Ágora: Nacionalismo y hegemonía americana
- Emanuel del Toro
- hace 4 días
- 5 Min. de lectura

Nacionalismo y hegemonía americana. Una crítica necesaria.
Por Emanuel del Toro.
El mayor triunfo del imperialismo americano sobre la región, ha sido el éxito conseguido con la propagación del mito de una “historia negra”, según la cual la relación de América Latina con la metrópoli que le dio origen y forma, fue siempre una relación de subordinación sistemáticamente destructiva y/o persistentemente desigual. Semejante ardid propagandístico, –deliberadamente sembrado en la totalidad del continente por los intereses hegemónicos americanos–, se encuentra en el germen de ese seudo nacionalismo xenófobo, que tan convenientemente le ha resultado a las clases políticas más rapaces de nuestro propio país
Porque aunque no se lo diga abiertamente, es de todos sabido que la mayoría de nuestras elites políticas más encumbradas, –salvo casos excepcionales y sin distingo de su orientación ideológica formal–, han sido históricamente defensoras de los intereses del vecino incómodo del norte. Para decirlo más claramente: Mientras la estela del dominio americano persista en los términos en los que hasta ahora ha discurrido, difícilmente volveremos efectiva la posibilidad de una estrategia de crecimiento nacional, que a través de la diversificación estratégica de nuestros intereses, consiga sacudirse y/o menguar el peso del yugo americano.
Yugo por demás desigual, como funesto, por el peso con el que ha condicionado nuestra política nacional, como por la profundidad con la que nos ha golpeado desde siempre. Porque su dominio histórico, no se reduce a las implicaciones económicas y/o armamentistas de su presencia en el continente, sino que se extiende y afianza sobre todo, en la influencia cultural con la que han conseguido socavar y/o minar cualquier atisbo de genuino orgullo nacional. Sólo así se entiende, por qué es que la construcción de nuestra identidad nacional, se ha hecho, renegando persistentemente de nuestra herencia cultural hispánica.
Cual si se pensara que reconocernos herederos de uno de los procesos civilizatorios más significativos de la historia mundial, nos hiciera menos mexicanos, al tiempo que exaltamos sólo de forma retórica a nuestro componente nativo americano, sin que semejante exaltación discursiva, haya servido alguna vez para mejorar las condiciones materiales de vida de los descendientes actuales de las naciones nativas originarias en todo el continente. Vaya si somos terriblemente hipócritas y desmemoriados a partes iguales entre todos los bandos del espectro ideológico. Pero como se dice, “ya ni llorar es bueno”, que nuestra tragedia, –tanto a nivel país, como a nivel región–, no se detiene en las implicaciones morales que la imposición de una narrativa discursiva a modo con los intereses americanos, genera sobre nuestra identidad nacional, o sobre el desarrollo económico.
La realidad es que la prevalencia de una hegemonía material y militar estadounidense, ha terminado traduciéndose a su vez, en una hegemonía discursiva y/o cultural, que bajo el ardid de una pretendida autonomía nacional, –que curiosamente nunca toca los intereses estratégicos del vecino del norte–, favorece la precariedad de nuestros países, no sólo para con los propios Estados Unidos. Porque claro, nada garantiza mejor la prevalencia de la hegemonía americana en la región, que la ausencia de otras potencias extranjeras con cuyos intereses puedan llegar a rivalizar.
De ahí el fervor cuasi religioso con el que Estados Unidos ha alentado y/o tolerado y hasta financiado en todos y cada uno de los países del continente, la construcción y difusión de una historia nacional maniquea y/o tendenciosa y terriblemente sesgada, cuya beligerancia frente a la intromisión extranjera, es más un ardid ideológico a modo de los intereses estadounidenses, que una realidad efectiva. Porque detrás de ese chovinismo xenófobo que caracteriza la construcción de la identidad nacional en América Latina, subyace una estrategia geopolítica de dominación imperial, extraordinariamente compleja, –que lo mismo incluye la dominación material y militar, pero también la cultural–, dominación cuyo cometido último, es asegurar para sí, el predominio de sus intereses estratégicos, a fin de mantener la región libre de la injerencia de otras potencias imperialistas.
Lo que no es para nada casualidad, porque como se escucha que se dice en el día a día: La historia la escriben los vencedores; y si alguien ha resultado por demás vencedor y beneficiado con el perenne aislacionismo latinoamericano, ha sido el vecino incómodo del norte. Vecino que ha terminado ejerciendo a rajatabla, aquello de “divide y vencerás”, porque si algo ha conseguido históricamente la mayor potencia imperialista de la historia, es hacerse con el control del mundo, alimentando para ello el encono y/o el divisionismo entre las elites políticas nacionales de los países en cuyas sociedades y territorios pretenden imponerse.
Es difícil no caer en cuenta del alto impacto que la cuestión ha terminado teniendo sobre la totalidad del continente. Influencia que sólo ha recalado en términos de la presencia material y/o belicista de los Estados Unidos, sino que también ha terminado recalando en la visión nacional que prevalece en la región. Una visión nacional chovinista y sumamente dependiente del vecino incómodo del norte, que ha terminado condicionando nuestras perspectivas de desarrollo y genuina soberanía nacional. Porque la geopolítica de la dominación americana en el continente, toma toda su magnitud en los efectos culturales que han terminado padeciendo todos los países en donde esta se ha llegado a materializar.
De ahí la utilidad práctica de aprender a mirar nuestra propia historia y el sentido de la identidad nacional resultante, con ojos críticos y lejos de mitos maniqueos e infantiles, que pretenden hacer de nuestra historia un recuento entre héroes y villanos. Porque sólo en la medida que nos reconciliemos genuinamente con nuestro pasado, aprendiendo a mirar las cosas fuera de la óptica de lo político ideológico, es que podremos generar las condiciones necesarias para un desarrollo nacional en genuina concordancia con nuestros propios intereses, y no como hasta ahora ha sido en más de doscientos años de historia, que siempre la política americana ha terminado definiendo nuestra propia política.
Porque la realidad es que, nos guste o no, la presencia del vecino incómodo del norte, es una presencia inamovible, que sólo puede ser contrarrestada y/o atenuada en la medida que hagamos el esfuerzo objetivo por diversificar nuestra integración económica y estratégica con el resto del mundo. Algo que sólo hemos conseguido a cuentagotas por muy breves periodos de tiempo, equilibrios que han terminado haciendo aguas por estallidos violentos instigados por el vecino incómodo, como por ejemplo en la coyuntura de la independencia o el llamado porfiriato, por citar algunos ejemplos.
Es pues momento de abrir nuestras mentes, para madurar nuestros referentes político-discursivos, y aprovechar con sentido crítico y/o responsable, nuestra posición en el concierto internacional, una posición que hasta ahora, no ha sido aprovechada como se podría, porque no hemos sido capaces de reconciliarnos con nuestro pasado, lo que ha terminado comprometiendo nuestro presente y promete seguir pesando sobre el futuro inmediato. Sólo trascendiendo ese discurso ramplón e incendiario y seudo nacionalista, que ha caracterizado a la mayoría de las elites políticas latinoamericanas, –tan profundamente enamoradas del vecino incómodo, ya lo mismo para vilipendiarlo, que para exaltarlo; discurso muy popular en términos mediáticos, pero poco o nada efectivo en términos estratégicos–, es que podremos comenzar a tomar nuestro propio destino en nuestras manos.
Comments