Ágora: La vida
- Emanuel del Toro

- 31 ene 2022
- 5 Min. de lectura
Por Emanuel del Toro.

La vida. Resulta sorprendente la facilidad con que utilizamos los recursos cognitivos propios, para meternos en estados emocionales sin recurso, salida o respuesta, olvidando la multitud de capacidades inexploradas que poseemos por el simple hecho de ser quienes somos. Abandonandonos a merced de acontecimientos sobre los que no ejercemos ningún control, fallando en el acto en la responsabilidad de hacernos cargo de nuestras propias emociones, sobre las que sí tenemos control, ensimismados en fijaciones a corto plazo. La vida no es que valga la pena, es que tiene sentido. Actuar por inercia, sin poner la más mínima atención de lo que hacemos, es un camino seguro para auto fallarnos. Es obvio –dirán muchos si llegan a topar con estas líneas; el problema no es saberlo, sino la facilidad con que olvidamos que si la vida no se decide, si tenemos la responsabilidad de hacerla plena. Sin embargo, aún en el mejor de los casos, incluso para quienes lo tienen claro, ocurre que inmersos en el bullicio del día a día, pierden sin sospecharlo el rumbo, de un modo tan sutil que más pronto de lo que parece, se hace virtualmente imposible seguir sin por ello llegar a pensar, que lo que hacemos no tiene sentido, y se sigue porque sí, porque no hay otra cosa mejor que hacer, porque así lo indican las convenciones. ¡No detengas, sigue, anda avanza! –dicen algunos y rezan los spots publicitarios en todos lados. Y avanzamos, lento, sin motivo aparente para hacerlo, extraviados, a merced del sinsentido, como quien camina en círculos concéntricos, sin llegar a ningún destino, repitiendo una y otra vez los caminos recorridos, en busca de algo en el olvido nos devuelva a la senda de lo perdido, como si por revisar una y otra vez los recovecos de tiempos pasados, hubiéramos de encontrar lo que nunca antes vimos. Sin embargo, no basta con seguir por seguir, eso lo hacen muchos sin siquiera preguntarse a dónde van; si lo que buscamos es crecer, volver la cabeza hacia atrás nunca ha sido opción. Cuando lo que está en juego es poco más que la cordura, no hay concesiones que valgan, porque nuestra tranquilidad no es negociable. La vida no es que valga la pena, la vida es que tiene sentido y dicho sentido, rara vez va en contra del correr del tiempo. Atrás se queda lo ido y lo vivido, atrás lo perdido, lo que se fue, atrás lo que dejamos, porque se haga lo que se haga, para continuar es indispensable ir ligero de equipaje. Resueltos a dar siempre lo mejor. ¿Pero qué me queda si dejo ir lo vivido, qué si olvido? –habremos dicho todos alguna vez, –quizá con mayor frecuencia de lo que somos capaces de admitir–, porque hacía atrás reducimos la mayoría de las opciones disponibles, pero muy poco se dice si de ir adelante se trata, un tanto por tristeza, otro por auto reproche, el problema es que con nuestra propia cabeza haciendo de inquisidor en la valoración de lo vivido, nos ubicamos simultáneamente como juez y acusado, poco o nulo valor otorgamos al más importante de los papeles que somos capaces de desempeñar, el de protagonistas de nuestra vida. Así las cosas, cuando de sobreponerse a los tropiezos de la vida se trata, antes que pensar en cuidarse de cualquiera que seamos capaces de imaginar, como causante de lo ocurrido, es indispensable reconsiderar en el papel que nos asignamos en la reparación, después de todo, por muy bien o mal que nos vaya en ese intento, al final del día, lo único que nos queda cuando nadie nos ve, es ese sujeto que aparece todos los días por la mañana con el mirar del espejo, el único que no podemos disuadir de no verlo cuando de evitar a todos se trata, eres tú y no otro, él de siempre, él de toda la vida... Tu vida. ¿Que por qué lo digo de este modo? Si algo muestra la enajenación de cualquier causa, es que, no todo en esta vida necesita ser real, para tener un fuerte impacto sobre nuestra existencia. A veces basta con que sea posible pensar que puede suceder. Y ojo con esto último, porque se lo reconozca o no ese modo, existe siempre un mundo de distancia entre todo aquello que creemos y cómo en efecto vivimos decidimos encarar el día a día. Por lo común la gente cuenta historias raras y vive vidas todavía más extrañas. Las primeras las hace como le hubiera gustado que su vida fuera; las segundas, las vuelve como se supone que jamás las haría. Y lo que digo: Si así son las cosas, mejor será que cada cual viva como realmente le dé la gana, porque se diga lo que se diga, lo cierto es que quienes a vivir con plenitud y congruencia se dedican, ni tiempo tienen de contarlo, a no ser claro que de eso vivan. Si alguna vez te viene en gana contar a otros que todo en tu vida ha sido como a ti mismo te hubiera gustado que fuera, detente. Poco importa el relato de lo sucedido si antes no se ha sacado de lo vivido aprendizaje alguno. Porque el proceso de hacerlo, apenas comienza con el darse cuenta de lo vivido, mas siempre habrá de permanecer pendiente, si el recuento de lo sucedido no se traduce en un modo distinto, claro y efectivo de hacer todo, mejor de lo que hasta ese momento se ha logrado. Hasta entonces, digamos lo que digamos, se está virtualmente en la misma posición de quien recién ha confrontado sus creencias con la experiencia propia de vivir. ¿Pero quién carajos te crees para venir a decirnos cómo vivir si no has resuelto ni la mitad de lo que deberías? –me han dicho muchas veces cuando me da por tocar estos temas, lo mismo por escrito que en vivo. Y aunque pudiera ser fuerte la tentación de decir por vanagloria cualquier cosa que me adorne, cabe aclarar que cuando comparto lo que aquí describo, no hablo en lo absoluto de vivir de tal o cual modo, porque en realidad, en aquello de vivir, cada cual se lo curra como mejor puede o le parece. *** La vida es un continuo estado de emergencia, en el que cada acto pone a prueba nuestra capacidad para afrontar el reto de existir, de modos muy diversos y usualmente divergentes de los que alguna vez imaginamos hacerlo. De ahí que ningún momento pasado o presente se parezca entre sí. Del mismo modo que darlo todo, no sea sólo una opción plausible, sino antes bien, un recurso personal ineludible en el esfuerzo de hacer de nuestros días, una experiencia permanente de aprendizaje y crecimiento. Donde la más relevante de nuestras opciones individuales se manifieste en una recíproca integración con la comunidad y el reconocimiento del bien común como umbral de nuestro propio bienestar.

















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