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Ágora: La normalidad en México

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • 4 ene 2021
  • 6 Min. de lectura

Por: Emanuel del Toro


La normalidad en México.

Me gusta cuando personas cercanas se ven por las más diversas razones mostrando su verdadero rostro, ya porque las cosas los llevan al límite, ya porque las circunstancias los llevan a decir con mayor celeridad y hasta atropello lo que verdaderamente piensan de todo, porque aunque se diga que cuando se está enojado se dicen cosas que no necesariamente son verdad, lo cierto es que el rostro que te muestran en ese momento es el real, el que con algo más de diligencia procuran disimular diario para no dar muestras de lo que les puede sacar de quicio o llevar a la descompostura total.

Te das cuenta entonces que el mundo está irremediablemente destinado a ser una mierda por la infinitud de nuestras carencias y la persistente indisposición a superarlas. Pero no, no nos engañemos solos, no hay tragedia en ello, y no lo hay porque para que la hubiera, tendría necesariamente que pensarse que la cosa podría o al menos debería de ser mejor, pero la gran realidad es que para muchos ese estado de persistente padecer donde todo está bien hasta que la desgracia o los problemas tocan directamente a su puerta, es lo normal, así es el mundo y ya deberías estar acostumbrado –dicen.

Vaya si es irónico pensarlo, no superamos nunca esa horrenda normalidad de tolerar la mezquindad de destruirnos los unos a los otros por interés, cuando sin darnos cuenta nos hemos visto obligados a vivir en una “nueva normalidad”, que sin embargo sigue siendo la de toda la vida, sólo que vestida con ropaje de responsabilidad colectiva por la preocupación sanitaria de que uno mismo o los suyos lleguen a ser parte de los afectados por la pandemia de covid-19, aún si sus fundamentos de oportunismo y egoísmo son los mismos de siempre.

No, nadie es quien dice ser, y aunque podría decirlo diferente o declarar que también hay sus muy honrosas excepciones, la verdad es que lo que es cultura, es educación, ya porque la inoperancia de nuestras leyes lo favorecen, ya porque muchos no conocen otro modo de ser y vivir e incluso están conformes con nada vaya a cambiar nunca. Ya había olvidado porque prefiero no convivir; porque para falsos no termina nunca la vida. Quizá sea por ello mismo que detesto sobremanera acudir a un servicio funerario o un aniversario luctuoso, así se trate de alguien muy querido o incluso de un familiar, porque es tan jodido ver la miseria de los que afirman que se quería mucho a quien se ha ido, así sea que en vida se le sacó muchas veces la vuelta o se renegaba de tenerle que ver. No, tampoco en esto hay nada nuevo, así fue toda la vida; y así será siempre –dicen no pocos.

Como también detesto el tener que acudir a una fiesta o convivencia, nomás porque así lo dicta la ocasión o las convenciones sociales aprendidas. Porque de muy poco sirve decir que se celebra la alegría de vivir y/o el compartir, si el resto del tiempo se tolera entre todos un persistente padecer de las más diversas intensidades. ¿Quién carajos tiene en realidad algo que festejar, si en lo diario hacemos de la vida común una monserga de estupideces? Y no, no tengo la más mínima esperanza de que vaya ser distinto alguna vez, porque ese y no otro es el nivel de aprendizaje colectivo que toda la vida nos hemos permitido, el de destruirnos los unos a los otros, diría que como animales, pero ni estos actúan así.

En cambio los seres humanos cultivamos una muy variada colección de manipulaciones entre chismes, intrigas, chantajes, mentiras mal disimuladas y tantas otras, todas producto de carencias de cuyos efectos rara vez nos hacemos responsables. No, no hay justicia, moral o bien común por el que luchar, no cuando no se ha resuelto siquiera lo propio, mucho menos cuando se utiliza la necesidad de propios y extraños como moneda de cambio para beneficio de una minoría que no suelta nunca el poder porque sabe que este es el país de sálvese quien pueda. Pero qué se le va hacer, así fuimos instruidos por el sistema político. Así nos educaron, para siempre padecer y vivir por debajo de nuestras posibilidades.

