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Ágora: ¿Cuarta transformación o la continuidad de un régimen?

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • 21 jul 2019
  • 3 Min. de lectura

¿Cuarta transformación o la continuidad de un régimen?



Si todo el poder de un Estado como el mexicano, no sirve para frenar, disminuir o contrarrestar sus propios vicios y excesos, es que se está llegando al límite de lo que el propio régimen político que lo sostiene hace posible. Y no, la cosa no es privativa del actual gobierno federal, de hecho llevamos al menos 4 presidencias –contando la presente–, insatisfechos con la distancia entre lo que se puede y lo que en efecto se hace, cuestión que se vuelve más nítida, cuando quienes llevan la titularidad del Estado tienen sobradas razones para quererse diferenciar de sus predecesores y sin embargo, no lo consiguen, porque terminan reproduciendo inercias que prometieron desactivar.


Para nadie es secreto que la naturaleza misma del régimen que resultó de la revolución mexicana, estuvo siempre orientada por el principio de la conciliación y la disuasión de conflictos, de ahí que lo que mejor hiciera fuera desahogar las diferencias de las numerosas facciones que tomaron partido en la última guerra civil que vivimos entre 1910 y 1924, misión que cumplió con creces durante por lo menos 40 años (hasta 1968), sacrificando para ello la libertad política, y sustituyendo la delegación democrática del poder, por una suerte de delegación por funciones y ascensos –cual si de una agencia de colocación laboral se tratara–, a través de un sistema de partido hegemónico con el PRI a la cabeza, (más como un secretaria de gobierno que como un partido verdadero), y en el que la oposición cuando existió, fue más nominal que real, de tal suerte salvo muy contadas excepciones (entre ellas Quiroga, Michoacán en 1946; León, Guanajuato en 1948; o San Luis Potosí en 1958), el PRI lo controló prácticamente todo sin resistencia alguna.


Dominio que terminaría cediendo en forma por demás lenta, a partir de las movilizaciones estudiantiles de los 60’s y 70’s, las cuales derivarían en 1976, en una reforma electoral que sacó de la clandestinidad a la oposición, desencadenando todo un aluvión de transformaciones institucionales y triunfos electorales de la propia oposición, cuyo cenit se vivió al inicio del presente siglo, cuando el PRI perdió la mayoría absoluta en el congreso en 1997, y la posterior llegada del primer gobierno federal de alternancia el 2 de julio de 2000. De ahí en más, se tuvo siempre un denominador discursivo en común, la idea de que el día que la presidencia fuese ocupada por un partido distinto al PRI, todos y cada uno de los usos políticos de los que se valió e institucionalizó para mantener el control tan dilatado del país que tuvo durante el siglo XX, se irían dejando paulatinamente en el olvido, y serían tarde que temprano sustituidos por formas democráticas que correspondieran a un modo de hacer política limpio, transparente y eficiente.


Sin embargo, la gran y dolorosa verdad es que a 20 años de haber conquistado la posibilidad de alternar efectivamente gobiernos libremente elegidos, estamos muy lejos de haber conseguido una sinergia de aprendizaje político que se traduzca en gobiernos capaces de sortear los problemas más significativos del país, sin tener porque echar mano de modos de hacer política que poco o nada tienen que ver con lo que una democracia representa, antes por el contrario, nuestras instituciones muestran señales series de desgaste; lo que quiero exponer con todo lo que aquí relato de forma sucinta es que esa persistente insatisfacción con los resultados de nuestra democracia que muestran muchos en el país, escapa por mucho a los límites de lo que un cambio en la titularidad del gobierno federal supone. Lo de digo de este modo, porque si hay que caracteriza a las últimas administraciones federales, –se esté a favor o en contra de las mismas–, es la insuficiencia de los Ejecutivos a cargo para construir liderazgos eficientes.


Más claro: si una sola persona –poco importa de quién se trate–, es capaz de poner en jaque la viabilidad de un régimen (que pese a su evolución en los modos de elegir autoridades, ha cambiado en realidad muy poco en lo que toca al modo como esas mismas autoridades toman decisiones), al punto de que quienes no estén de a cuerdo con el gobierno de turno lleguen a pensar que la excesiva concentración de facultades de una presidencia pone en peligro la propia estabilidad del país, lo menos que se debe tener en cuenta es la necesidad de transformar radicalmente nuestras instituciones.

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