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Ágora: ¡Ay amor, ya no me quieras tanto!

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • 19 jun 2022
  • 5 Min. de lectura

Por Emanuel del Toro.

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¡Ay amor, ya no me quieras tanto!


Algunos sentencian: ¡Qué difícil es amar! Cuando los escucho pienso: No hacemos lo que hacemos porque sea fácil, sino porque nos importa. Y si nos importa, difícilmente será sencillo. Mas que no sea sencillo, no significa que sea necesariamente imposible. En todo caso se mantendrá como un reto por medio del cual se pondrá a prueba la autenticidad de nuestro ímpetu y el compromiso con el que atendemos aquello que más nos significa. Lo que importa no es difícil, es más bien cosa de compromiso. Y si es de compromiso, lo que exige es madurez.

Amar será difícil, siempre que se busque hacerlo sin congruencia propia, o apostando a unirse con personas que no son capaces de comprometerse ni con ellas mismas. Amar a quien no te da tu lugar o se esfuerza por lo que tienen, o lo hace de forma intermitente, un día sí y otro no; incluso insistir en permanecer a su lado, –porque luego hay quien ya no ama pero piensa necesario quedarse, lo mismo por capricho, que por la esperanza de un cambio–, implica terminar encariñados con depender emocionalmente de alguien que no quiere o puede cumplir ni consigo mismo. Y si no cumple consigo mismo, por qué pensar que lo hará con cualquier otra cosa. Que si, que se puede poner ultimátums y hacer el amago de irnos; de acuerdo, se vale: La vida entre adultos se hace de acuerdos, pero ojo, los acuerdos entre adultos se cumplen, no se sustituyen permanentemente por nuevos acuerdos sin cumplir los previos. Ahora bien, seamos brutalmente honestos: Quién quiere o merece estar con alguien que sólo se mueve ante la amenaza de perdernos.

El amor difícilmente da resultado, ahí donde no existe el compromiso mutuo de superarse y/o respetarse. Si hay o no personas para las cuales establecer relaciones afectivas satisfactorias y duraderas resulta prácticamente imposible, debe serlo porque con más frecuencia de la que creemos, prevalece la indisposición a quererse uno mismo tanto como lo merece; a veces por la historia de vida y los aprendizajes heredados, lo mismo que por la incapacidad para establecer referentes sólidos y/o auténticos de lo que se espera que la vida misma sea.

Sólo así se entiende que seamos virtualmente capaces de conformarnos con casi cualquier cosa que se parezca a un cariño correspondido, aun si para ello nos vemos pasando por encima de nuestra propia dignidad personal; pero que cosas tales como el maltrato emocional, el apego afectivo, o la degradación de la dignidad personal puedan llegar bajo determinadas circunstancias a parecerse mucho a lo que amar significa, no implica que verdaderamente se trate de cariños sinceros y/o modos válidos de amar y ser amados.

Si duele no es amor, y si no es amor pero prevalece, no se trata de un gran cariño o de un respeto a prueba de todo, sino de un apego; y ojo, porque en el amor como en la vida, lo que se estanca termina pudriéndose. No hay porque quedarse ahí donde en vez de apoyarnos se nos detiene como si de un lastre o grillete se tratara; el amor no pesa, al contrario: da alas. Existe una diferencia abismal entre dar la lucha en contra de nuestros propios demonios y/o conflictos, a querer dar la lucha por los conflictos de alguien más, que por principio de cuentas ha decidido o no creer en sí mismo, o incluso rendirse antes de siquiera dar batalla.

Querer permanecer al lado de una persona con la que no somos compatibles, ni en valores ni en visión de vida; sólo porque nos atrae, o porque pensamos que con algo más de amor propio podría convertirse en una excelente compañera de vida, implica terminar desenfocándonos de nosotros mismos. Y si se trata de ser sinceros, lo mejor que hacemos en la vida, lo conseguimos siempre en la medida que más íntimamente conectamos con nosotros mismos. Nada bueno resultará de dejar de mirarnos nosotros mismos como prioridad.

