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Ágora: Madurez y responsabilidad

Por Emanuel del Toro.

Madurez y responsabilidad.

A veces cuando de relaciones de pareja se trata, no faltan los que me dicen: terminamos, pero al menos no por deslealtad o intervención de un tercero; lo que pasó fue que sencillamente se acabó el amor, o nos mató la rutina. Y entiendo perfectamente a quienes así se justifican, porque sí, capaz después de un rato, a toda pareja se le acaba la atracción, la química, el amor, a veces hasta la solidaridad y/o el mutuo respeto, la amistad y el compañerismo, incluso la cordialidad, hasta el punto de verse con coraje, fastidio, y en casos extremos, hasta con resentimiento; pero deja que lo ponga de este modo las infidelidades son en esencia problemas de lealtad. Problemas de lealtad que se originan por un sinfín de razones, mala comunicación, lejanía física o emocional, insatisfacción personal, miedo, aburrimiento, intrigas y/o comentarios de terceros –entre amigos, familiares y/o gente sin quehacer–, para el caso es que hay largo caudal de motivos, de los que no terminaríamos de hablar si se los quisiera abordar todos. Pero el punto en común de todos esos motivos, termina siendo la inmadurez.

Que por qué lo digo de este modo; verán: la deslealtad en una pareja, no siempre la encarna una nueva pareja potencial, sea esta temporal, estable u sólo ocasional. La deslealtad en una pareja, se constituye a partir de todos y cada uno de esos factores por los que la relación se ha ido, o se puede ir al carajo. Lo expongo de ese modo, porque es mentira que las parejas que más estables son, no hayan tenido que vérselas parecido o incluso peor que aquellas que terminan mandándose lo más lejos posible. Sin embargo, en tales parejas lo que ha terminado haciendo la diferencia, es la madurez con la que sus participantes han decidido encarar todo tipo de dilemas que los han puesto de continuo al límite.

Pongámoslo en términos prácticos de este modo: todos los días te puedes hallar una persona mucho más atractiva, interesante, potentada y/o sofisticada que aquella con la que estás, y no por eso se sale corriendo a enredarse con quien nos parece más interesante; todos los días nos encontramos gente de mala fe, que ante la insatisfacción con sus propias vidas, gusta de llenarle la cabeza de telarañas a quienes tienen un poco de la felicidad que a ellos parece faltarles, pero no por ello se decide uno a prestarle más atención al resto del mundo, que a la pareja con la que ha decidido hacer equipo; todos los días nos vemos viviendo problemas cotidianos que nos hacen cuestionar el sentido de nuestras decisiones y hasta el valor de nuestros sueños, pero no por ello mandamos la vida que tenemos a la mierda y nos entregamos a cualquier impulso y emoción, o terminamos incluso abandonamos a nuestra suerte, cual si no hubiera un mañana.

Las parejas que se conducen responsabilidad afectiva, viven todos los días, cada uno de los problemas que viven el resto de las parejas; esto no es el hilo negro: en la vida real los amores entre adultos, están muy lejos de parecerse a los de los cuentos de hadas que nos leían de niños. Las parejas de la vida real tienen vidas igual o más caóticas que el resto del mundo. Pero con una sutil y llana diferencia, en el cómo se deciden a encarar lo que viven.

Porque estar en pareja se relaciona con el hacer equipo, con el decidirnos todos los días por la misma persona, aún si estamos por demás conscientes de todos y cada uno de sus limitaciones o defectos; por el resultar siendo elegidos, aun si nuestra pareja tiene potencialmente más razones para irse, que para quedarse y continuar. El amor verdadero existe, pero es una construcción permanente de largo aliento, que se alimenta de forma lenta, muy, muy lenta; apostando todos los días por un nuevo equilibrio, que es el resultado de acuerdos flexibles, pero acuerdos al fin. Acuerdos que respetan la integridad de sus participantes.

