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Ágora: Los hijos y las relaciones de parejas


Los hijos y las relaciones de parejas.

 

Por: Emanuel del Toro.

 

La calidad de la paternidad que tu ex puede brindarle a sus hijos, estará siempre en proporción a la calidad de la relación que alguna vez te ofreció como pareja. Que sea deseable separar una cosa de la otra, –como se supone que haría cualquier adulto responsable y/o emocionalmente maduro–, para no terminar arrastrando a los hijos en sufrimientos o conflictos innecesarios, no significa que verdaderamente exista el interés o las condiciones para hacerlo, y la razón es muy sencilla, como que si hubiera tal interés, difícilmente la propia relación de pareja, que no da más sí, estaría en el punto en el que incluso la existencia de los hijos en común, termina por convertirse en un campo más de la confrontación y/o el desengaño que te ha orillado a la decisión de ponerle fin a lo que alguna vez tuvieron.

 

          Quizá pueda parecer un tanto caprichoso pretender tocar un tema tan complejo en el reducido espacio de un comentario de opinión semanal, sin embargo, fiel a mi costumbre de no dejar de cultivar la discusión sobre la calidad de nuestras relaciones, así como de la importancia de nuestra salud emocional, no he querido dejar pasar la oportunidad de hablar del tema, aunque sea de forma tangencial. Una encomienda a la que acudo, porque me parece sustancialmente significativo discutir el contenido de nuestras relaciones, así como los referentes discursivos que las validan y/o sostienen.  Con ello me hago eco de la presunción de que no existe modo de mejorar la calidad de nuestra vida afectiva, sin una discusión permanente de todo aquello que se supone más valoramos.

 

Insisto, dejar de ser pareja, no implica necesariamente se tenga porque dejar de ser padre; lo sé, se dice sencillo, pero no lo es. En todo caso, habría que decir que poco productivo educar a nuestros hijos para que desconozcan el mundo o para alejarlos de sus peligros potenciales, haciendo –sobre la base de nuestras propias experiencias–, como que no existen. Lo que hay que hacer no es prohibirles la vida o sus experiencias por miedo a que algo les pase; ni siquiera propiciar su auto inhibición en el nombre de evitarles riesgos. Lo que es fundamental es inculcarles el suficiente amor propio, para que ellos mismos sepan mantener siempre, una autoimagen acorde al respeto y la integridad que creemos que se merecen.

 

Si conseguimos eso, trabajando por fortalecer no sólo la estabilidad emocional de cultivar una sana autoestima –respetando todas sus expresiones por más complejas que nos resulten de aceptar–, sino también su propia autonomía decisional desde la más tierna infancia, lograremos infundirles el fundamental hábito de mantener un criterio de pensamiento propio, que los vuelva virtualmente inexpugnables a las presiones de un entorno social frecuentemente tóxico, donde la necesidad de encajar puede llegar a destruir la vida de cualquiera.

 

Sólo en la medida que hagamos lo necesario para que desarrollen su propia autonomía decisional y un amor propio a prueba de apegos que los inhiban, hagan lo que hagan, el contenido de sus decisiones de vida terminará por ser una extensión cuasi natural de la autoconfianza que sienten en sus propias capacidades, y no un peligro constante en el que cada etapa de sus vidas signifique una afrenta posible a la estabilidad de su persona.

 

No evitaremos con ello que puedan llegar a equivocarse, pero si es un hecho que al menos no mantendrán entre sus recursos de vida las poco o nada saludables costumbres de quererlo controlar todo, apegarse al maltrato por aprobación o tener porque conformarse ahí donde no se sienten respetados y otras tantas carencias emocionales con las que buena parte de la sociedad sí que ha crecido y que son de hecho las razones más recurrentes por las que se toman las peores decisiones de la vida. Lo que desde luego incluye el contenido de relaciones emocionales carentes de todo sentido útil o práctico.  

 

          No es la primera vez que lo he dicho, algunas parejas duran y/o permanecen juntas, no por amor o afinidades e intereses, ni siquiera por costumbre o rutina y presión social, sino por un auténtico síndrome de Estocolmo. Es tal el nivel de violencia que se vive en la relación, que las personas se encariñan tanto con el abusador como con su maltrato, al punto de ver amor e interés de sus parejas, donde sólo hay maltrato, degradación y desprecio.

 

Si se trata de decirlo con brutal honestidad, con frecuencia las peores decisiones de la vida las tomamos en el nombre de relaciones por las que en su momento llegamos a pensar que tenía sentido esforzarse para que funcionaran, con todo y que no nos dieron más que tristezas y muchos sinsabores. Lo peor o más indigesto de todo, es que pese al periplo padecido al elegir muy mal, no pocas veces, tales relaciones terminaron pagándonos del peor modo que se puede pagar a quien sólo ha tratado de querer bien, por encima de cualquier circunstancia y/o carencia, llenándose los labios de cuanta injuria se puede, sólo por no saber separar, que dejar de ser pareja, no implica dejar de ser padres.

 

El caso es que al final no sólo elegimos mal, encima terminamos la más de las veces, por ser culpados de que las cosas no salieran como se supone que debían salir cuando se tiene la mejor disposición. Y reconfirmo lo dicho líneas arriba: con frecuencia las peores decisiones de la vida las tomamos en el nombre de amores con los que no tendríamos porque habernos conformado. Entre todo al haber elegido tan mal –y lo peor, varias veces de forma consecutiva–, lo menos que me ha quedado es mi actual formación como Psicólogo, así como mi formación en el área de la Educación y la Pedagogía.

 

Algo bueno tenía que salir de pasarlo tan mal; en el mejor de los casos, diré que no es la primera vez que lo digo; el amor, el cariño sincero, siempre suma o multiplica, jamás mutila, contiene, condiciona o limita, tampoco duele o desgasta, porque si una relación duele y permaneces, no es un amor a prueba de todo, es un apego que te degrada, y lo peor de todo, se mantiene porque tú mismo lo permites y/o justificas, ya sea en el nombre del tiempo que se lleva juntos, los hijos, la familia, el dinero o el miedo a perder una posición social, los amigos o un inexistente qué dirán, que aunque sólo esté en tu mente, mucho mal hace a cualquiera que viva de afuera hacia adentro olvidando que si no se está en paz con uno mismo cualquier otra cosa carecerá de sentido y será incapaz de devolverte tu estabilidad personal.

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