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Ágora: La oposición y el juego de las corcholatas


La oposición y el juego de las corcholatas.

Por Emanuel del Toro.

Como ya había comentado un par de semanas atrás, es un hecho que tras las recientes elecciones tanto del Estado de México como de Coahuila, se inicia de lleno el proceso de la sucesión presidencial de 2024. También es justo decir –lo que cual no es de hecho nada sorpresivo–, que dada la popularidad de la que goza el aún Presidente López Obrador, así como la amplia aceptación de su partido entre el común de la ciudadanía, como por la celeridad con la que dicho partido ha terminado llevándose casi todas las elecciones a gobernador en las que ha participado, es prácticamente un hecho que sea quien sea el candidato de Morena el año entrante, la llamada 4T tiene garantizada su continuidad sexenal.

En tales condiciones, no es de extrañar que la propia definición del candidato de Morena para la contienda presidencial termine siendo un tema mucho más significativo que la elección misma, porque repito, no importa quién llegue a ser el candidato, es casi un hecho anunciado que quien termine siendo elegido candidato, asegura para sí su propia llegada a Palacio Nacional; de ahí mismo que lo más a lo que la oposición puede aspirar, sea a buscar la mayor cantidad de posiciones posibles en el Legislativo federal, lo mismo que a intentar arrebatar más alcaldías en la Ciudad de México y quizá incluso la titularidad del gobierno capitalino.

Temas ambos, que por obvios que parezcan, se encuentran supeditados en el mejor de los casos a la habilidad que muestren los operadores de la propia oposición para hacer ver y/o ceder sus propios cotos de poder a los eventuales interesados en contender por una posición. Si a ello sumamos que no se ha visto hasta el momento por parte de la oposición un serio examen de autocrítica que le permita siquiera recuperar un mínimo de credibilidad frente a la ciudadanía. Es un hecho que no sólo está condenada al más absoluto de los fracasos posibles, encima es altamente posible que no pocas de las fuerzas electorales que le componen y aún subsisten, –ya la más de las veces como meros membretes, tal es el caso del PRD–, terminen por desaparecer.

Ahora que bien, el tema de la alta aprobación y/o popularidad del Presidente y del propio Morena, resulta un asunto que por su complejidad merecería perfectamente un análisis más profundo que el aquí es posible –por razones de espacio– desarrollar. Sin embargo, es justo decir que en el mismo convergen al menos tres fenómenos que rara vez coinciden: un liderazgo carismático; el alto descrédito de la clase política tradicional; y la ausencia de un diagnóstico realista del panorama nacional; antes por el contrario, la única de las estrategias que hasta la fecha ha prevalecido entre la oposición, es la descalificación al Presidente, con el nada sorprendente resultado de que la propia oposición ha terminado convertida, muy a su pesar, en el promotor más eficiente del Presidente.

Por principio de cuentas, habría que decir que la alta dosis de carisma que caracteriza el liderazgo político de López Obrador, es algo que siempre ha sido muy evidente, pero es también, una de sus mayores fortalezas en el ejercicio del poder, lo que le ha permitido conectar de forma efectiva con el electorado; por otra parte, reconocer que la clase política tradicional, y con ello la propia oposición, se encuentran por demás desprestigiadas, –tanto por la ineficiencia de sus claves discursivas, como la insuficiencia de sus resultados como gobierno de cara a los intereses de la mayoría–, no es ya ninguna novedad.

Sin embargo, el problema en ese sentido radica, en que la oposición lleva virtualmente seis años sin entenderlo y mucho menos sin hacer algo claro para contrarrestarlo; sin embargo, también es justo decir que otro tanto de lo ocurre en términos de lejanía frente al electorado, recae en su persistente incapacidad para generar un diagnóstico de gobierno que sepa reconocer la realidad nacional por lo hoy es, y no ya por lo que ha dejado de ser, o peor aún, por lo que ha sido, ni será en el futuro cercano. La cosa es que por las razones más diversas, la oposición ha sido incapaz de recomponerse y mucho menos de reinventarse.

Por ello no sorprende en lo absoluto que su estrategia sea la de insistir por el infructuoso camino que hasta este punto han elegido, es decir, la descalificación y/o a un mismo tiempo, en el señalamiento sistemático de las fuentes de financiamiento de los eventuales pre candidatos de Morena, o “corcholatas”, como popularmente se les refiere. Lo cual si bien es cierto que no deja de ser un tema menor en cualquier elección presidencial, por aquello de garantizar que habrá “piso parejo”, como se dice en la calle, no deja de resultar irónico que semejante preocupación por el financiamiento venga de una oposición que cuando ha sido gobierno, no ha escatimado en lo absoluto en el grosero dispendio de recursos.

Sin embargo, aun obviando la preocupación que la cuestión del financiamiento de las campañas despierta entre propios y extraños. Porque con el tema del financiamiento hablamos de un sinfín de circunstancias, cada una más delicada que la otra, entre el origen de los recursos, y con ello la más que probable intromisión del crimen organizado, el ejercicio de los mismos, o los límites legales permitidos o no, y un largo etcétera. No es menos cierto que para cuando estos y otros temas parecidos se diriman y las elecciones se lleven a cabo, terminará quedando un sistema en el que, si bien aparentará que poco o nada ha cambiado, nada garantiza per se, que quien termine siendo elegido, no sólo candidato, sino además virtual Presidente de México, sea capaz de replicar las condiciones de liderazgo que caracterizan la intervención del propio López Obrador.

Lo de menos será confiar y/o asumir que si algo hay en el sistema político mexicano, es obediencia. Obediencia de partido y disciplina, como en el tiempos más señeros de partido hegemónico. Empero en tales condiciones, diera la impresión de que como ya había indicado en otras oportunidades, estamos hoy mucho más cerca del restablecimiento de un sistema de partido hegemónico, que de una auténtica profundización democrática. Y lo peor es que no parece claro que la propia oposición –ni que decir la propia ciudadanía– esté verdaderamente consciente de todo lo que semejante escenario puede llegar a significar.

Para el caso, lo menos será decir que el que algo así ocurra o no, estará en buena medida en función de lo que la propia oposición sea capaz de ofrecer al electorado. Porque como insista en replicar el mismo estilo de estrategias con los que hasta ahora a pretendido encarar su falta de posicionamiento electoral, terminará invariablemente haciendo aguas en cualquiera de sus pretensiones.

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