Insisto, la cuestión está en la madurez. Sin madurez o responsabilidad afectiva, se puede uno hallar en el camino de la vida a la persona por la que toda la vida espero, y sin embargo, terminar echándolo todo a perder. Así de importante es el tema de la madurez y/o la responsabilidad, no sólo en una relación de pareja, sino en cualquier aspecto de la vida: académico, laboral, familiar u social. Inteligencia emocional le llaman desde hace treinta años, pero en el fondo es el mismo punto: sin una correcta capacidad de autogestión y/o regulación de nuestras emociones, cualquiera termina siendo una veleta, que hoy se mueve por un impulso, lo mismo que por un comentario, o un problema circunstancial.

Tal circunstancia no debe sorprendernos en lo absoluto; la calidad de nuestras vidas está en idéntica concordancia con la calidad de nuestros pensamientos, porque de estos depende la regularidad y/o el impacto de nuestras decisiones. El problema es que este umbral de responsabilidad y/o madurez personal no respeta de claroscuros entre maldad y bondad. Lo mismo hay gente muy hija de puta, que son decididamente malas personas, –con rasgos de narcisismo y/o egoísmo persistentes–, pero que sin embargo, logran mantener en orden cada aspecto de sus vidas, de tal suerte que pueden pasar años hasta que el peso de los conflictos que generan en la vida de terceros, tengan consecuencias sobre sus propias vidas; que personas que sin ser necesariamente malas personas, se ven de continuo arrastradas por un sinfín de problemas, con vidas que son permanentemente intervenidas por prácticamente cualquier motivo.

La calidad de nuestros pensamientos y/o la madurez con la que hacemos frente a la vida, cuenta, y cuenta demasiado. Sin embargo, por extraño que parezca, poco o ningún interés ponemos a la centralidad de estos temas. Y no lo hacemos, porque hacerlo exige una responsabilidad permanente, para la que no siempre se está todo lo preparado que se debería. Pero como he repetido en varias oportunidades citando a un Politólogo de apellido O’Donnell: la realidad obliga. Luego entonces, si la realidad obliga, y si como se dice en la calle, el mundo no perdona, porque la vida es cabrona, y al que se duerme, cual camarón, se lo lleva la corriente, resulta imperativo elevar nuestras expectativas poniendo estos y otros temas parecidos en la centralidad que les corresponde.

Porque será eso, o seguir viendo que nuestras vidas, y con ellas nuestras realizaciones más importantes, se malogren; o que al menos tengamos la osadía y la inteligencia de plantarle cara a la realidad, no para negarla o desconocerla, sino fundamentalmente para transformarla, o al menos para darle pelea. Y no existe pelea posible, ahí donde la fortaleza y/o inteligencia de los combatientes se tambalea por prácticamente cualquier motivo. Porque la responsabilidad que la realidad exige es de largo aliento, cual si de una carrera de resistencia se tratara. Lo que no es nada sencillo, pero eso sí, lo que está fuera de toda discusión es el beneficio de mantenerse en pie. Porque todo lo que vivimos sólo tiene sentido, cuando lo que prevalece es el triunfo de nuestra voluntad.

Y ojo con esto, porque no es la primera vez que lo digo: la vida es un continuo estado de emergencia, en el que cada acto pone a prueba nuestra capacidad para afrontar el reto de existir, de modos muy diversos y usualmente divergentes de los que alguna vez imaginamos. De ahí que ningún momento pasado o presente se parezca entre sí. Del mismo modo que darlo todo, no sea sólo una opción, sino un recurso ineludible en el esfuerzo por hacer de nuestros días, una experiencia permanente de aprendizaje. Más claro: nadie nace sabiendo lo que le toca vivir o enfrentar. Lo único permanente en la vida es el cambio, sin embargo, lo que hace la diferencia, es la entereza y/o la responsabilidad con la que lo enfrentamos. Si el amor o la vida misma importan, afrontémoslos con madurez y responsabilidad.

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