Ágora: Discriminación y clasismo en México
- Emanuel del Toro

- 21 mar 2022
- 5 Min. de lectura
Por Emanuel del Toro.

Discriminación y clasismo en México.
Es muy fácil o cómodo hablar de lastres como discriminación y/o clasismo cuando se lo hace desde la narrativa socialmente aceptada de la cuestión; deje que lo ponga de este modo para que se entienda claramente de qué hablo: es fácil decirse en contra de la violencia de género cuando esta la ejercen los hombres, –porque claro, “todos son iguales”, se escucha que dicen–, ni que decir de la violencia de género cuando la padecen las propias mujeres, incluso a veces se llega al exceso de hablar de micro machismos; es muy cómodo denunciar y/o discutir el racismo, cuando la violencia simbólica que conlleva, sigue los causes de lo políticamente correcto, o de lo aceptado por la mayoría, esto es, que quienes más clara tienen la piel, se les trata mejor, aun si con más frecuencia de lo que se cree, existe mayor presión social o desprecio sobre quienes no representan los estereotipos de lo “mexicano”.
Cuesta menos trabajo ver aquello para lo que se nos alecciona, que atrevernos a reconocer que cuando de razones de exclusión y/o agresión se trata, existen muchos más mitos y/o estereotipos que derribar, que los comúnmente aceptados. Y ojo, no se trata –como algunos creen cuando hablo de estos y otros temas parecidos–, de desconocer que producto del colonialismo europeo, arrastramos una terrible herencia de exclusión y desigualdad, que ha terminado cristalizando en una cultura donde, “como te ven, te tratan”, pero pocas veces he visto que en el tratamiento de estos temas se dé cabida o inclusión a realidades que escapan a la lógica predominante; y el hecho es que existe una amplia cantidad de expresiones de agresión, que no se registran como tal, porque no encajan en ninguno de los lugares tradicionalmente se reconocen cuando se habla de discriminación, violencia y clasismo.
Es muy fácil denunciar violencia de género cuando quien agrede es el hombre, ni se diga si la violencia va en contra de una mujer o cualquier otra persona en situación de vulnerabilidad, pero si por cualquier motivo la cuestión es diferente y el agredido es el hombre, se lo ignora o se lo ubica como falta de carácter; es muy fácil denunciar discriminación y/o racismo cuando las descalificaciones o injurias se dirigen a sectores históricamente vejados o maltratados, como es el caso de las personas pertenecientes a los pueblos originarios o a pandillas, pero no resulta tan fácil visualizarlo, si las agresiones van contra aquellos que se juzga pertenecientes a algún sector social con privilegios –reales o imaginarios–, lo mismo da si es por razones de raza, que por motivos de pertenencia cultural o herencia histórica.
Para ser sincero, llevo muchos años preguntándome si es posible hablar de este tema escapando de las fórmulas preconcebidas para ello, porque estoy sinceramente convencido de que mantener la narrativa comúnmente aceptada de la cuestión, trae más problemas que beneficios, si lo que verdaderamente se pretende es superar la violencia. Pero también es cierto que cuando he intentado ampliar los márgenes de la discusión, he sido objeto de la más velada hostilidad pública, incluso por aquellos colectivos y/o minorías que tradicionalmente se consideran discriminados, cual si decir que la violencia simbólica de la que públicamente hablan, es apenas una minúscula parte de la verdaderamente existente, fuese un crimen más atroz que la violencia y/o discriminación mismas.
Por eso y no otro motivo, es que veo con profunda desconfianza al ala más radical y/o beligerante de los movimientos que se dicen a favor de la defensa de los derechos bajo lógicas sectoriales; no porque desconozca la necesaria contribución que los movimientos libertarios y de defensa de los derechos, han hecho para ampliar el reconocimiento legal de realidades sociales que tradicionalmente fueron objeto de hostilidad –para ejemplo tenemos el feminismo, gracias al cual se han ido ampliando cada vez más, lo mismo en México que en el mundo, las posibilidades de desarrollo de las mujeres, lo que no implica desconocer que aún existe mucho por lo que seguir discutiendo y/o luchando.
