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Ágora: Violencia y sociedad. Una crítica incómoda pero necesaria

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • hace 12 horas
  • 5 Min. de lectura
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Violencia y sociedad. Una crítica incómoda pero necesaria.

 

Por: Emanuel del Toro.

 

Es muy fácil sentirse sicario, narco, buchona o cuate de los malos, y/o dárselas de ser muy rudo y cabrón, admirando a cuanto criminal evade a la justicia para salirse con la suya y vivir como jamás nadie vivirá. Ni que decir cuando todo eso se ve desde un sofá en la comodidad de la casa en series, películas o novelas y demás documentales que exaltan de forma glamurosa, a narcotraficantes y sicarios, o sus estilos de vida faraónicos, para una amplia mayoría por demás empobrecida, que por mucho que estudie y/o intente prepararse y vaya a donde vaya, apenas habrá de recibir, –cuando bien le va–, 1500 a la semana o menos.

 

Apenas si lo justo para olvidar su miseria el fin de semana, mientras se toma un par de cervezas, o se siente libre por 24 horas. Sólo para seguir encadenado cual esclavo, a su permanente precariedad, pagando de forma ajustada todos sus servicios domésticos y/o dándose de vez en cuando algún gustito, siempre en abonos chiquitos para no terminar de pagar nunca. Porque así de ese modo abusivo y/o precarizado, es que se dan sus gustos la mayoría en el país, por no hablar de aquellos que tienen apenas unos pesos más, y se lo pagan todo a 12 y/o 18 meses sin intereses. Pero al final, se lo diga de un modo u otro, el caso es que ninguno llega a fin de mes, y cuando lo hace, a duras penas consigue sobrevivir.

 

Es muy fácil sentirse, incluso agradecido y/o admirado, cuando algún que otro de los numerosos operadores del crimen organizado, que se dice el compa o amigo de todos, se pone a distribuir beneficios y/o favores a cuantos se acercan, sean estos personales, familiares o sociales, incluso vecinales. Pero todo luce tan distinto cuando toca las de pagar, y la realidad de un Estado totalmente rebasado por grupos de poder privado, que a todos vulneran por igual, nos alcanza en las calles, a prácticamente cualquier hora del día, llevándose a balazos la calma, y hasta la vida de quienes amamos, estén estos o no en "malos pasos".

 

Porque hasta eso, siempre que todo termina mal, se invoca el consuelo de suponer que cuando se está a merced de delincuentes, los únicos que pueden y/o deberían de terminar mal, son los que andan en "malos pasos", cual si el resto de la sociedad no se fuera a hallar ni por equivocación en peligro sólo por no irse a buscar su suerte directamente. Tampoco nos gusta cuando nos enteramos que se cobra derecho de piso a diestra y siniestra si alguien fuera de toda ley piensa que te va mucho mejor de lo que debería de irte. Ni que decir cuando nos enteramos que la hija, esposa, sobrina o nieta de alguna persona que queremos, ha desaparecido para no volver jamás, o hallarle, –si bien les va–, golpeada y violada o presa en una red de prostitución de la que no se le puede sacar, porque eso significaría la muerte de ella misma o de quienes la buscan.

 

Ahí si ya no nos gusta, y nos da miedo o coraje. Pero pronto todo eso y más se les vuelve a olvidar cuando sale el nuevo programa de moda, donde para variar se vuelve a hacer apología del crimen. Ya luego el episodio se vuelve, un tanto por vanidad, lo mismo que por exhibicionismo, cosa de presunción entre los amigos, cuando con el correr del tiempo, más de uno se ve contando dónde estaba cuando aconteció la última balacera, levantón o secuestro, alimentando sin cesar el frenesí de una narco cultura que termina consagrada en corridos, chismes colectivos y demás exquisiteces de la vida diaria que sólo se encargan de romantizar la tragedia en medio de la cual se vive para hacerla un tanto más digerible.

 

Es triste cuando se habla –entre propios y extraños–, respecto la violencia resultante, y te das cuenta que lo “mejor” que el país ofrece de cara al mundo, es una apología de lo peor que hemos ido dando forma, tras de generaciones de hacernos tontos con los problemas más severos que a diario padecemos: violencia, aplicación diferenciada de la ley y/o narcotráfico, por no hablar del sin fin de problemas secundarios que rutinariamente le acompañan, como la trata de blancas, los secuestros y/o extorsiones, ni que decir de los miles de desaparecidos y asesinados, o de la grotesca herencia de desigualdad material y pobreza de la que todos estos temas y otros parecidos se nutren.

 

Poco o nada importa si dichos problemas, tienen o no su origen en la creciente demanda de enervantes del vecino país del norte. La cosa es que afuera el país es conocido desde hace años, por la apología que de su propia violencia hace, a través de novelas, películas y/o series televisivas en las que se exaltan las figuras delincuenciales cual si de auténticos héroes se trataran.

 

De nada me vale con que me digan que lo mismo ocurre en todos lados, cuando acá es donde vivo. Y acá es donde diario peligra la vida de quienes amo y me importan. Pero claro, nada de esto importa, ni importara, hasta el día que la realidad nos termine alcanzando en carne propia. Peor aún: ni siquiera que la realidad nos alcance en carne propia nos garantiza que alguna vez recuperemos la capacidad de asombrarnos y acaso horrorizarnos por el surrealismo macabro en medio del cual vivimos. La muerte se ha vuelto tan común, que ya a nadie parece molestar, doler o lastimar, hemos aprendido a vivirla, como si cualquier cosa.

 

Pero que no nos engañen las apariencias, no se trata de la muerte que siempre conocimos, la de los altares y las memorias, o la de los legados de recordar; No, no, hablamos de una hecha de codicia, ambición y trasiego de enervantes. Porque hablamos de una puta muerte, que no tendría porque existir, y sin embargo, pervive cada día más exultante. La de matar por el simple hecho de matar, la de morir por el simple hecho de morir, muerte silencio, muerte en vida, que lo mismo se roba el tiempo que los sueños o las ganas de amar. Se trata pues, de una muerte con regusto a silencio y olvido, a la que sólo la mueve el interés comercial.

 

          Está claro que mientras sigamos como hasta ahora, haciendo apología de aquellos que viven al margen de cualquier orden legal posible, poco o nada conseguiremos resolver. Porque más allá de poner en tela de juicio la idoneidad y/o la legitimidad de aquellos que rutinariamente se manifiestan para reclamar al gobierno federal de turno, el cumplimiento de sus responsabilidades más elementales, en este país lo que urge, es que dejemos de manosear y/o politizar el tema de la seguridad. Una inercia por demás corrosiva, en la que todos por igual, tanto oficialismo como oposición, han contribuido por igual, a politizarla.

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