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Ágora: La pelota no se mancha, pero qué tal todo lo demás

Por Emanuel del Toro.

La pelota no se mancha, pero qué tal todo lo demás.

Ha dado comienzo un nuevo campeonato mundial de fútbol, pero está no es la fiesta del fútbol que muchos creen que es, porque así se lo publicitan por todos lados. Nada más lejos de la realidad; esta es la fiesta de la corrupción de los directivos de la FIFA, que otorgaron la sede a un país, cuya única gracia es tener carretadas de petrodólares con los que comprar la voluntad de cuanta federación deportiva se les cruce; la fiesta a modo de un país con nula tradición futbolística, al que le otorgaron la sede pese a la ausencia total de credenciales democráticas, y sin tener un solo estadio, ni las condiciones mínimas necesarias para realizar un torneo deportivo de talla mundial. Total, con dinero todo se puede.

Es la fiesta de la explotación laboral a emigrantes de los países limítrofes, a quienes si bien se les prometió condiciones laborales por encima de la media, se les trató por debajo de lo humanamente tolerable; es también, la fiesta de la negación a los derechos humanos más elementales, tanto de mujeres como de todo tipo de minorías, quesque por motivos culturales y/o teocráticos. Todo esto en pleno siglo XXI, en las narices de una generación que se las da de muy progresista y/o respetuosa de la dignidad humana más elemental, pero que es perfectamente capaz de hacerse de la vista gorda si el negocio resultante es muy jugoso.

Ha dado comienzo una vez más la fiesta del despilfarro publicitario de cualquier cosa que con la excusa del fútbol se pueda vender; la fiesta del derroche, la opulencia y la frivolidad, en un mundo por demás sobrepoblado, en el que más de la mitad del mismo se muere de hambre, sin importar que los derechos de trasmisión de todos los partidos que se habrán de jugar, cuesten miles de millones de dólares; la fiesta del orgullo de ver correr detrás de un balón a dos equipos de once contra once, por espacio de 90 minutos, cual si los resultados obtenidos fueran a resolver algo de verdadera trascendencia.

La fiesta de las estadísticas deportivas inútiles y los refritos televisivos que repiten todo el día lo mismo, previo a los partidos, durante los mismos, y después de concluidos, en una verborrea incontenible. En un perenne malgastar de saliva, para mantener a todo el mundo enajenado y/o pendiente de mirar una barra de entretenimiento por demás sosa y aburrida, cuyas formulas son harto predecibles, y en la cual, el fútbol como tal es lo de menos. Para el caso, ha dado comienzo una vez más la fiesta de la explotación laboral de cientos de jugadores profesionales, que juegan todos los días, durante años, poniendo su cuerpo y la integridad de por medio, hasta que su salud termina tarde que temprano, pasándoles factura, ¡pero qué diablos! Todo sea en el nombre de los miles de millones de dólares que exprimirlos les hace ganar a quienes controlan el negocio.

Cualquier cosa servirá para enriquecer a una sarta de dirigentes deportivos corruptos, que en su vida han practicado el deporte que dicen representar, por no hablar de aquellas excepciones, en las que pese a haber jugado alguna vez fútbol, es más grande la codicia, que la pervivencia de un mínimo de congruencia personal para defender a los compañeros de profesión. La plata es la plata, y con dinero bailan y se arrastran los perros; la casa nunca pierde, y mucho menos si de lo que se trata es de manipular, ya para distraer o hacer olvidar todo lo mal que vivimos; el show ha de continuar al costo que sea: no hay en realidad nada nuevo bajo el sol.

Es la bacanal del capital y el desboque del equilibrio ecológico del planeta, en el nombre de que el fútbol es salud; así sea que para practicarlo haga falta mantener las 24 horas del día la totalidad de los estadios con climas artificiales, cuyos costos terminarán por pesar sobre todos, –no sólo en lo económico–, cuando el día de mañana en unas décadas más, nuestros nietos, –si es que antes no lo destruimos todo–, nos pregunten que qué mierdas teníamos en la cabeza cuando semejante acto de barbarie interplanetaria se hizo no sólo posible, además deseable y hasta motivo de orgullo.

¿Pero qué importa todo esto y más, si la mesa se encuentra otra vez servida, para hacernos olvidar, –así sea por un mes–, que hace tiempo vivimos de prestado, robándole segundos, no al juego del fútbol, sino al de la vida misma? Total, con el fútbol se come, se cura, y se educa; con el fútbol se enajenan conciencias y se mercadean emociones, pasiones y patriotismos de pacotilla o cualquier otra cosa que huela a dinero. Porque a eso es que se reduce todo con el actual campeonato mundial de fútbol, a cuánta ganancia habrá de dejar el llamado deporte más lindo y más sano del mundo. Que como dijera alguna vez, el más extraordinario de sus exponentes: la pelota no se mancha; y pienso: ¿pero qué tal todo lo demás?

Y me pregunto: ¿qué clase de patriotismo y/u orgullo civilizatorio, es ese que celebra goles y/o resultados en una tabla de posiciones mundial, pero es incapaz de exigir gobiernos democráticos, efectivos, claros y eficientes? Ni que decir de resolver problemas que todos padecemos por igual, como violencia generalizada, pobreza, aplicación diferenciada de la ley o narcotráfico, por citar algunos de los más conocidos. Con que poco nos conformamos en todos lados, es francamente de dar pena, por no decir que coraje. La verdad es que si el poco entusiasmo que muestro al respecto, es la medida para determinar el compromiso que tengo con mi país, sin duda estoy muy lejos de ser un patriota ejemplar.

Con tales perspectivas, prefiero seguir considerándome un sin tierra. Total, que yo recuerde, en mi vida he visto jamás, que la enajenación por el establecimiento de fronteras geográfico-nacionales, se haya traducido en un mayor disfrute de nuestra condición más elemental: la de seres humanos. Soy ciudadano universal; ¿mi patria? El mundo. Ese es el esférico que verdaderamente debiera tenernos en vilo, pendientes día y noche de lo mal que hemos estado llevando su conservación durante el último siglo. Lo he dicho una y otra vez en distintas oportunidades: vivimos en un mundo –en el que como dijera Mario Benedetti: lo trivial se ha vuelto fundamental. En tales circunstancias me pregunto: ¿de qué tamaño tiene que ser la tragedia civilizatoria que nos sacuda, para redimensionar lo que verdaderamente importa? Vamos que si corremos al desfiladero de una desgracia planetaria sin precedentes, y lo que es peor: no parece que estemos muy conscientes de lo que ello habrá de significar en un futuro cercano.

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