Que por qué lo digo; el mayor compromiso personal posible, resulta cuando existe concordancia entre lo que esperamos y lo que hacemos, entre lo que valoramos y lo que ofrecemos, el punto es respetarnos a tal punto, que nada por necesario que lo creamos, termine por comprometer nuestras capacidades. Piensa sí, en lo que quieres que sea, pero mantente también en lo que haces; ni en lo previo conseguido, ni en lo que te gustaría que fuera, la cosa es aquí y ahora. No existe un nosotros posible, sin sólidos referentes de quiénes somos o de lo que valoramos.

El punto es que hay límites en las relaciones de pareja que no son negociables; límites de valores de vida, amorosos y/o sociales, de referentes culturales y/o de idiosincrasia, de sentido de importancia y pertenencia; límites que cuando se transgreden o se pasan por alto, convierten nuestras vidas en un infierno; uno de esos límites fundamentales, es lo que cada cual piensa de las relaciones de pareja. Hay muchos más desde luego, como la religión, el proyecto de vida, los valores familiares y un largo etcétera, pero ninguno es negociable, porque cada uno de esos valores son los que nos dan sentido personal de existencia. Lo que significa que cuando nos demos cuenta de esos límites, si no existe modo flexible de resolverlos, mejor es ser honestos y decir hasta aquí llegamos.

Porque será eso o permanecer toda la vida defendiendo nuestro derecho a ser nosotros mismos. Y no existe nada más desgastante y/o emocionalmente absorbente que vivir todos los días, cual si de un auténtico campo de batalla se tratara. Autolimitándose frente a la pareja por evitar que las cosas que mayor importancia tienen para uno mismo, terminen convertidas en la ocasión de desencadenar los conflictos personales irresueltos de aquella persona con la que estamos. No, ese no es buen modo de vivir; nada bueno ha de resultar de volvernos la copia más exacta y/o fiel de quien otra persona quisiera que fuéramos.

Y tampoco es preciso someter el tema a un examen de años para probar si podemos o no estar con quien creemos que queremos estar. La verdad es que hay circunstancias cuya claridad demostrativa es tal, que no precisan de confirmación; vamos, son tan evidentes que están a la vista de todos Con frecuencia escucho a personas en relaciones afectivas insatisfactorias, que me dicen que les gustaría que les hablaran con la verdad para saber a qué atenerse; y aunque la idea de que las personas en efecto definan claramente sus posiciones sería lo más sano, tampoco se puede dar por descontado que cualquier otra persona tenga necesariamente porque ser tan franco para decir de viva voz que se toma o no en serio lo que uno imagina que tienen.

¿Qué hacer entonces? Lo que siempre he dicho, y me repito, incluso a riesgo de sonar trillado: si duele no es amor, y si no es amor pero permaneces, no es amor del bueno, sino apego; en tales circunstancias no queda sino irse. Es cambiar un dolor inútil y continuo, por uno útil pero pasajero. Es irse no porque se haya dejado de querer o sentirse atraído por la persona, es irse porque nuestra integridad no es negociable, que nada será tan fundamental como nuestra propia estabilidad personal, e irnos sin esperar confirmaciones o explicaciones de por medio, porque eso de quedarse para ver si la otra persona cambia, o para ver que la otra persona nos ame o nos corresponda como pensamos que merecemos, es terriblemente injusto y no debiera ser algo que se tuviera porque soportar.

Algunos me dicen: ¡Qué hueva que no me hablen con la verdad!; o, ¿por qué será que no me habla claro? Y pienso: ¡Qué triste que necesites palabras y/o confirmaciones ahí donde los actos de quien has decidido amar, te lo están diciendo todo! Pero si amar nos va doler tanto, como dijera una canción del tiempo de mis abuelos: ¡Ay amor, ya no me quieras tanto!... Si nomás puedo causarte llanto, ¡ay amor, olvídate de mí!

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