Ágora: Religiosidad y control social. O la importancia de ser librepensadores
- Emanuel del Toro
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Religiosidad y control social. O la importancia de ser librepensadores.
Por: Emanuel del Toro.
Nos mortificamos de tal manera con no ser quienes somos, ya lo mismo por miedo, decidía, pudor, culpa, vergüenza o esnobismo, como si por hacerlo fuésemos a tener distinto desenlace, pero ni por el hecho mismo de que nadie saldrá de aquí si no es muerto, y a ninguna parte, porque no hay ni cielo, infierno o puto purgatorio, se nos quita la estupidez de hacer de nuestro paso por el mundo un calvario. Y nos pasamos la vida privándonos de hacer, conocer o lucir lo que nos da la gana, postergando momentos, dejando los detalles y las singularidades, quesque para momentos especiales, sin advertir que no hay momento más especial que el de la vida misma en un permanente aquí y ahora.
Qué son las carencias de la vida frente a las privaciones de un espíritu insatisfecho; del hambre, la sed o el frío, se recupera el cuerpo con cierta facilidad con sólo soportar el tiempo necesario para recomponerse, pero de la muerte en vida por un sueño sin realizar jamás. No hay acto de justicia en el vituperio de dejar de ser por contener nuestra humanidad a causa de entidades sobrenaturales antropomórficas inexistentes, que en cualquier modo si existieran como se nos dijo que lo hacían, no cumplirían ni una sola de las leyes morales que por la mezquina estupidez de quienes se dicen sus intermediarios, se les atribuye.
El dios-hijo judío de los cristianos, es a toda regla, una muy mala copia de los dioses paganos; ese carpintero de cuerpo lacerado por el sistema y/o la consciencia convenientemente silenciada de su propia Iglesia, es ante todo, un modelo de obediencia y manso servilismo. Una auténtica caricatura de sí mismo, hecho a modo del propio sistema de pensamiento que lo mató, para controlar y adoctrinar más fácilmente a las masas; su padre un auténtico neurótico, que aunque lo dicen todo amor, no se cansa de censurarlo todo. So pena de hacerte pagar con un infierno, cualquier atisbo de audacia o criterio propio; y de la madre, embajadora de apariciones indemostrables, pero económicamente muy redituables, mejor ni habler, porque de hacerlo, no terminaríamos nunca de hablar de toda la monserga de inventivas que en su nombre se han dicho, para vender afiches y/o cobrar cuotas pastorales y/o celebraciones litúrgicas cada que el calendario así lo dicta.
En cualquier caso, el común denominador de estos y otros personajes del cristianismo, es la mortificación, el dolor como catalizador de la bondad; la religión que los invoca, es en esencia masoquista. Su credo por excelencia, el dolor para expiar toda culpa, cual si vivir conllevara una especie de meritocracia del padecer, en donde más grande será la redención que se reciba en otra vida, cuanto mayor sea el sufrimiento que se resista en este mundo. Magistral modo de mantener a sus fieles confinados a la miseria y la desgracia de una vida en contante carestía, en donde además se debe dar gracias y aceptar gustosos la zozobra e incertidumbre que una existencia así de jodida puede representar.
La máxima por excelencia del cristianismo original es: Con dolor te castigo y por el te recompensaré; la pedagogía del oprimido en su máxima expresión. Si no es casualidad que donde peor se viva, mayor llegue a ser la fe católica. Si hubo algo que siempre supieron los padres fundadores de la Iglesia, es que el dolor físico precede a la interiorización del dolor psicológico; someter ejemplarmente a unos cuantos, sólo para que el resto obedezca; ya con la simple promesa de correr la misma suerte de los que no aceptan someterse; ya con la promesa de algún día ser recompensados por soportarlo todo estoicamente.
