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Ágora: ¿Democracia y desarrollo sustentable?


¿Democracia y desarrollo sustentable? Una reflexión personal en torno a la urgente necesidad de replantear el modo en el que vivimos.


El espacio deliberativo de la democracia, esa arena de la discusión pública que debiera, –al menos en teoría–, de servir para posibilitar el establecimiento de un diálogo permanente entre todos los componentes de una sociedad con el propósito de dirimir intereses, habrá de quedar siempre muy corto pese a cualquier intentona de entendimiento, cuando lo que orienta la discusión de los problemas comunes sea el coyunturalismo y la pugna de intereses electoralistas o los acuerdos resultantes de los reacomodos de poder partidista.


Que sí, que buena parte de lo que una democracia significa está necesariamente anclada a la búsqueda de acuerdos que posibiliten la formación estable y regular de gobiernos, y que en consecuencia una parte sustancial de la misma obedecerá siempre a los ires y venires de la permanencia en el poder, es un hecho insoslayable. La pregunta que me hago en todo caso es: ¿Qué será de la calidad de los gobiernos que resulten de dichos acuerdos, cuando la naturaleza de los problemas a los que nos enfrentamos compromete la supervivencia misma? Más claro: ¿Qué clase de acuerdos pueden ser tan importantes, cuando lo que se halla en juego es la continuidad de nuestra especie?


Desarrollo sustentable y la urgente necesidad de ponerle algún remedio a la brutal devastación medioambiental que nuestro exceso de actividad industrial mal regulada o clandestinamente ejercida, ha sido desde hace décadas una de las exigencias más apremiantes que se dejan oír a lo largo y ancho de todo el mundo, sin que nadie o casi nadie termine de comprender en toda su magnitud lo que nos estamos jugando al respecto. Y si bien cada y tanto se ve como la clase política de distintos latitudes suscribe acuerdos buscando ganarle algo de tiempo a la debacle planetaria en la que actualmente nos hallamos, lo cierto es que ninguno de los instrumentos ideados para revertir los efectos resultantes de nuestro actividad industrial ha logrado –por las razones más variadas–, su cometido.


El problema es que cuanto más tiempo pasa, menores son las opciones disponibles para emprender la difícil tarea de remediar los efectos planetarios de nuestra actividad industrial. Un tema que pasa necesariamente por replantearnos con absoluta seriedad la totalidad de los fundamentos sobre los que descansa nuestra civilización, porque como no lo hagamos, aún si lográramos alguna mejoría en términos de reducir sensiblemente el daño que hemos generado, tarde que temprano volveríamos a vivir otra vez la destrucción de nuestro entorno.


Desarrollo sustentable –se lo dice en todos lados, a la idea de que es posible mantener un equilibrio entre la capacidad productiva del ser humano y la viabilidad ecológica del planeta. Y quien sabe, quizá la idea no esté del todo mal, después de todo esa misma lógica debiera operar en todos los aspectos de nuestra vida. La cosa es que pienso que la idea nos llega ya muy tarde, porque el grado de destrucción que le hemos generado al planeta, es de tal magnitud que al día hoy estamos virtualmente comprometiendo cualquier posibilidad de supervivencia, no sólo para nosotros mismos, sino incluso de los que nos han de venir en un futuro próximo. El mundo que hoy tenemos en términos ecológicos, toma cada vez más, tintes apocalípticos más cercanos a los de una película de horror, que a los de una realidad con lo que quisiéramos lidiar.


Sin embargo, pese al dramatismo de lo que hoy se vive con un sin fin de contrariedades todas encadenadas y que van desde el calentamiento global y los dramáticos desajustes estacionales que esto genera; la desaparición masiva de flora y fauna; el agotamiento de los mantos acuíferos; o la contaminación generalizada del entorno y un muy largo y doliente enumerar de incidencias cuyo peso trastoca nuestro día a día. Estamos muy lejos de haber tomado conciencia de todo lo que esto significa, y lo digo de este modo, porque no parece claro que no estemos tomando muy en serio la urgencia que hoy vivimos. Lo que es más, diera la sensación de que permanecemos cómodos. Haciendo una cosa si y dos no, jugando a que nos importa, pero sin hacer real presión sobre los agentes responsables de todo lo que a diario padecemos.


Porque generar el tipo de cambio que nuestra actual situación exige, pasa necesariamente por transformar radicalmente los paradigmas bajo los cuales operamos la generación y distribución de la riqueza, y no puede ser de otro modo, porque si algo hay que caracteriza a nuestro actual modo de producir riqueza, es no sólo el despilfarro de recursos que se ocupan para generar los bienes de consumo que se comercializan, sino también, el modo mismo como se les produce y por mucho más, la forma y la lógica bajo los cuales se les distribuye. Al día somos perfectamente capaces de dejar que lo que producimos pero no se vende, termine pudriéndose con tal de conservar el valor de lo que se genera; somos también por razones de intereses privados, perfectamente capaces de programar la obsolescencia de lo que producimos sólo para alterar con ello la periodicidad con la que se obliga al consumidor a renovar todo que lo que utiliza.


La lógica en cualquier caso opera siempre para generar mayores gastos y con ello termina impacto se quiera o no al ambiente. Es pues la de nunca terminar y lo que es aún peor, todo parece indicar que el día que la cosa sea irremediable, entonces si seguro nos habremos de acordar de todo lo que pudimos haber hecho pero no hicimos, de todo lo que se pudo haber cambiado pero no se cambio. Lo cual sin duda promete ser un problema que nos dé mucho de que pensar y padecer muy pronto, porque el día que el punto de retorno comience, la gravedad de nuestras responsabilidades terminará por imponerse lejos, muy, muy lejos de las posibilidades que una democracia ofrece. Ese día podríamos vernos extrañar no sólo el mundo destruido, sino también nuestra libertad personal.




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