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Ágora: ¿Habrá valido la pena el silencio?

Por Emanuel del Toro

¿Habrá valido la pena el silencio? Asumirse de izquierda pasa necesariamente por defender como lo que más, un principio universal de solidaridad para con quienes menos tienen o más difícil lo pasan, sin dejar por ello la responsabilidad de proponer soluciones públicas que rompan las inercias del poder público, que por definición tiende a buscar su propia conservación, –muchas veces incluso socavando sus propios fundamentos normativos–, motivo por el cual se dice que, si algo define a la izquierda es su capacidad para cuestionar excesos y/o la tendencia a concentrar el poder. De ahí que al triunfo de López Obrador en 2018, no pocos de quienes participan en dicha posición del espectro político se sintieran más que esperanzados con la idea de ver llegar a la presidencia a un hombre que hasta ese momento se había caracterizado por abrazar los principios más significativos de la izquierda; motivos no faltaban para creer que eso tendría necesariamente que representar un cambio profundo en los modos de hacer política, tanto como las estrategias para ejercer el propio poder del Estado y para transformar sus referentes sociales, siendo mucho más sensible e inclusivo a las necesidades de aquellos que nunca fueron escuchados o considerados por el antiguo régimen neoliberal. Sin embargo, se lo diga o no públicamente, resulta paradójico pensar que en lo que va del actual sexenio, si alguna parte del espectro político ha fallado en posicionarse públicamente frente al propio gobierno federal en turno y su proceder, ha sido la izquierda misma. Porque ahí donde su contraparte conservadora no ha dejado de pronunciarse para desprestigiar al costo que sea, todo lo que el actual gobierno ha intentado, la izquierda misma ha permanecido silente u omisa, e incapaz de ofrecer una lectura propia a lo que hasta este punto ha ocurrido, en la creencia de que pronunciarse implica necesariamente hacerle segundas a los grupos conservadores, cual si criticar para mejorar fuera poco aconsejable. El resultado de semejante silencio, que en un inicio se pensó necesario para consolidar las perspectivas del actual gobierno y no terminar haciéndole segundas –así fuera involuntariamente– a sus detractores, ha tenido por consecuencia la continuidad de no pocas inercias sobre las que en principio se dijo que se actuaría, sin que hasta este punto termine de quedar claro si ha valido o no la pena, el no decir absolutamente nada frente a los excesos u omisiones que se han ido acumulando con el ejercicio del poder de la actual administración, está dejando tras de sí la sensación de que poco o nada ha cambiado en el país realmente con la llegada del obradorismo, como no sean los modos de la comunicación política, que para decirlo claramente, cada día se ven más excesivamente concentrados en la opinión unánime y aparentemente incuestionable del Presidente. Si a ello se suma la creciente importancia que la definición misma del gobierno han estado jugando el ejército, que en vez de ver reducida su intervención en la vida pública del país, –como en un principio se dijo que se haría–, cada vez ocupa más espacios, ya no sólo en lo referente al resguardo de la seguridad pública del país, sino también con la participación en obras públicas. Hay poco de lo que sentirse conformes, aún para quienes nos asumimos de izquierda. Pero de esto y más, poco o nada se habla abiertamente, porque se asume que hacerlo implica estar de acuerdo con los grupos que desde la oposición cuestionan al gobierno. Es cierto, era difícil pensar por más buena voluntad que hubiera, que la muy amplia cantidad de problemas que un país tan extraordinariamente complejo como México arrastra, se fuera a poder resolver en el transcurso de un sexenio. Menos si tales problemas llevan décadas incubándose por una mezcla de perenne incompetencia pública y rapacidad privada. Y ni las presiones para modernizar económica y políticamente al país, han sido capaces de romper las inercias de excesiva concentración de la riqueza en muy pocas manos, como de evitar la escalada de la corrupción en los más diversos ámbitos del país. De ahí que al menos inicio, fuera por demás comprensible que el gobierno obradorista volcara el mayor de sus esfuerzos a una decidida intervención pública que ofreciera respuestas frente a la herencia de desigualdad que nos caracteriza, como a sus funestas consecuencias en temas tan cruciales como la corrupción misma y la violencia pública. Era lo lógico pensar que el gobierno federal tendría tarde que temprano que terminar ejerciendo más decididamente el gasto público con un enfoque social, en aras de fortalecer con políticas públicas las perspectivas de quienes menos tienen. Ello tendría que terminar demostrando, el cambio en el rumbo del país que la llegada del obradorismo significaba. Sin embargo aunque sí que se ha incrementado el gasto público destinado a los sectores más vulnerables del país, no es menos cierto que tal estrategia se ha desplegado a costa de terminar abandonando y hasta desdeñando otros sectores que tradicionalmente se han considerado dentro del espectro de intereses de cualquier gobierno de izquierda –grupos feministas, comunidades sexualmente diversas, derechos humanos, discapacitados, deporte y cultura–, como es que se había considerado que el gobierno de López Obrador era. Después de todo, no hay que olvidar que el grueso de los votantes del obradorismo, o al menos su llamado núcleo duro, siempre se ha identificado con la izquierda. De ahí que resulta un tanto incomprensible la posición que el actual gobierno ha tomado con tales colectivos, que al menos en teoría tendría que tener en cuenta si se sigue acaso considerando de izquierda. Sin embargo, por el contrario a lo que cabría esperarse de un gobierno de izquierda o al menos con un mínimo de vocación social, el actual gobierno parece incomprensiblemente encerrado en una retórica discursiva que detrás de la defensa de los más pobres y/o vulnerables, parece incapaz de reconocerlos cuando estos exponen sus necesidades de manera sectorializada, cual se pensar que las necesidades de quienes menos tienen se reduce en lo exclusivo a la insuficiencia de que llevarse a la boca. Desde luego que esta incomprensión, sumadas a las contradicciones que ha ido exhibiendo en el curso de su administración, han ido siendo utilizados con fines políticos, por una oposición que no ha dejado pasar la ocasión para intentar defender que tales colectividades olvidadas por igual por todos los polos del espectro político, de pronto les importan, aún si sólo es con fines políticos, para llevar como se dice, agua a su molino para capitalizar el desencanto. Pero desde luego, como no sea la propia izquierda la que ponga el dedo en la llaga, para devolver esta cuestión a la centralidad que debería corresponderle en este gobierno difícilmente veremos que las cosas verdaderamente mejoren. Así las cosas, es difícil no preguntarse: ¿Habrá valido la pena el silencio? Yo francamente lo dudo, pero como siempre digo, cada cual que saque sus propias conclusiones.


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