quienes no conocemos; al final, seamos conscientes o no, todos terminamos por lidiar, con los resultados de nuestras diferencias de pensamiento y/o acción. Hasta aquí, no faltará quien piense: Nada nuevo bajo el sol; lleva siendo así desde siempre.

 

Empero todo se vuelve mucho más complicado, si la arena de la que se participa es el espacio de lo público. Porque una cosa es que los conflictos sin resolver de todos, terminen interactuando en mayor o menor medida en lo cotidianeidad de lo privado, y otra muy distinta, cuando los efectos de lo privado trastocan el espacio de lo público, como es que sucede cuando un funcionario público, se apropia de los recursos y/o capacidades del Estado para su propio beneficio, ya porque desvía recursos, que porque se sirve de sus relaciones entre los de su misma clase para torcer el interés público en su propio beneficio.

 

Pero la cosa difícilmente se detiene ahí, porque no hay, salvo por las investiduras institucionales y/o formales que los funcionarios del Estado representan, una distinción real entre el tipo de sesgos que hay en aquellos ciudadanos que participan de los circuitos de poder, frente a lo que ocurre con cualquier otro ciudadano de a pie. Para decirlo de una: La mediocridad de nuestros gobiernos y/o la vida pública en general, no son más que el más claro y consistente reflejo de nuestros conflictos personales sin resolver; o como se dice en la calle: Cada sociedad tiene el gobierno que se merece. Si nos gobiernan payasos y/o mediocres que no tienen el menor empacho en pasarnos por encima, es porque la propia sociedad que los hace gobierno, se conforma con pan o circo.

 

Lo que ocurre en buena medida, porque pese a padecer con creces los resultados más desagradables posibles de una visión cortoplacista y egoísta de vivir sólo para provecho propio, pasando por encima de cualquiera, difícilmente traducimos el disgusto que nos da cuando ello mismo ocurre. Porque así sea que nos molesten los efectos que los vicios en el ejercicio del poder político tienen sobre nuestras vidas, rara vez somos capaces de traducir ese disgusto en genuinas movilizaciones ciudadanas que en efecto reviertan o atenúen el daño al interés público que se hace cuando quienes debieran estar ahí para garantizar que el Estado funcione eficientemente para todos, utilizan sus posiciones de privilegio al interior de este, para servirse a placer en provecho propio o de los suyos.

 

Si no fuera ya suficiente con pensar que idénticas consideraciones de egoísmo, oportunismo o cortedad de miras que se observan en la sociedad terminan reproduciéndose entre aquellos en cuyas manos queda la titularidad del Estado, otro tanto ocurre entre los que sin ser propiamente parte del Estado o sus instituciones, participan de la política como activistas y/o movilizadores profesionales de la opinión pública, porque se dicen interesados en mejorar la calidad de nuestra vida pública. Lo mismo da si lo hacen de forma espontánea, o por la libre, que sumándose a frentes de representación, colectivos sociales, partidos políticos u organizaciones no gubernamentales.

 

La cosa es que incluso entre aquellos que reconocen el daño tan profundo que el cortoplacismo genera sobre el interés público, cuando se dispensa desde puestos que forman parte de la toma de decisiones políticas, se ven de continuo, –acaso sin advertirlo–, reproduciendo todo tipo de sesgos de pensamiento, que en vez de contribuir a generar el terreno propicio para que los problemas por los que se dicen interesados en mejorar, en efecto se resuelvan con apego al sentir de la mayoría. Antes por el contrario, terminan actuando de forma por demás parecida a como lo hacen el resto de aquellos que con justa razón denuncian.

 

El punto es que buena parte de todos aquellos que se movilizan con la intención de evitar abusos de poder o exigir que quienes gobiernan rindan cuentas con absoluta claridad, terminan las más de las veces, cultivando un malsano sospechosísmo y/o sectarismo con tintes militantes y/o fanáticos, tras del cual, quienes no se movilizan al unísono de su parecer, caen en la categoría de contribuir a mantener el orden establecido; por no hablar de aquellos casos en los que basta con un determinado actor político cambie de siglas y/o colores, para acallar sin mayor problema cualquier señalamiento o cuestionamiento respecto a la propia congruencia personal del que cambia de ideales por motivos de pragmatismo.

 

Para el caso, es un hecho que mientras se siga privilegiando aquella visión maniquea del “si no estás conmigo, estás en mi contra”, difícilmente conseguiremos generar como sociedad el tipo de sinergias necesarias para materializar nuestras aspiraciones por equilibrar los excesos en el poder que son ya moneda común entre nuestra clase política. Pero ojo, no nos llamemos a engaño, lo que aquí describo de forma por demás breve, no es privativo de la vida política del país, podríamos incluso cambiar de arena, e igual encontraríamos cómo los modos de pensar y/o sus conflictos resultantes sin resolver, lo trastocan todo de forma tan profunda, que literalmente la sociedad entre sí termina haciéndose pedazos para definir quiénes en efecto representan los auténticos intereses de la mayoría.

 

Lo sé, el tema que aquí toco, da para mucha tela de donde cortar, pero al menos para esta ocasión, me conformaré con redondear la idea inicial, con la esperanza de invitar a que más gente la tenga en cuenta y acaso se dé a la oportunidad de preguntarse qué piensa al respecto: Somos lo que pensamos; y mientras no hagamos más por superar el sospechosísmo, el sectarismo, la polarización y/o la incapacidad de ponernos de acuerdo, difícilmente sacaremos algo mejor que lo que hasta aquí hemos sacado.

 

Hasta entonces seguiremos inmersos en ese círculo de perenne mediocridad, en el que la incapacidad de superar nuestras sesgos de pensamiento sigue llevando a poner en el poder a exactamente los mismos, o a que aunque lleguen nuevas caras, estas terminen en menos de lo que pensamos, comportándose igual que los de siempre. Como dijera alguna vez Luis Villanueva, los cambios políticos más profundos, implican necesariamente cambios en el pensamiento; y no sólo, –como hasta ahora ha sido con los gobiernos federales a cargo de Morena–, cambios superficiales en lo discursivo. Para decirlo de una, los cambios de discurso sin una praxis que la sustente, vengan de donde vengan, y/o se pinten del color que se pinten, no son más que atole con el dedo.

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