Ágora: Política y discurso. La palabra manda
- Emanuel del Toro

- 16 nov 2020
- 5 Min. de lectura
Por: Emanuel del Toro
Política y discurso. La palabra manda.
En política quien define fórmulas de comunicación e impone discursos y/o establece canales para difundirlos, manda; y repito: el que habla e impone su palabra o su modo de decir las cosas, manda. La palabra no es sólo un medio comunicante que contiene ideas, es también uno que define realidades visibilizándolas o relegándolas a conveniencia. Socializamos y existimos por medio de lo que comunicamos, de lo que decimos, y a ello nos debemos, pero el punto es que cada manera de hablar y pensar acerca del mundo, es en esencia un discurso, y a partir de este es que construimos nuestra realidad y tomamos decisiones.
Así las cosas, cada discurso es para decirlo claro, un marco conceptual y/o convoca un conjunto de referentes y significados que obedecen a una historia y modos de pensar particulares. Una sociedad que dialoga o simula que lo hace –porque dialogar exige saber escuchar y respetar sin ofuscarse por los contras–, a partir de los paradigmas discursivos de quien gobierna, es una sociedad alienada, sometida, supeditada a su lógica de pensamiento –así sea que se la use para responderle lo contrario. Usar los mismos términos que otros usan, para describir la propia realidad, es supeditarse a la lógica del otro, como si le legitimara; como si se reconociera implícitamente que lo que el otro dice, es real, por mucho que no existan en el propio modo de expresar la realidad un modo concreto de describirla.
Cuando eso ocurre, poco importa la realidad frente a lo que se dice. Cuando un discurso se impone como modo de expresión social, nos demos cuenta o no, termina por transformar la realidad de la totalidad de los integrantes de dicha sociedad. Y cuando el discurso que transforma realidades viene de quien está en el poder, también termina por ganar elecciones, ya primero imponiendo temas públicos y candidatos, ya después aglutinando voluntades y votos, todo por el peso de su palabra. No hay nada nuevo bajo el sol, esto se puede perfectamente entender con aquella máxima de los ideólogos nazis, que a la postre ha terminado convertida en un hito de la manipulación política y la mercadotecnia: repite tantas veces una mentira y terminará convertida en verdad.
En política lo que se dice no necesariamente tiene porqué ser cierto para que pese, sin embargo, es un hecho que el que impone su palabra manda. Y si la impone definiendo discursos públicos o modos de hablar y concebir la realidad, termina por imponerse más allá de lo inimaginable. Se podrá buscar los datos que contrasten o pongan en duda lo que se dice, de acuerdo. Con mucha mayor facilidad si lo que se discute no sólo se puede leer en libros y/o artículos académicos o análisis de opinión, sino que también se siente y se palpa en lo diario. Empero el problema es que de nada o muy poco sirve hablar un tema, si lo que se busca es refrendar valores, confirmar lo que se piensa, y no buscar posibles fallas a lo que piensa o contrastar si lo que creemos tiene correlato con la realidad.
El discurso de López Obrador podrá tener todos los defectos posibles, por estar plagado de inexactitudes, hasta de metáforas y/o referentes simbólicos anacrónicos que no siempre tienen un exacto correlato con la realidad actual. Además de apostar a polarizar, algo ya dicho incluso por la propia oposición hasta la saciedad, sí, de acuerdo; pero ha sido en sí, muy efectivo en términos de comunicación social para conectarlo con el grueso de la sociedad, y poco o nada rebatible con esa mayoría que no se siente representada en la retórica modernizadora del neoliberalismo, porque es capaz de reconocer realidades que la oposición ha pretendido silenciar por décadas, en su afán de dar la impresión de que está todo bien.
Los grandes hacedores del discurso público en los últimos 30 años, plagaron su retórica de referentes simbólicos, que no bien intentaban resaltar los virtudes y beneficios de la modernización económica y la liberalización política, sin apenas querer recordar o decir que las mismas políticas estructurales que hicieron posible dichas transformaciones, en vez de beneficiar a quienes menos tenían, terminaron por marginarlos todavía más de lo que siempre estuvieron. Pero no ha terminado ahí la cosa, tales reformas han tenido además, un costo muy oneroso para una exigua clase media, cada vez más parecida a las clases populares de las que tanto se admira y horroriza, por mucho que su nueva condición de marginados, en vez de llamarlos a pensar y organizarse para defender sus intereses en común, los ha ido polarizando y disgregando, cada cual según sus posibilidades. De ahí que este escenario sea el caldo de cultivo perfecto, para consolidar una sensación generalizada de desesperanza, frustración y polarización, como ha venido ocurriendo los últimos años.
En un impase histórico, donde si bien se han dado pasos importantes en el desarrollo de un mayor umbral de libertad en la toma de decisiones electorales y la formación de gobiernos, así como en las posibilidades de consumo. Dicha libertad se ha visto severamente condicionada por la precariedad de condiciones materiales en las que la mayoría vive, así como por la insuficiencia institucional del Estado para solventar las exigencias propias de un entorno tan interrelacionado por los lazos de la economía doméstica con la arena internacional, como frágil y socialmente fragmentado por la ausencia de oportunidades.
Todos problemas para los que la hoy oposición carece de respuestas, porque no es siquiera capaz de reconocer el país brutalmente desigual que ha contribuido a formar, ni la responsabilidad que en ello carga. En el imaginario de quienes han sido beneficiados por el neoliberalismo. El México más crudo y profundo, el de la regularidad de la falta de oportunidades y la absoluta miseria, no existe, o es en el mejor de los casos, culpa de la mala actitud personal de quienes menos tienen. Lo que es más, si pudieran, le harían a un lado para terminar de conquistar sus sueños de formar parte del llamado primer mundo.
La configuración simbólica de la realidad, las palabras que diario usamos y el discurso o lenguaje que a través de ellas construimos, para explicar el mundo en el que vivimos, tiene un valor, una carga en sí misma. La cual no deja indiferente a quien la hace suya. La construcción del discurso y su imposición, es poder en sí mismo. Eso lo sabe hoy muy bien el Presidente y lo usa para su beneficio. Del mismo modo que en su momento lo usaron los neoliberales a los que tan airadamente crítica. Definir discursos no sólo transforma realidades (a nivel de pensamiento) porque sí, además orienta decisiones en lo operativo.
La palabra manda y transforma sí, pero que transforme, no garantiza que hará lo mismo para bien, que para mal, y menos nos dice nada del cariz que un cambio tomará, porque la política y su subsecuente administración de lo público, es esencia el reino de lo contingente. La institucionalización del tomar decisiones por salir del paso. Ahora bien, el problema del tipo de discursos que hoy dan forma a la realidad pública del país, es que aunque no dejan de enunciar realidades que históricamente permanecieron silentes, hacen en lo efecto muy poco, por no decir que casi nada para remediar la realidad que denuncian. Sin embargo es al mismo tiempo un discurso que se justifica solo, por el éxito con el que se ha impuesto incluso sobre quienes no comparten en lo absoluto los referentes sobre los que se construye.
Más claro: si la hoy oposición aspira a poder disputarle algo al Presidente, con éxito, tendrá que necesariamente, irse planteando la necesidad de construir un propio lenguaje, que desde una voz diferente a la habitual, sepa retratar con exactitud el país que verdaderamente tenemos. Porque como siga como hasta ahora, negándose a reconocer la realidad y la responsabilidad que carga en dicha realidad, difícilmente conseguirá algo distinto que lo que hasta ahora ha conseguido. Está por verse si realmente se dan cuenta o no.



















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