Ágora: Educación, emociones y desarrollo social.
- Emanuel del Toro

- 10 abr 2023
- 5 Min. de lectura
Por Emanuel del Toro.

Educación, emociones y desarrollo social. Algunas reflexiones personales en torno a la educación a distancia en el contexto de la pandemia.
Por cuestión de mi formación académica simultáneamente como Politólogo y Psicólogo, en lo personal a mí me interesa la inteligencia emocional como un factor de mejora en el proceso de la intervención educativa y del desarrollo mismo de una sociedad. En ese sentido, estoy personalmente convencido de que mejorar el rendimiento académico de los estudiantes que conforman el sistema educativo nacional, depende en buena mediad de dotar a los estudiantes de las habilidades emocionales necesarias para lidiar con los retos diarios de su labor académica.
Para decirlo con toda claridad: soy de la idea de que no todo en el proceso educativo tiene necesariamente que ver con capacidades intelectuales, se puede tener condiciones razonablemente importantes de comprensión de la realidad, pero es un hecho que si no se canalizan las emociones adecuadamente, existen altas probabilidades de fracaso y/o deserción escolar. Pocas veces nos preguntamos sobre las consecuencias psicológicas que se presentan en cualquier experiencia de escasez. Nuestra estabilidad mental-emocional se ve altamente condicionada cuando pasamos privaciones. Cualquier entorno que mine la seguridad de la persona tendrá necesariamente efectos sobre el modo en el que percibimos el mundo y tomamos decisiones.
En ese sentido, es de conocimiento común que cuanto más presionados nos sentimos por razones de tiempo o escasez, peores decisiones tomamos. El punto es que pocas veces nos preguntamos por qué, qué hay detrás del incremento de riesgos en la toma de decisiones cuando se tiene poco tiempo y/o recursos. Pues bien, cuando hay escasez de tiempo y/o recursos, dos son los procesos psicológicos que se desencadenan; primero, el llamado “beneficio de la concentración”, o la optimización de nuestra atención sobre lo que hacemos, que no es otra cosa que exceso de concentración; y segundo, el proceso cognitivo de “entrar en el túnel”, esto es que cuando andamos cortos de tiempo y/o recursos, nos da por desatender –voluntaria o involuntariamente–, cualquier otro aspecto de la realidad que no se relacione con resolver el problema que captura nuestro pensamiento.
De ahí la obsesividad, pero también la negligencia con la que se resuelve la vida diaria entre quienes menos tienen. La pobreza material tiene enormes consecuencias sobre las perspectivas de desarrollo de una persona y/o sociedad, pero no se reduce a ello. Pretender que la pobreza es sólo un problema de rentabilidad o de tenencia de recursos materiales, es olvidar que la vida misma es un constructo en el que las emociones y los pensamientos juegan un papel preponderante. Ahí donde se vive en condiciones de persistente vulnerabilidad, exclusión o violencia, es difícil pensar que la toma de decisiones llegue a ser todo lo óptima que se espera que lo sea, incluso si de forma fortuita se llega a dar una mejoría o cambio que atenúe las inercias que prevalecen.
Mi presunción personal, es que un buen manejo de las emociones se relaciona positivamente con un mejor desempeño académico. El punto es que la degradación del ambiente social y familiar producto de la pandemia y las restricciones de movilidad que ello ha desencadenado, ha incidido de manera significativa en la capacidad de los estudiantes para concentrarse y motivarse a realizar sus tareas. Pese a la disponibilidad y el conocimiento que hay en el manejo de las nuevas tecnologías, –a saber internet, ordenadores personales y redes sociales–, los estudiantes han visto mermar su rendimiento durante el confinamiento, como resultado de que la casa misma y los conflictos familiares comunes se han vuelto los focos neurálgicos de su proceso educativo.