Sin embargo, la severidad con la que temas como la exclusión y/o la discriminación y el clasismo, golpean en este país, –porque hay que decirlo claramente: en este país, por todo se discrimina–, hacen necesario ampliar nuestros referentes. Porque cuando digo que por todo se discrimina, todo, es absolutamente todo; raza, sexo, edad, religión, estatus social, preferencias sexuales, complexión física, ideales políticos –ni que decir, veces se discrimina hasta por las opiniones–, pertenencias sociales, herencias e identidades culturales, padecimientos y/o enfermedades. Aquí se barre parejo, y lo que peor, muchas de esas razones, están tan normalizadas, que ni siquiera se asumen como motivo de hostilidad.
Lo que es más, quienes se atreven a cuestionarlas, son tomados por reaccionarios, híper sensibles o sencillamente ridiculizados; la sola idea de sugerir que la discriminación realmente existente, supera con creces las categorías y/o narrativas o discursos que tradicionalmente se usan para reconocerla, irrita a propios y extraños, porque deja al descubierto que en muchos casos, no se busca superar la violencia, sino sencillamente conseguir que otro sea quien pague los platos rotos, cual si se tuviera que compensar a unos por otros.
Además habría que agregar, por polémico que sea decirlo públicamente, que es mentira que siempre la peor parte se la lleven quienes menos tienen, o quienes pertenecen a sectores históricamente discriminados o vulnerables; para decirlo claramente: en este país he visto incluso una hostilidad persistente en contra de quienes representan estereotipos asociados con las clases privilegiadas, aún si su realidad personal dista mucho de contar con tales posibilidades. De igual modo, he visto también mayor hostilidad entre las propias mujeres para con otras mujeres, que la que públicamente se denuncia de hombres contra mujeres, por mucho que no sea políticamente correcto decirlo.
Ni que decir que en no pocas ocasiones he visto a hombres, o como algunos círculos del feminismo más beligerante nos llaman, “onvres”, –quesque porque carecemos de honor, además de ser necios y violentos–, siendo objeto de injurias de lo más diverso, quesque porque somos depositarios de un orden patriarcal que promueve la desigualdad, aún si nos asumimos en contra del machismo; ni hablar cuando se tiene la osadía de objetar que una parte muy significativa de lo que se dice que el patriarcado es o representa en términos de violencia social, pesa con mayor o similar severidad sobre los propios hombres.
Se lo diga o no, somos una sociedad a la que le cuesta mucho trabajo aceptar que una parte sustancial de la discriminación a la que todos hemos sido expuestos alguna vez, descansa no sobre las diferenciaciones que rutinariamente hacemos y/o manejamos, sino sobre la falta de empatía, el humanismo y/o la ausencia de sensibilidad social para ampliar el reconocimiento, no de lo diferente, sino de lo común, de lo que nos toca a todos. Si realmente aspiramos a superar lo que la discriminación o la exclusión y el clasismo representan, es fundamental trascender los discursos y/o posiciones que por diferenciación polarizan nuestros referentes sociales y la discusión misma de nuestras diferencias, y en cambio situarnos en el terreno de lo común, atreviéndonos a cuestionar incluso lo políticamente correcto, porque como no lo hagamos, estaremos reproduciendo –aún sin darnos cuenta–, lo mismo que supuestamente buscamos superar.
Sirva decir para ejemplo de lo que aquí expongo, que el propio mundillo del activismo local y/o en el de la discusión pública está lleno de nichos donde se reproduce esta inercia de discriminación; no pocas veces se topa uno con la realidad de que se pone en tela de juicio la sinceridad del compromiso social si vienes tal o cual zona de la ciudad, o si estudiaste o no en determinada institución; vaya pues, si se trata de ser sincero, yo mismo me habré visto envuelto en situaciones por demás ridículas, en donde el cómo se habla, se escribe o se viste, es motivo de cuestionamientos y/o comentarios francamente ofensivos, cual si para denunciar miserias sociales que no debieran ocurrir, pero suceden más frecuentemente de lo que todos quisiéramos, se tuviera que cumplir determinados requisitos, sin los cuales se asume, que o se tiene la vida resuelta, o se es enviado de tal o cual partido político o personaje.

















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