Ágora: La verdad nos hará libres
- Emanuel del Toro

- 2 ago 2021
- 5 Min. de lectura
Por Emanuel del Toro

La verdad nos hará libres.
Somos una sociedad que por decisión propia vive en penumbras y hasta agradecida se siente por ello, porque no ver la luz es infinitamente más cómodo que correr el riesgo de replantearnos todo y no conseguir ni la mitad de lo que públicamente decimos que nos importa. Para cómo funciona realmente el sistema político en México, "la lucha por el poder" que algunos perciben, es mera ilusión. El poder pasa entre unos y otros, por negociaciones privadas entre élites familiares –cual si de clanes tribales se tratara. Lo de una ciudadanía eligiendo en las urnas, es sólo una formalidad hecha para legitimarse y tratar de tapar el sol con un dedo.
Nadie de los que gobiernan "llegan" realmente al poder, la mayoría está ahí desde mucho antes de que siquiera nos demos cuenta públicamente que "llega", todo se cocina siempre de espaldas a la mayoría, en lo oscurito, con negociaciones donde todo ideal o principio es mera mercancía o trámite. Lo peor: han secuestrado los recursos de todos, porque existe el modo y pueden, y no hay quién los vaya detener jamás, no al menos mientras la sociedad y sus potenciales ciudadanos se sigan conformando –según el dinero que se tiene–, con ser sus animales, sus trabajadores o sus consumidores. Pero qué nos va importar esto y más, si a nadie le importa un pepino lo que pasa más allá de sus propias narices.
Es realmente conmovedor lo de declarar sorpresa y/o desilusión una vez que los de turno han cometido ya sus fechorías, o se han ido –porque hasta eso todo se denuncia siempre a destiempo, nunca cuando están todavía en funciones o la cosa tiene remedio–, cuando desde su propia designación como candidatos se sabe quiénes son, pero claro, en ese momento de jolgorio y “campaña”, pocos dicen nada, Unos –los que menos tienen–, por la ilusión de que colaborando y en silencio, a lo mejor les toca algo; otros –los que medio tienen–, porque en la amenaza de llegar a perder lo poco que ya tienen, son capaces de hacerse de la vista gorda; y otros –los menos, que lo tienen todo y les sobra–, porque pongan al que pongan, los problemas públicos no los alcanzarán jamás.
Bendito modo de vivir, con razón la vida es tan corta, que si no, quién sabe qué otro tipo de nuevos vicios cultivaríamos si nos durara más. Si se trata de ser todavía más francos, habrá que decir que la base del poder político en México es en buena medida la herencia de sangre y/o la pertenencia dinástica, misma que se refrenda o adorna periódicamente mediante actos cotidianos que embisten de mayor o menor legitimidad a sus pretendientes. De ahí la importancia que tiene para los advenedizos que no cuentan con las debidas credenciales de abolengo, hidalguía o prosapia, establecer alianzas de matrimonio y/o padrinazgo con descendientes directos de las castas gobernantes.
No hay un solo gobernante en los últimos 200 años que no haya tenido que pasar por dichos filtros, ni uno solo. Absolutamente todos estuvieron de alguna manera u otra, ligados a quienes les precedieron y lo siguen estando; esa y no otra es la mecánica detrás del ritual del dedazo y otras prácticas sucesorias del estilo y el dramatismo que se desencadena cuando no se pueden poner en práctica. Prácticas que ocurren por igual desde los encargos de mayor jerarquía, hasta los de menor importancia. Así de significativo es el conocimiento de las élites y/o su composición y maneras. Tan importante es el tema, que pese a todos los cambios históricos que el país ha vivido en 200 años, apenas se ha dado un cambio ínfimo en las familias que componen a las élites nacionales.
Y si bien es cierto que cada cierto tiempo se da la irrupción en escena de nuevos actores, o la salida del primer plano de algunas familias, unos y otros permanecen a la fecha unidos al poder político mediante lazos de pertenencia familiar más o menos estables que todo lo condicionan. A ello se debe la regularidad con la que se halla extendida la costumbre de solicitar en el servicio público a los “recomendados”, que no son otros que aquellos que cabalmente cumplen con los requisitos de parentesco y/o padrinazgo necesarios para incorporarse a la clase política independiente de su capacidad o competencia.
Pero que no os engañen las apariencias, porque si es de los que cree que la irrupción de nuevos cuadros entre los principales circuitos del poder habrá de traer modos diferentes de designar a quienes administren la cosa pública, es y habrá de ser todo lo contrario. Nadie como los recién llegados tras una nueva elección habrá de afirmar los viejos modos, porque el acuerdo implícito de quien por definición participa en un sistema en no poner en tela de juicio la continuidad del mismo.
Ese y no otro es el verdadero motivo por el cual elección tras elección y gane quien gane, nada o muy poco cambia. Que en la política, entre quienes de veras tienen el poder no hay pleitos, sólo intereses que se negocian al precio que sea. Los únicos que verdaderamente pelean y se toman tales intereses como personales, son los seguidores de todos los bandos posibles. Y es así porque mientras a los que mandan o pretenden hacerlo, les enseñan a controlar, al resto de la sociedad se le enseña según conviene a los de arriba, a reaccionar u obedecer.
Entre los pasillos del poder la política sólo lleva a escenarios de quiebre o disrupción cuando no hay arreglo posible que conforme a los pretendientes al poder, en cuyo caso se les verá simular que sus diferencias de interés son la confirmación de una genuina preocupación por el bienestar general de la sociedad sobre la que buscan gobernar. Al final es un hecho que nunca llegan ni llegarán los que verdaderamente tengan ganas de cambiar y/o mejorar así sea un mínimo, porque la alteración de las inercias que caracterizan a un sistema político supone responsabilidades para las que ni hay la disposición de materializarlas, ni mucho menos los recursos materiales y económicos para ponerlas en práctica.
De ahí que la más de las veces cuando se trata de poder todo queda en familia y/o supeditada a lealtades sustituyen o prevalecen realidades institucionales ficticias que sólo existen en apariencias consagradas al nivel de la ley, pero inoperantes en la realidad. Y como quien dice: aquí no ha pasado nada. Porque sean unos o sean otros lo que queden, es un hecho que nada o muy poco va cambiar y que mejor así sea, para que exista modo de seguirse repartiendo lo que haya que repartirse. Total, de política sólo se decepcionan los incautos que se creen defensa de principios inexistentes. La verdad nos hará libres.

















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