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Ágora: Los procesos internos de selección de candidaturas


Los procesos internos de selección de candidaturas. O el acceso al poder también es importante.

Por: Emanuel del Toro.

Lo he dicho en distintas oportunidades, mientras la vida pública y la propia definición de sus posiciones de decisión más importantes sigan supeditadas a razones emocionales y/o de simpatía carismática o mediática, es difícil pensar que algo mejor que lo que hasta este momento hemos conseguido, vaya terminar siendo posible. Poco importará si los mecanismos de elección de las candidaturas pretenden democratizarse –como ha venido ocurriendo en el caso de Morena–, para sustituir los acuerdos entre cúpulas partidistas, por la celebración de candidaturas, en apariencia abiertas.

El punto es que mientras la celebración de tales encuestas siga adoleciendo de condiciones equitativas que auténticamente garanticen su imparcialidad, seguirá prevaleciendo la grilla y/o marrullería; un desequilibrio que no hará sino acrecentarse si, a las deficientes condiciones de tales encuestas se suma la premura de los propios procesos internos. Es un hecho que cuando las cosas se hacen de forma anticipada y/o introduciendo –por razones de pragmatismo político–, todo tipo de salvedades desde las dirigencias, difícilmente la propia selección de los candidatos terminará de disipar las sospechas de intromisión o favoritismo, con el que desde siempre han cargado los procesos de selección de los candidatos.

Y es que aunque en teoría la idea de elegir las candidaturas de los partidos con mecanismos de encuestas y/o consultas que efectivamente consulten a las propias bases electorales de tales partidos y en última instancia a la ciudadanía misma, resulte más que deseable, –en el entendido de que ello hace mucho más abierto o democrático el propio juego político–, lo cierto es que se consigue en realidad muy poco, –por no decir que nada–, porque los propios procesos internos de los particos, –sin distingo del bando del espectro al que nos refiramos–, replican todos y cada uno de los vicios que se observan en las propias elecciones.

Desde acarreo de bases y pago de voluntades, hasta intimidación entre los equipos de los candidatos, pasando por el saboteo sistemático de unos y otros, con el fin de posicionar públicamente al propio candidato; de tal suerte que los procesos de elección de las candidaturas terminan convertidas en auténticas batallas campales internas, de las cuales el único denominador común es el golpeteo, cuando no la confrontación cuasi personal entre aspirantes, haciendo de tales procesos, más una pasarela de popularidad y/o presencia mediática y publicitaria, que un llamamiento a la movilización ordenada de las bases.

En tales condiciones el resultado más que predecible, es que para cuando las propias candidaturas de los partidos se han definido, los procesos internos dejan tras de sí más dudas que conformidades. Porque queda de manifiesto que lejos de lo que se diga en el discurso oficial, siempre existe una línea o favoritismo que compromete la imparcialidad de los resultados, tanto a nivel de los potenciales electores, como en el ámbito de los propios contendientes interesados en participar de dichos procesos. Lo cual me parece todo un despropósito, por decir lo menos, porque se lo diga como se lo diga, compromete la propia legitimidad de los gobiernos que emanan de dichos procesos internos.

Y es que parece mentira que tras de treinta años de procesos electorales democráticos, en los cuales la regularidad de las elecciones se mantenido inalterada, sigamos siendo testigos de que como elección tras elección la totalidad de los partidos políticos que en ellas contienden siempre encuentran el modo de pasar por encima de cualquier intento por garantizar condiciones de competencia verdaderamente más limpias y/o equilibradas. Antes por el contrario, diera la impresión que cuanto más tiempo ocurre, más sofisticadas o eficientes se vuelven las prácticas políticas que superan los candados institucionales formulados para garantizar la transparencia de las propias elecciones. De ahí que no sea nada extraño que el común de la gente que en teoría tendría que concurrir o participar, cada vez se sienta más ajena o desmotivada para hacerlo.

En su lugar, cada vez es más fuerte el sentimiento de apatía y desafección que se observa entre la sociedad. Al tiempo de que cada vez es más fuerte y/o virulento el modo visceral en el que las propias campañas políticas se desarrollan. Porque claro, cada vez cuesta más trabajo movilizar al potencial electorado, como no sea recurriendo a emocionalidades, lo mismo que a escándalos, convirtiendo el juego político en un auténtico circo mediático, en el que la única constante es la ausencia de propuestas, cuando no la exaltación de trivialidades.

Por eso no resulta nada extraño que quienes llegan a las primeras posiciones del Estado, rara vez sean los mejores perfiles posibles. Antes bien, llegan los candidatos carismáticos, los capaces de arrastrar grandes multitudes, aún si lo que proponen no tiene el más mínimo sentido, o es francamente irrealizable. La cuestión es que con procesos de elección tan viciados y/o manipulados, y con campañas electorales en las que prima popularidad mediática por encima de lo que se propone, no es ninguna sorpresa que más pronto de lo que un candidato gana las respectivas elecciones que lo posiciona en el gobierno, este termine por replicar o reproducir todos los vicios de sus antecesores.

Porque en el fondo, proponga lo que proponga, este ha llegado por exactamente las mismas razones que llegaron quienes le precedieron, y lo que es peor: habrá de terminar gobernando con exactamente los mismos mecanismos y condiciones que los hicieron aquellos a los que pretende sustituir. Para el caso, mientras no se ponga en la propia elección de los candidatos, la misma importancia que en la actualidad se le toma al ejercicio mismo del poder una vez que se ha ganado las elecciones, difícilmente veremos que a las boletas electorales lleguen mejores opciones de las que hasta ahora han llegado.

En una democracia es tan importante el modo en el que se accede al poder, tanto como la manera en la que deciden y/o ejercen la autoridad quienes ganan las elecciones. Tiene que atenderse necesariamente ambas aristas, o en cambio seguiremos viendo que las elecciones llegue quien llegue, sigan dejan tras de sí más decepciones que la genuina disposición de participar.

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