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Vislumbres: Preludios de la Conquista Capítulo 38

Por: Abelardo Ahumada

PRELUDIOS DE LA CONQUISTA

Capítulo 38



LA MÁS GRANDE HUMILLACIÓN. –


En cuanto Axayácatl escuchó que los caballeros tigre y los caballeros águila le dijeron que los mexicas jamás habían temido el combate por más gente y mejor armada que se les echara encima, tomó conciencia de que aun cuando el ejército de los michoaques sobrepasara al suyo con dieciséis mil guerreros, ya no podría retroceder, y aceptó la idea que ya sólo les quedaba vencer o morir.


Pero para ese momento, Harame (o Zuangua, como también se le llamaba al rey tarasco) ya estaba perfectamente informado de que con sus 40 mil guerreros, la superioridad de su ejército era evidente. Pero en relación con eso cabe destacar que los matlazincas no se mantuvieron neutros, puesto que el cronista afirma que fueron unos “espías matlazincas” quienes, habiendo descubierto la posición del ejército tarasco en un parejo y junto a un cerro boscoso, se presentaron ante Axayácatl para informarle de todo lo que habían visto.


Pero como algunos matlazincas habían dado ciertas muestras de rebeldía por haber sido sometidos tres años atrás, unos guerreros experimentados le advirtieron al joven monarca la posibilidad de una traición y éste envió a otros espías mexicas para que ratificaran o negaran los informes recibidos. Regresando con la noticia de que todo era cierto.


Así, pues, ya con los datos firmes, la tienda de Axayácatl se llenó con sus oficiales de mayor rango, para acordar el orden en que deberían atacar en cuanto despuntaran las primeras luces del amanecer inmediato. Quedando muy claro que, siendo él quien provocó tamaña movilización, los que deberían encabezar el ataque tendrían que ser sus guerreros: los tenochcas.


Nada dice, sin embargo, Durán (y nada he podido hallar en otras fuentes) sobre lo que esa misma tarde haya podido suceder en la tienda de Zuangua (o Harame) y sus correspondientes oficiales, pero por lo que aconteció después, resulta lógico creer que, habiendo estado su campamento ubicado en un llano situado junto la vertiente opuesta del cerro frente al que habían acampado los mexicas y sus acompañantes, los tarascos caminaron durante la noche, o madrugaron para tomaron sus posiciones en la ladera oriental de dicho cerro antes de que amaneciera, y permanecieron allí, ocultos por la oscuridad, en un nivel más alto que el que a su vez ocupaban los batallones mexicas y sus aliados.


Inferencia que no está sustentada en el aire, pues el cronista dice que habiendo Axayácatl dado la orden de marchar, los encargados de acomodar a la gente fueron unos guerreros a los que llamaban “Cuauhuéhuetl, que quiere decir, águilas viejas y experimentadas” (guerreros águila), y que en la delantera de “todos los soldados viejos y señores y capitanes”, iban otros a los que “llamaban Cuachic”, una especie de “orden de soldados” que se caracterizaba porque sus integrantes habían jurado “no volver (nunca) el pie atrás”.



Habiendo sido ellos los primeros en descubrir a “la gente tarasca muy en orden y lucida con todos los señores delante, tan llenos de oro y joyas y plumas, tan resplandecientes y relumbrantes con el oro de brazaletes y calcetas y orejeras y bezotes y apretadores en (sus) cabezas (…), que a la salida del sol, que fue la hora que los descubrieron”, el brillo que provocaban aquéllos adornos “quitaba la vista” (deslumbraba) a sus contrarios. Efecto que no se hubiera podido producir de manera tan notable si el ejército tarasco no hubiese estado en un nivel más alto que el otro.