Calles mal pavimentadas que no tienen como transitarse, casas peor construidas, calles y o fraccionamientos enteros sin pavimentar, espacios públicos mal cuidados y peor tratados. Escuelas públicas y edificios de gobierno que se caen a pedazos, predios y/o terrenos cuyo uso de suelo se cambia a placer de quienes pueden pagar por sus caprichos para hacer fortunas inimaginables, iniciativas de ley y/o políticas públicas sin planeación ni la más mínima continuidad, que se hacen sólo para satisfacer el ego de los de turno, permisos concedidos a discrecionalidad o asignaciones de obra pública por asignación directa sin ninguna licitación para los cercanos al poder, obra pública deliberadamente mal hecha para no terminarla nunca o cobrar sobreprecios exorbitantes.

Es larga muy larga la lista de nuestras miserias; trámites burocráticos que nunca se cumplen, deudas públicas y privadas que jamás se pagan o se postergan indefinidamente para que los afectados desistan de cobrar, recursos públicos que terminan en manos de particulares sin ninguna consecuencia legal, delincuencia común a cualquier hora del día, violaciones, desapariciones, asaltos y asesinatos todos impunes; gobiernos en manos del narcotráfico, narcos convertidos en gobierno, sueldos, prestaciones, jubilaciones y pensiones de ensueño para los del poder en un país donde la mayoría no tenemos siquiera para vivir al día.

Temas públicos que se silencian o cuya discusión por la gravedad de sus consecuencias se posterga indefinidamente para beneplácito de quienes gracias a ellos viven a cuerpo de rey, sintiendo que el mundo les pertenece. Problemas todos que rara vez se hablan o se exige que se resuelvan, porque aunque se diga lo contrario, a nadie le importan, a no ser que de algún modo el día menos pensado se toque padecer directamente sus consecuencias, ya porque le mataron a uno de los suyos, ya porque se perdió lo que se tenía o porque se fue víctima de una injusticia aun teniendo todas las de ganar.

Pero así está todo bien, esa es la normalidad en la que siempre hemos vivido –y viviremos–, es además la normalidad que continuará siendo aunque la llamamos nueva normalidad, aunque no de nueva no tenga absolutamente nada. Ese ese el mundo que se nos enseñó a resistir, con la esperanza de que así como se lo padece, quien sabe y algún día con algo de suerte nos toque jugar –cual si de sacarse la lotería se tratara–, en el bando de los que todo lo pueden pasando por encima de todos, aún si no tienen el más mínimo mérito para ello, y que las mieles del privilegio nos colmen la vida de comodidad y gracias.

Relaciones públicas le llaman al arte de vivir cual si se lo mereciera, de las conexiones o de los contactos que se tiene. Compadrazgo, amiguismo, influyentísmo y familísmo amoral lo llama la Ciencia Política a esa mezcla de lealtades palaciegas al estilo de una mafia con la simulación y las apariencias como denominador común, con el que algunas sociedades llevan el ejercicio del poder político y su vida pública resultante con amplia discrecionalidad para beneficio de muy pocos y donde la legalidad queda siempre supeditada al capricho y el ánimo voluble e intermitente de los que controlan los circuitos de poder del Estado. Poco importa qué partido es el que está a cargo de la administración pública, nuestras miserias aprendidas y/o cultivadas son tan regulares que se han vuelto cultura.

Y comienza un nuevo año, pero mucho me temo que aunque el calendario indique cambio de año, buena parte de lo que aquí describo, por no decir que todo, habrá de permanecer tal y como hasta ahora; espero pues equivocarme. Pero me gusta iniciar siempre poniendo los pies sobre la tierra, porque si algo hay que hacemos con suma facilidad cuando de rememorar fechas y/o convenciones sociales se trata, es magnificar lo positivo, al tiempo que silenciamos selectivamente lo que no queremos recordar. Hagamos que este año sea distinto a otros, comenzando por reconocer lo que nos urge superar, para en efecto hacerlo; ¿mi más franco deseo? Que este año sea mucho más prometedor que el anterior.

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