Ágora: Ciudadanía. Una reflexión necesaria en el marco de nuestra democracia
- Emanuel del Toro
- 24 mar 2019
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Ciudadanía. Una reflexión necesaria en el marco de nuestra democracia. Ninguna sociedad logrará el conjunto de cambios que sus ciudadanos más interesados en incrementar la calidad de su vida pública aspira, (aún si existen los instrumentos legales necesarios para hacerlo), en tanto la totalidad de quienes en ella intervienen, no logren trascender sus rasgos conductuales más habituales y corrosivos, así como los sesgos interpretativos o de pensamiento que los orientan. Lo digo de este modo, porque nuestro problema no radica en la ausencia de leyes, tanto como en la naturaleza altamente discrecional de la impartición de justicia, así como en la prevalencia de instituciones informales sobre las formales, lo que necesariamente socava cualquier posibilidad de dotar la labor del Estado de predictibilidad, pero también y además, de promover entre el común de la ciudadanía un aprendizaje colectivo capaz de incentivar la reciprocidad, la confianza y la solidaridad como factores de nuestro desarrollo. No creo ni de lejos que la ley sea la única respuesta necesaria para el caso nuestro, –no al menos en la actual situación donde la enorme heterogeneidad de problemas que arrastramos, están siendo tan pobremente retratados bajo el sucinto rotulo de “la corrupción”, y lo que es peor, al contentillo de voluntades en extremo oscilantes–, sin duda que el hecho mismo de hacer efectiva la legalidad haría bastante por revertir nuestras miserias colectivas más apremiantes, mas no se puede pasar por alto que una parte muy importante de nuestros problemas radica, en que nuestras instituciones formales se hallan desde hace décadas, estructuralmente y operativamente rebasadas. Llevamos de hecho, 40 años debatiendo la urgente necesidad de operar cambios radicales en la configuración de nuestras instituciones, sin que las reformas que se han llevado a efecto, terminen de trastocar la esencia misma de nuestra vida pública, la cual permanece, pese al advenimiento de la democracia y la apertura comercial, caracterizada por un alto grado de discrecionalidad pública, así como por una legalidad intermitente, que no hace otra cosa de ahondar el peso de otros problemas no menos acuciantes, tal es el caso de la desigualdad económica y la consiguiente polarización social que conlleva. Y si bien muchos son los elementos que apuntan a la precariedad material y a la falta de voluntad política como factores decisivos en la inefectividad de la ley, así como en el escaso éxito de los intentos por revertir la intermitencia de nuestra legalidad y el alto umbral de discrecionalidad de lo público que esto genera, no es menos cierto que otro tanto recae sobre los ciudadanos y su papel como agentes de cambio. No se trata de la ausencia o inexistencia de ciudadanos siempre interesados en el eficiente y transparente desempeño de las instancias de gobierno, porque si algo hay que la tecnología de los ordenadores personales y la telefonía celular, o más recientemente las redes sociales, nos ha posibilitado en la última década, es corroborar la bulliciosa efervescencia de numerosos colectivos que componen la ciudadanía, y que rutinariamente están haciendo lo propio por llevar a la agenda pública, temas y o problemas que de otro modo pasarían desapercibidos. Empero lejos de lo que cabria esperar, esa creciente riqueza de opiniones y posiciones entre la ciudadanía, no ha repercutido en la consolidación de conquistas colectivas que en efecto cierren la brecha entre las posibilidades institucionales y lo que realmente sucede cotidianamente, lo que deja –por decir lo menos–, un muy mal sabor de boca entre el común de la opinión pública, porque revela lo poco que dicha multiplicidad de opiniones ha abonado para dejar sin efecto la discrecionalidad que prevalece en los circuitos de poder, así como la incapacidad de traducir el disgusto ciudadano por su actuación, en efectos institucionales con repercusiones legales para quienes han abusado sistemáticamente de su posición de autoridad para servir a sus propios intereses. Antes bien dinámicas parecidas se ven de forma rutinaria, y se tienen tan normalizadas –lo mismo en la localidad, que en el plano nacional–, que las mismas terminan –cuando bien va la cosa–, entre intermitentes escándalos mediáticos y la creciente sensación para el ciudadano común, de que todo cuanto se relaciona al poder político, no es más que una simulación que cada y tanto se adereza y o recicla con tretas discursivas que van cambiando el lenguaje y los referentes simbólicos a los que se alude, pero no así sus formas y usos, que en lo general permanecen intactos pese a los numerosos cambios que se pregonan. Mientras que si todo va a mal, no sólo no ocurre nada, encima ni siquiera se le da seguimiento mediático a la cuestión, y pronto termina en el olvido. Desde luego otros modos de interpretar todo esto son posibles, pero ninguna de esas posibilidades teórico-intelectuales hará lo necesario por aliviar el disgusto, la decepción y la desconfianza que subyace entre amplios sectores sociales para con las posibilidades de que su sentir se vea realmente reflejado en el accionar de las instituciones públicas de las que se siente –con más que justa razón–, profundamente irritado y ajeno, porque en los hechos no han servido para otra cosa que convalidar la permanencia de usos que no representan en lo absoluto el ideal democrático por el que tanto se invoca su propia participación. Con tan pobres perspectivas, no es de extrañar que la anomia y la desafección por lo público sean lo que prevalezca entre los ciudadanos, lo que deriva en una acción en el mejor de los casos discontinua, desorganizada y plagada de faccionalismos e intrigas, que ya sean fundadas o infundadas, no hacen sino exacerbar diferencias poco útiles para el genuino interés de la ciudadanía, al tiempo que se garantiza que todo permanezca como hasta ahora, en favor de un grupúsculo de intereses privados, cuyas afrentas se cuelan a la vista de todos por los más variopintos andamiajes institucionales, porque a diferencia de quienes permanecen ajenos a la inercia del poder institucionalizado, aquellos nos llevan años luz de ventaja en pericia, organización y sapiencia para establecer y defender al costo que sea sus intereses.
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