Y el primer resultado de dicha estrategia fue que, estando tan extendida la línea resplandeciente, “el rey Axayácatl, mas arrepiso (arrepentido) que contento” de estar allí, se volvió hacia su gente para animarlos. Aunque, cuando estaba a punto de dar la señal de acometer, el cronista agrega que, “muy bien aderezados” para el combate, “algunos tarascos” dejaron sus filas y se aproximaron al rey mexica hasta donde éste pudiese escucharlos, y “le dixeron (en su idioma): gran señor: ¿quién te truxo (trajo) acá? ¿A qué fue tu venida? ¿Qué no estabas quieto en tu tierra? ¿Quién te fue á llamar y te truxo engañado? ¿Truxeronte (trajéronte) por ventura los matlalzincas que ha poco destruiste? Mira, señor, lo que haces, (creemos) que has sido mal aconsejado”.


El cronista agrega que, admirado al parecer por el valor que acababan de mostrar los oficiales enemigos, y para no desmerecer ante ellos, con gran aplomo “el rey les agradeció” sus consejos y les mandó decir al rey tarasco que él y su gente habían ido allí “a probarse con ellos” y que no tenía pensado dar marcha atrás. Así que en cuanto los mensajeros de Harame le expusieron su “respuesta, arremetió el exército tarasco con tanta furia, que en breve tiempo el exército mexicano empezó a desmayar y volver las espaldas”.


Axayácatl, sin embargo, estaba “a la mira” (observando todo), y como notase eso, “empezó a cebar” (apoyar o reforzar) a su “exército con gente que de todas las provincias tenía a punto, y cebado (apoyado) el exército desta manera les sustentó (duró) la guerra todo el día hasta puesto el sol, no sintiendo en los tarascos punta de flaqueza (debilidad) antes, (por el contrario) mucho valor y destreza”.


Al caer la noche, y ante la imposibilidad de saber quién era quién, el combate se suspendió y un rato después todos “los señores y caballeros” sobrevivientes se dieron cita en la gran tienda de Axayácatl, con sus “rostros y narices, boca y ojos” tan cubiertos, “con el sudor y polvo (y la sangre) que se les había pegado de pelear todo el día”, que les resultaba muy difícil reconocerse. Y agrega el cronista que quienes más notoriamente estaban así, eran los Cuachic que, como se dijo, tenían juramento de “no volver (nunca el) pie atrás”. Puesto que varios de ellos, iban “muy mal heridos, unos de flechas, otros de piedras, otros de golpes de espadas, (y) otros pasados con varas arrojadizas”. De tal modo que “el rey tuvo gran lástima y piedad dellos”, sin demeritar a la “gran multitud que de todas las naciones (quedaron) muertos en el campo”.



DERROTA TOTAL. –


Durán fue algo irónico cuando escribió que «aquella noche descansó lo que restaba el exército, ocupándose en rehacerse de armas y cosas para su defensa”.


Por otro lado, aunque no he podido encontrar ni un solo apunte que nos diga lo que haya podido ocurrir esa misma noche en el campamento michoaque, bien podemos suponer que, aun cuando no estuvieran celebrando nada, la mayor parte de ellos tenían ya cierta seguridad de que la victoria sería suya.


Complementariamente fray Diego aporta otra interesante noticia y revela algo que al parecer no había dicho nadie más:


“Venida la mañana el señor de Matlatzinco vino ante el rey, mostrando pesar por el mal suceso del día pasado, le hizo una plática consolatoria y al cabo (antes de retirarse) le ofreció mil cargas de flechas y de rodelas (escudos) y espadas y hondas y otros géneros de armas que ellos usaban, ofreciéndole (más) gente de guerra” en calidad de refuerzos.


Añade que el rey le agradeció “el socorro”, pero precisa que aun cuando el cacique matlazinca hizo transportar las mil cargas de armas que había ofrecido, y proporcionó “mucha gente muy bien armada y aderezada”, de poco o de nada sirvió todo eso porque cuando los mexicanos, los texcocanos, los tecpanecas y demás “acometieron a los tarascos”, fue tanta la fiereza y la destreza de éstos y sus aliados que provocaron una “mortandad” entre los guerreros mexicas y los suyos. De tal modo que al verse así disminuidos “tuvieron por bien retirar la gente que quedaba porque no fuese consumida y acabada”. Habiendo sido muy de lamentar la pérdida de “los llamados Cuachic” y la de varios “señores principales”; de un “pariente muy cercano del rey, y uno de los cuatro (miembros) del consejo real” que tenía la posibilidad de participar en la “elección de rey”. Poderoso individuo al que, habiéndolo reconocido los tarascos por sus divisas como de “sangre real”, lo llevaron a su campamento muerto, y con ello hacían “mucho escarnio y burla de los mexicanos”, a quienes no se dignaron perseguir para completar “la vitoria que el tiempo les concedía”.