No por nada diría Foucault, que el poder es eficiente cuanto mejor interiorizan los oprimidos los elementos de su dominación. No dé a gratis es tampoco, que para la Iglesia, conocer sea el más grande los pecados posibles, porque sólo quien conoce es capaz de librarse de ataduras físicas, mentales o emocionales, y eso está visto desde siempre, que no conviene a quienes dominan, porque ellos, el poder es una meta en sí misma, un fetiche a través del controlan, de ahí que su reino sea el de la ignorancia. Por ese motivo la Iglesia ha pretendido siempre el máximo control posible sobre sus feligreses, lo bueno es que cada vez son menos; lo malo, que los mismos no salen de una versión de cristianismo, para entrar en otra. Tal como hacen las víctimas de violencia en una relación, que van perenemente de una mala experiencia a otra, pero el caso es que siempre repiten y por gusto.
Sólo en un credo donde el dolor es elevado a bien colectivo y tenido como vehículo para el acercamiento a la autoridad, y donde además el valor de dudar, cuestionar y/o querer conocer, sea tenido por el mayor de las faltas posibles, se entiende que el servilismo, la degradación y la ignorancia se piensen no únicamente como tolerables, sino además como deseables y hasta como razón de redención para sus feligreses. Un correlato seguido con idénticos y mediocres resultados, por quienes hace tres siglos propugnaron la desacralización del poder político, llevándolo de la teología de la mortificación y el dolor, a la del progreso y la democracia, sin que la tan ansiada promesa de vivir mejor se hubiera materializado jamás. Así las cosas, es largo el camino por recorrer hasta el punto en que la oscuridad de una espiritualidad infantil deje de precisar de religiones fundadas en la dominación y/o el control de unos sobre otros.
Y si va llevarnos tiempo transcender semejante visión para el caso de lo espiritual, con mucha mayor razón nos habrá de tomar tiempo para hacerlo en términos de la idea misma del poder en lo que toca a la formación de gobiernos. Porque mientras sigamos cultivando una concepción del poder, donde lo definitorio sea la dominación de unos sobre otros, y no la del autogobierno y la reciprocidad, difícilmente daremos otra cosa que lo visto desde que el hombre es hombre; que el más fuerte siempre impone su ley sobre los más débiles. Si el dios de los cristianos está muerto, –porque lleva desde siempre sin existir–, lo único que hace llevadera su muerte para el Occidente secular, es la idea de que vivimos en libertad, pero no puede haber tal libertad, mientras lo que nos gobierne sea el Mercado y su ánimo nunca satisfecho de hacer de todo un fetiche comerciable.
Mammon y su sequito de ilusiones manipuladoras, riqueza, fama, prestigio, reconocimiento y tantas más del estilo, lo cubren todo sin la menor restricción, tiranizando y esclavizando a todos por igual; sobresalir para homogenizar consumidores y volver a todos, versiones enlatadas de lo que se admira en los espíritus libres y de paso terminar caricaturizando a estos últimos, –como rebeldes, locos y/o inadaptados–, todo sea por vaciar lo que realmente importa, si es que acaso algo sigue importando cuando se vive bajo la dictadura de lo aparente. Con semejantes fundamentos, es fácil entender porqué es que al día de hoy prevalece una sólida cultura del envase, –o del cómo te ven, te tratan–, donde lo de menos es el contenido o lo interior, y se vive todo de manera infantil, cual si lo que más se buscara fuera la aprobación de otros igual de desgraciados que uno.
Con tal cantidad de programaciones innecesarias allanando el camino de lo humano, es de sorprender que no nos hayamos aniquilado ya, aunque cabe aclarar que no estamos de hecho, lejos de conseguirlo. La consistencia de nuestra obstinación y/o la fascinación que sobre propios y extraños se ejerce continuamente con la presión por vivir de afuera hacia adentro, entre ilusiones pasajeras, es cuasi patológica. Por eso es que todo, o casi todo, se vive entre tendencias y modas pasajeras, que más tardan en acaparar la atención mediática, que en ser desechadas y olvidadas, hasta que la ausencia de novedades con las que mantener a todos anestesiados, fuerce a sacar algunas cosas del panteón del reconocimiento y los ponga de nuevo en circulación para que la rueda nunca deje de girar.
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