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Ágora: El regreso del partido hegemónico (Parte I)


El regreso del partido hegemónico. –PARTE I– Por Emanuel del Toro. "No existe orden social que valga, ahí donde lo que prevalece es la regularidad de la miseria. Una miseria que no se ha de mitigar, así fuera que hubiera total disponibilidad de recursos; pero así es en realidad como está todo a pedir de boca: con un país ruinoso y con un poder político groseramente concentrado en un solo partido. Y lo está mejor de lo que se cree, porque el propósito del gobierno en turno es la construcción de una plataforma partidista corporativa a la usanza del viejo PRI, cuya existencia tomó más de un siglo echar abajo." Pero tampoco cabe llamarnos al engaño; la gran realidad es que la existencia del otrora partido hegemónico comenzó a ser motivo de disgusto, sólo hasta que su base nacionalista fue paulatinamente relegada de la primera línea del partido. Hasta entonces la idea de que siempre ganara un mismo partido, –idea que nunca importó en lo más mínimo–, comenzó a ser percibida, más como un problema, que como una condición de funcionamiento de nuestro propio sistema político. Después de todo, la idea de un partido hegemónico como antesala formal del poder; esto es, como mera oficina de gobierno, que en la práctica funcionaba como una agencia de colocación laboral para todos los integrantes de la “gran familia revolucionaria”, terminó siendo la coartada perfecta para dejar sin efecto cualquier atisbo de democracia desde los primeros años de la posrevolución, al tiempo que se garantizaba la continuidad de una élite política que se perpetuó décadas en el poder. Para el caso, el punto es que la formación del PRI tradujo nuestra larga tradición caudillista, en un sofisticado entramado institucional que bajo la apariencia de un partido político, encarnó la más brutal expresión del poder político: todo el poder en un solo hombre, y sin contrapeso alguno. Una dictadura –alguna vez calificada de cuasi perfecta–, coronada en su cúspide, por una todopoderosa presidencia imperial, sólo limitada por el tiempo: una auténtica monarquía sexenal, con todo y sus mecanismos informales de sucesión fuertemente afianzados y reconocidos. Un estilo personal de gobernar “a la mexicana”. Esa y no otra, fue la lógica que instituyó el sistema de partido hegemónico que el PRI replicó sexenio tras sexenio, sin ninguna contrariedad hasta inicio de los años 80’s. Pero la dictadura tenía además una condición implícita, había de ser necesariamente una dictadura de corte nacionalista. Y justo ahí es donde se hallan y se incuban las razones para entender su largo declive, pero también su posterior resurgimiento. Un declive que iniciado tras la bacanal petrolera del sexenio lopezportillista, no hizo sino acrecentarse al final de los años 80’s, con el viraje económico que el propio gobierno se vio obligado a hacer, para poder responder a las presiones por el pago de una deuda externa. Lenta pero progresivamente, una nueva élite tecnocrática, educada en su gran mayoría en prestigiosas universidades mundiales, fue sustituyendo a la vieja élite revolucionaria y nacionalista. Relegándola a papeles secundarios, cuando no, totalmente excluyéndola de siquiera intentar participar del juego político. En tales condiciones el resultado tangible de dicha tensión no se hizo esperar; el 5 de mayo de 1989, terminaría fundándose el llamado Partido de la Revolución Democrática o PRD, como una consecuencia de las luchas intestinas derivadas por las elecciones presidenciales de 1988, en las que una agria disputa por la candidatura del PRI, entre Cuauhtémoc Cárdenas y Carlos Salinas, –en la que este terminaría siendo el elegido–, hizo cada vez más severas las diferencias entre las viejas élites nacionalistas y las nuevas élites tecnocráticas que llevaban cerca de una década rivalizándole y sustituyéndoles. El PRD nacería como una escisión del PRI, en su mayoría hecha por el ala nacionalista del partido hegemónico, al que con posteridad se le irían sumando, algunos remanentes de las luchas de la izquierda de los años 70’s; formando una mezcla de intereses por demás divergentes, que dada su heterogeneidad, nunca terminó de asentarse; pero eso sí, dejando patente a un mismo tiempo, que la voz cantante del naciente partido, no era otro que el viejo nacionalismo desterrado de un PRI, que cada vez más alejado de la base popular que históricamente le caracterizó, terminaría abrazando un credo economicista, cuyos efectos repercutieron en la modernización política y económica que el país experimentó durante los 90’s. Para el caso, al formarse, el PRD no representaba otra cosa que el ala nacionalista de un régimen político agonizante, que para cuando se separó, llevaba poco más de una década viendo minada su influencia política. Todo ello, sumado al hecho mismo de que cada vez fueron más las presiones colectivas que por presión de distintos partidos y demás grupos de la sociedad civil, pesaron sobre el sistema hegemónico para democratizar como nunca antes se había visto la lucha por el poder, hizo de la década de los 90’s, el pináculo de la lucha por la democratización política. Una lucha que siendo simultáneamente librada en todo el país, y en los más diversos niveles de gobierno, vería cumplirse su conquista simbólica más significativa, con la llegada a la presidencia de un partido de oposición, cuando el 2 de julio del año 2000, el PAN de la mano de Vicente Fox, consiguió sacar al PRI de Los Pinos; una conquista que por importante que fuera, dio la falsa sensación, –¿acaso apresurada?–, de que ya estaba conseguido el logro de instaurar una nueva y genuina cultura democrática. Antes bien por el contrario, la irrupción en el orden federal de un nuevo partido político de oposición, no hizo sino revelar lo mucho que la totalidad del sistema político mexicano se parecía al propio PRI, así como lo lejos que el país estaba de poderse decir capaz de desarrollar una cultura democrática capaz de dotar a sus ciudadanos de nuevos y mejores referentes en la consecución de sus intereses. Cosa que no debería sorprender en lo más mínimo, teniendo en cuenta la duración exponencial que el propio régimen autoritario tuvo. Lo fácil en tales condiciones fue asumir que tras dos periodos consecutivos a cargo de la presidencia, al PAN le había quedado grande la encomienda de corregir todos los vicios del viejo régimen. Pero la irrupción de Morena en 2018, tras de una administración federal del propio PRI, replicando todos y cada uno de los vicios que históricamente caracterizaron al otrora partido hegemónico, han terminado por dejar en claro que nuestra cultura política está hecho en su totalidad a imagen y semejanza de las prácticas más detestadas de dicho partido. Lo único que sí que fue distinto cuando el PAN estuvo a cargo del gobierno federal, sería que ya fuera por falta de experiencia, lo mismo que por ausencia de pericia entre sus élites, estas nunca consiguieron cristalizar la encomienda de eternizarse en el poder. Algo que con Morena está lejos de toda duda que puede llegar a ocurrir, porque Morena no deja de ser, –le pese a quien le pese–, el viejo PRI nacionalista, antítesis de la tecnocracia que le desplazó en los 90’s.


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