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Ágora: ¿Qué es lo que realmente debería de importarnos?

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • 29 mar 2021
  • 4 Min. de lectura

Por: Emanuel del Toro.

¿Qué es lo que realmente debería de importarnos?



Que el éxito o fracaso de un político se mide en su capacidad de conectar con el electorado, no es secreto para nadie. Tal capacidad está en buena medida signada por la inteligencia y sensibilidad de los políticos para captar las necesidades de sus potenciales electores. Empero el problema es que no basta con saber lo que viven, es además fundamental que logren trasmitir que realmente les importa y mejor aún, que se identifican plenamente con el sentir de los ciudadanos que pretenden convencer. Lo digo así para dejar en claro que por diversos motivos la política y más aún la cuestión electoral de la misma, está en buena medida determinada por la capacidad de hacer conexión emocional.


Sin esa capacidad de captar las necesidades más elementales de una sociedad, y de traducirlas en discursos que sepan emocionar y hacer sentir parte de algo a quienes las escuchan, es prácticamente imposible pensar en tener una mínima oportunidad de hacerse con la voluntad del electorado.


A lo que quiero llegar es que no basta con ser personas preparadas y/o con visión participen en las contiendas, en unas elecciones gana el candidato que mejor conecta con el electorado. Hay en el medio de cualquier proceso electoral un alto componente emocional, lo expongo de este modo para recalar en una consideración que muchas veces se suele pasar por alto, que siendo la política tan altamente emotiva, la más de las veces no llegan quienes mejores propuestas tienen o hacen.


Ello termina por repercutir en las capacidades de gobierno que en efecto capitalizan quienes terminan por ganar las elecciones. Porque aunque parezca lo contrario, lo de menos en una democracia es la definición misma de quién ha de gobernar; el punto medular de cualquier régimen político es la capacidad de gestión y/o respuesta de los gobiernos que han sido libremente elegidos en las urnas. Que vamos, el juego apenas si comienza con el decidir quién gana. Lo fundamental en cualquier democracia es la definición misma de los estilos de gobierno.


Considero el tema de las emociones y su influencia sobre la capacidad misma de un gobierno para resolver los problemas que en efecto preocupan a una ciudadanía porque a ese mismo factor se deben en buena medida los problemas más frecuentes y severos de la política al estilo de como la conocemos en América Latina, con altas dosis de discrecionalidad de los gobernantes en turno, y un desencanto, decepción y/o descrédito generalizado de la ciudadanía para quienes se supone que son los hacedores mismos de la toma de decisiones públicas.


En tales condiciones no es de extrañar que tras décadas de persistente descrédito y/o decepción con la clase política tradicional, los partidos políticos vivan hoy tal nivel de descredito y repudio frente a una sociedad que elección tras elección se ve decepcionada de los escasos resultados que sus élites han rendido en el ejercicio del poder. Estamos tan acostumbrados a mirar la política con tal descrédito, que ya ni siquiera nos ocupamos de evaluar con seriedad lo que en efecto se puede o no hacer para atender los problemas más apremiantes.


Ello ha sido el caldo de cultivo propicio para que en el medio del descredito generalizado que la política tradicionalista vive, se hayan ido posicionando de la misma todo tipo de liderazgos sociales que sin ser propiamente políticos, han terminado tomando una cuota de participación cada vez más relevante. El problema en ese sentido, es que los mismos han terminado por afianzar un estilo de hacer política que lejos de apostar por fortalecer las instituciones mismas de la democracia, han optado por promover estilos de hacer las cosas, basados en el mesianismo y el caudillismo, cual si las respuestas a los problemas más apremiantes de una sociedad dependieran en lo exclusivo de lo que una sola persona puede o dice, tal y como se hacía la política hace más de un siglo.


Tal parece que ante el desencanto con el proceder de las élites políticas tradicionales, la sociedad cada vez elige menos con la cabeza y más con las entrañas o con las emociones resultantes. Cual si las emociones fueran el método idóneo para elegir gobiernos eficientes, transparentes y plenamente respetuosos de la legalidad. Cuando si algo ha dejado en claro la historia, es que nada bueno ha terminado saliendo, ahí donde la única apuesta pública que se hace, es la de confiar en que el criterio unipersonal de un candidato, sin mayores frenos como contrapeso, que su capacidad para emocionar a su potencial electorado.


Si ya es difícil pensar en ponernos de acuerdo cuando las decisiones pasan por las manos de mucha gente, es todavía más complicado pensar que una sola persona vaya a tener las mejores respuestas para absolutamente todos nuestros males. Luego entonces no creo que nada razonable vaya salir de seguir apostando por modos caudillistas de mirar la política, en donde la totalidad de los problemas públicos terminan dependiendo del ánimo del gobernante en turno.


Un asunto que torna todavía más sombrío si ponen en perspectiva con problemas como los actuales. Porque si algo ha dejado en claro lo poco aconsejable que resulta elegir gobierno sólo por las emociones y/o simpatías que un candidato despierta, es la actual contingencia sanitaria. Tras la cual la retórica anti corrupción y reivindicativa de las desigualdades, que se tenía tan ensayada el actual Ejecutivo, ha terminado topando con una realidad mucho más agreste que la que en otro momento la hizo legítimamente un éxito electoral.


Hoy más que nunca es el momento de preguntarse si todo lo que se dijo en el último proceso electoral en efecto se hizo una realidad, para que si llega la ocasión de volver a topar con candidatos que son más palabras que hechos, se les sepa identificar y no votarlos. Porque no estamos para volvernos a equivocar de la misma forma que siempre nos hemos equivocado, votando por el que mejor promete lo que quisiéramos oír, aún si sabemos que sus propuestas no tienen ni pies ni cabeza o están inspiradas en ocurrencias para salir del paso. Luego entonces, lo menos por pensar al respecto, es preguntarnos con total seriedad, que si no han de ser las emociones: ¿Qué es lo que realmente debería de importarnos?

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