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Ágora: La calidad de nuestra vida pública depende de la calidad de sus referentes discursivos


La calidad de nuestra vida pública depende de la calidad de nuestros referentes discursivos.

Por Emanuel del Toro.

Por las más diversas razones, si algo ha caracterizado el actual sexenio federal, es una perenne rebaja de los referentes discursivos alrededor de los cuales se entreteje el relato de lo público. Rebaja que coincide, con más que justa razón, con una crisis persistente de las representaciones partidistas; para decirlo de modo por demás claro: prevalece una severa crisis de credibilidad en la totalidad de los partidos políticos, crisis que coincide en un mismo tiempo con la creciente fuerza con la que Morena, ha ido ocupando cada vez con mayor nitidez el lugar que alguna vez ocupó el PRI en el viejo régimen. Lo que traído como consecuencia, que cada vez se tengan ampliar más las estrategias de participación y convocatoria de los partidos tradicionales; no de casualidad termina sucediendo que la llamada oposición se vea orillada a participar en forma de coalición.

Lo menos por decir al respecto en términos de discurso, es que es de dar pena el nivel de la discusión pública que el actual Presidente ha introducido en el país desde el inicio de su gestión, volviendo temas de primer orden sus complejos personales más profundos. El resultado más desafortunado, es que la calidad de la discusión sobre los temas públicos más apremiantes del país, pasan de continuo por el manejo de referentes económicos y sociales, que si bien son significativos –porque aluden a problemas comunes a todos, cuyo trasfondo son la trepidante desigualdad material que caracteriza al país–, terminan favoreciendo un entendimiento extremadamente simplista de las razones por las que el país tiene en lo social una deuda histórica tan persistente para quienes peor lo pasan.

Si se trata decir las cosas como en realidad son, estudiar o no estudiar, o ser de una clase social u otra, no evitará que la gente siga eligiendo malos gobiernos, porque el problema del país no es la falta de consciencia de la mayoría de sus ciudadanos, tanto como la abulia o el desinterés con la que se acude cada vez menos a votar, pese a la desastrosa gestión gubernamental de élites políticas que periodo tras periodo cambian sin ningún pudor de siglas partidistas, reciclando según la ocasión, discursos o principios, si ello les permite seguir vigentes en la estructura partidista y gubernamental del país.

Lo que garantiza no sólo que todo sus prácticas más onerosas y corrosivas se mantengan sin cambio alguno, sino que cada vez más, se dé con mayor facilidad la llegada al poder de peores propuestas, a las que les basta para llegar con movilizar al menor costo posible, con dádivas o promesas irrealizables, a amplios contingentes sociales. Masas de ciudadanos poco o nada juiciosos, a los que la idoneidad de sus credenciales democráticas, o la integridad de sus perfiles les tienen sin cuidado, porque tienen como denominador común una carestía y un resentimiento brutales, por las condiciones de permanente desigualdad en las que viven, que con cualquier cosa se les saca a votar.

Pero el punto es que, ya sea para votar, o para celebrar una consulta pública, la mala praxis de un sistema político estará muy lejos de resolverse, sólo con conseguir movilizar a más gente, si no se hace de fondo algo más que sólo agregar gente en bruto. No es la capacidad de convocatoria la que debe cambiar, es la calidad con la que se lleva la totalidad de nuestra vida pública lo que habría que cambiar radicalmente, sacando del ostracismo a una mayoría que no vota, porque no cree que hacerlo haga alguna diferencia, cuando la totalidad de las opciones que compiten por el poder lo administran del mismo modo. Es muy poco, por no decir que nada, lo que conseguiremos mientras se mantengan intactos los modos que toda la vida han caracterizado nuestra vida política.

Mientras cosas tales como la definición de las candidaturas, la asignación y el gasto presupuestal de los partidos, o incluso su vida orgánica y el modo como se puede o no participar a su interior –temas que hay que decirlo claramente, no han cambiado en lo absoluto en el actual gobierno–, siga definiéndose mediante arreglos discrecionales entre élites partidistas, que todo lo deciden a espaldas no sólo de sus potenciales votantes, sino incluso de sus propias militancias, lo que garantiza que sigan reciclando los mismos perfiles para beneficio de un muy reducido conjunto de intereses. Poco o nada es lo que conseguiremos para remediar o siquiera mejorar el modo en el que hacemos política.

Y no es cosa menor lo que digo, porque el problema en México no es la ausencia o existencia de mecanismos democráticos de acceso al poder, como lo arraigado que están los vicios en el ejercicio del poder. Vicios que no son privativos del ejercicio público, sino que reproducen con idéntica regularidad en la absoluta totalidad de nuestros espacios de vida, por no hablar de la antesala misma del poder político. De ahí que no sorprenda en lo absoluto lo arraigado de nuestras diferencias sociales y lo poco o nada eficiente que resultan nuestros mecanismos de movilidad social. Un escenario extremadamente complejo que pese a su centralidad o importancia en la superación de nuestros problemas nacionales más apremiantes, contrasta sobremanera con la escasa seriedad que se le otorga a su discusión.

La cuestión es que mientras se siga insistiendo en una discusión de lo público en la totalidad de sus referentes se hagan eco de sesgos de pensamiento sumamente pobres, como sobre ideologizados y en extremo maniqueos, por no decir que polarizados, es un hecho que gobierne quien gobierne, estaremos faltando la urgente necesidad de pensar en abonarle a la gobernabilidad institucional del país. Suponer sin conceder, que la regularidad de un país tan extraordinariamente complejo como el nuestro, será capaz de mantener per se, la estabilidad de la que hasta ahora ha gozado, pese a las numerosas contradicciones de quien hoy ejerce el poder, conlleva un riesgo por demás significativo, por mucho más en el actual escenario en el que lo que se juega a es la sucesión presidencial.

Algo sobre lo que muchos han evitado hablar, pero que tendría que considerarse cada vez más, teniendo en cuenta que una parte sumamente importante de lo que este gobierno federal ha conseguido, se ha visto beneficiado y/o convalidado por el arrastre carismático de la figura del Presidente. Para el caso, es fundamental no olvidar que la calidad de nuestra vida pública, depende de la calidad de sus referentes discursivos. Y la verdad es que nos guste o no, hemos hecho muy poco al respecto en los últimos cinco años, porque la mayoría de los que actualmente están en uso, se han filtrado por la opinión sesgada y maniquea, de una figura carismática, cuyas dotes de liderazgo, muy a pesar de sus correligionarios y adeptos, no se pueden trasmitir a quien le termine sustituyendo.

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