Comprender las implicaciones prácticas de nuestras emociones, y el modo como un manejo ineficiente de las mismas puede tener consecuencias significativas sobre las perspectivas de desarrollo personal y social, debe poder ser fuente potencial de cambios en los más diversos ámbitos de la vida. Luego entonces, haríamos bien en no tomarnos tan a la ligera nuestra responsabilidad sobre cuestiones tan cruciales como el sano funcionamiento de la mente y la estabilidad emocional, máxime si se trata de alentar un aprendizaje que realmente logre dotar a las nuevas generaciones de las habilidades y competencias necesarias para su desarrollo; no todo en la educación tiene que ver con aprender datos o información en bruto, una educación que subestima el componente psicológico o emocional de la misma, es una educación desconectada de su sustrato humano y por ende carente de respuestas útiles a las necesidades sociales de quienes la reciben, ese no puede ser en lo absoluto una educación por la que valga la pena ocuparnos.
Destaco al respecto, que la lógica subyacente en la importancia que las emociones juegan en el correcto desempeño académico, así como en las implicaciones psicológicas que la precariedad material tiene sobre las perspectivas de desarrollo de una sociedad, sigue un correlato idéntico al de la incidencia de la economía mundial sobre el desarrollo nacional, y de este a su vez sobre el desarrollo local; el punto es que el entorno y/o el clima del mismo, tienen efectos constantes sobre el devenir del desarrollo quienes integran una sociedad.
No reconocer con absoluta claridad que no todo en términos del desarrollo material de una sociedad se resuelve comprendiendo la lógica que sustenta la toma decisiones de sus habitantes en el terreno de lo inmediato, implica desconocer al menos dos cuestiones que resultan fundamentales; primero, no siempre se toman decisiones en función de lo más óptimo; segundo, el alto grado de interrelación que prevalece entre los agentes que componen una sociedad, exige necesariamente otorgarle al entorno –y al contenido de las relaciones que dentro de este se desarrollan–, su valor como causal explicativa de los problemas sociales que mayor reincidencia tienen en nuestro diario vivir, sólo en ese modo se saca el justo provecho al estudio de la realidad social.
Lo digo de este modo, porque no es de hecho la primera vez que lo digo; si verdaderamente aspiramos como sociedad a dar justa respuesta a nuestros problemas colectivos más apremiantes, es preciso ampliar los límites de la discusión sobre nuestro desarrollo material, para ser capaces de resolver la conexiones lógicas que existen entre problemáticas tales como educación, desarrollo social y las propias emociones. Temas que pese a su centralidad sobre nuestras vidas son con frecuencia interpretados de forma segmentada. Lo que más allá de las implicaciones del análisis, no nos hace ningún favor en términos prácticos.
Al final del día, si algo puso de relieve la pandemia para efectos del desarrollo social y de la continuidad misma del sistema educativo nacional, es que no todo en términos de educación a distancia pasa por razones instrumentales tecnológicas y/o de disponibilidad de conectividad vía internet. Es un hecho que detrás de los monitores de esos equipos con los que se pretendió simular la continuidad del sistema educativo, más atendiendo a criterios políticos administrativos, que de eficiencia en el aprendizaje, hubo una amplia comunidad de estudiantes y padres de familia, para quienes las circunstancias estuvieran de continuo, muy lejos de cumplir con lo mínimo indispensable necesario.
Y las consecuencias se siguen dejando sentir hoy en día a tres años de iniciado el estado de emergencia desatado por la pandemia de covid-19. Sin embargo, pese a la gravedad de tales consecuencias visibles en el rezago educativo de la mayoría de nuestros estudiantes, así como en la insuficiencia de respuestas institucionales para paliar ese rezago, seguimos sin ver que tomen las medidas consecuentes para atenderlo.
Cosa que no se ha conseguido como sería deseable, por la razón de que sigue apostando por una visión reduccionista de la educación, donde aunque no se lo diga abiertamente, y pese a la retórica oficialista de la cuestión, sigue importando más los números de calificación y las cifras estadísticas del cumplimiento formal, que la calidad humana de la propia educación. Con tales referentes difícilmente conseguiremos algo sustancialmente distinto a lo que hasta este punto se ha conseguido. Lo más grave y/o preocupante en ese sentido, es que los grandes tomadores de decisiones públicas que verdaderamente podrían hacer la diferencia en estos y otros problemas parecidos, se conforman la más de las veces con seguir aplaudiendo acríticamente a los gobiernos de turno.

















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