Ágora: La normalidad en México. Una radiografía dolorosa. - PARTE I
- Emanuel del Toro

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La normalidad en México. Una radiografía dolorosa. - PARTE I.
Por Emanuel del Toro.
Me gusta cuando personas cercanas se ven, –por las más diversas razones–, mostrando su verdadero rostro; ya porque las cosas los llevan al límite, lo mismo que porque las circunstancias los llevan a decir con mayor celeridad y/u ofuscamiento, lo que verdaderamente piensan de todo. Porque aunque se diga que cuando se está enojado, se dicen cosas que no necesariamente son verdad, lo cierto es que el rostro que te muestran en ese momento, es el real, el que con algo más de diligencia, procuran disimular diario, para no dar muestras de lo que les puede sacar de quicio o llevar a la descompostura total.
Te das cuenta entonces, que el mundo está irremediablemente destinado a ser una mierda por la infinitud de nuestras carencias y la persistente indisposición a superarlas. Pero no, no nos engañemos solos, no hay tragedia en ello, y no lo hay, porque para que la hubiera, tendría necesariamente que pensarse que la cosa podría, o al menos debería de ser mejor. Empero, la gran realidad es que para muchos ese estado de persistente padecer, en el que todo está bien, hasta que la desgracia o los problemas tocan directamente a su puerta, es lo normal. Así es el mundo y ya deberías estar acostumbrado –dicen.
Vaya si es irónico pensarlo, no superamos nunca esa horrenda normalidad de tolerar la mezquindad de destruirnos los unos a los otros por interés, cuando sin darnos cuenta, desde hace años nos hemos visto obligados a vivir en una “nueva normalidad”, que sin embargo, por muy “nueva” que la llamemos, sigue siendo la de toda la vida, sólo que vestida con ropaje de responsabilidad colectiva por la preocupación sanitaria de que uno o los suyos llegue a verse afectado, aún si sus fundamentos de oportunismo y egoísmo son los mismos de siempre.
No, nadie es quien dice ser, y aunque podría decirlo diferente, la verdad es que lo que es cultura, es educación; ya porque la inoperancia de nuestras leyes lo favorecen, lo mismo que porque muchos no conocen otro modo de ser y vivir e incluso están conformes con que nada vaya a cambiar nunca. Ya había olvidado porque prefiero no convivir; porque para falsos no termina nunca la vida. Quizá sea por ello mismo, que detesto sobremanera acudir a un servicio funerario o un aniversario luctuoso, así se trate de alguien muy querido o incluso de un familiar, porque es tan jodido ver la miseria de los que afirman que se quería mucho a quien se ha ido, así sea que en vida se le sacó muchas veces la vuelta, o incluso se renegaba de tenerle que ver. No, tampoco en esto hay nada nuevo, así fue toda la vida; y así será siempre –dicen no pocos.
Como también detesto sobremanera el tener que ir a una fiesta o una convivencia, nomás porque así lo dicta la ocasión o las convenciones sociales aprendidas. Porque de muy poco sirve decir que se celebra la alegría de vivir y/o el compartir, si el resto del tiempo se tolera entre todos un persistente padecer de las más diversas intensidades. ¿Quién carajos tiene en realidad algo que festejar si en lo diario hacemos de la vida común una monserga de estupideces?
Y no, sólo por decirlo claramente: no tengo la más mínima esperanza de que vaya ser distinto alguna vez, porque ese y no otro es el nivel de aprendizaje colectivo que toda la vida nos hemos permitido, el de destruirnos los unos a los otros, diría que como animales, pero ni estos actúan así. En cambio los seres humanos cultivamos una muy variada colección de manipulaciones entre chismes, intrigas, dobles caras, chantajes, mentiras mal disimuladas y tantas otras, todas producto de carencias de cuyos efectos rara vez nos hacemos responsables.
No, no hay justicia moral o bien común por el que luchar, no cuando no se ha resuelto siquiera lo propio, mucho menos cuando se utiliza la necesidad de propios y extraños como moneda de cambio para beneficio de una minoría que no suelta nunca el poder porque sabe que este es el país de sálvese quien pueda. Pero qué se le va hacer, así fuimos instruidos por el sistema político. Así nos educaron, para siempre padecer y vivir por debajo de nuestras posibilidades.
Calles mal pavimentadas, que no tienen cómo transitarse; casas peor construidas, calles y/o fraccionamientos enteros sin pavimentar; espacios públicos mal cuidados y peor tratados. Escuelas públicas y edificios de gobierno que se caen a pedazos, predios y/o terrenos, cuyo uso de suelo se cambia a placer de quienes pueden pagar por sus caprichos para hacer fortunas inimaginables, iniciativas de ley y/o políticas públicas sin planeación, ni la más mínima continuidad, y que se hacen, sólo para satisfacer el ego de los de turno; permisos concedidos a discrecionalidad, o asignaciones de obra pública por designación directa sin ninguna licitación para los cercanos al poder.
Obra pública deliberadamente mal hecha para no terminarla nunca, o cobrar sobreprecios exorbitantes, trámites burocráticos que nunca se cumplen, deudas públicas y privadas que nunca se pagan o se postergan indefinidamente, para que los afectados desistan de cobrar; recursos públicos que terminan en las manos de particulares, sin absolutamente ninguna consecuencia legal; delincuencia común a cualquier hora del día, violaciones, desapariciones, asaltos y asesinatos, todos impunes y/o incluso sin registrar; gobiernos en manos del narcotráfico, narcos convertidos en gobierno, sueldos, prestaciones, jubilaciones y pensiones de ensueño para los del poder en un país donde la mayoría no tenemos siquiera para vivir al día. La lista de nuestras miserias es esta nuestra nueva normalidad, que no deja de ser la toda la vida, es francamente interminable.
Temas públicos que se silencian, o cuya discusión, –por la gravedad de sus consecuencias–, se posterga indefinidamente para beneplácito de quienes gracias a ellos viven a cuerpo de rey, sintiendo que el mundo les pertenece. Problemas todos los anteriores, que rara vez se hablan o se exige que se resuelvan, porque aunque se diga lo contrario, a nadie le importan, a no ser que de algún modo el día menos pensado se toque padecer directamente sus consecuencias, ya porque le mataron a uno de los suyos, ya porque se perdió lo que se tenía o porque se fue víctima de una injusticia aun teniendo todas las de ganar.

















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