En función de lo anterior, “Axayácatl mandó alzar” (levantar) sus tiendas y “casi como huyendo y medio afrentado, con la poca gente que le había quedado, todo desbaratado y con lo mas de la gente herida”, a la que “llevaban (incluso) a cuestas”, fuéronse a detener en Ecatepec, donde, habiendo mandado “llamar a todos los capitanes y señores de las provincias” que los acompañaron, los conminó a “llevar con prudencia la adversidad” que estaban sufriendo, pero en ese rato ya no pudo más, su voz se quebró y “empezó a llorar” y varios señores también con él, hasta que se desahogaron un poco y mandaron hacer un recuento de los sobrevivientes, encontrándose con la terrible noticia de que, de los 24 mil guerreros que participado en el combate, fueron capturados o muertos por los tarascos y sus amigos un poco más de 20 mil.


La noticia indudablemente los aterró, pero se aterraron más cuando, hecha la diferenciación de los casi cuatro mil restantes, los “contadores”, por decirles así, “hallaron que de los mexicanos habían escapado sólo ducientos (sic), y de los tezcucanos quatrocientos, y de los tepanecas otros quatrocientos (…) más o menos”, etc.



EL DECLIVE DE AXAYÁCATL Y EL ASCENSO DE ZUANGUA. –


Antes de concluir esta parte de su relación, el padre Durán añade: “Hecha la cuenta y visto el número de los que faltaban, enviaron luego sus mensajes á Tlacaélel para que supiese las tristes y desgraciadas nuevas y el mal suceso de la guerra”.


“(Luego) el rey despidió toda la gente de las provincias y los envió en paz a sus tierras, prometiéndoles” que en cuanto hubiese posibilidad los volvería a invitar a otra guerra para “darles ocasión de restaurar lo perdido”.


Pero el malévolo viejo (Tlacaélel) volvió a buscar el modo de acomodar las cosas a las creencias que había implantado y, como si la derrota fuera victoria, en cuanto Axayácatl llegó a “Chapultepec con sus ducientos hombres (…), le salieron á recebir todos los viejos y sacerdotes del templo, vestidos y aderezados de la mesma manera que quando venía con vitoria”. Y ya cuando estaban en el templo, y antes de dar inicio a la exequias de los fallecidos, Tlacaélel “consoló” a la gente diciéndole que todo estaba bien, y que lo único que había cambiado era que, Huitzilopochlti, en vez de comer la carne y beber la sangre de los tarascos había decidido alimentarse con los mexicanos y sus acompañantes. Diciendo, además, que todos los fallecidos, en virtud de que no murieron cuando “andaban arando ni cavando, ni por los caminos buscando su vida, sino (peleando) por la honra de la patria”, se habían convertido en guerreros del sol y estaban ya “gozando en sus resplandecientes aposentos”.


No me compete criticar esas creencias, pero según la crónica que cito, todas las mujeres “lloraban amargamente” por los decesos de sus padres, hijos o esposos. Lo que nos indica que tales prédicas no les sirvieron de gran consuelo.


Pero como quiera que fuese, y para no alargar más el asunto, ya sólo diré que, motivada por esa derrota, “la estrena de La Piedra del Sol” tuvo que posponerse un par de años, y que, en el ínterin, y todavía por órdenes de Tlacaélel, todos los muchachos de México-Tenochtitlan estuvieron practicando los “juegos de guerra”, entrenándose para cuando se volviera a ofrecer. Y que, ya en 1481, habiendo ya más mancebos capaces de ir a buscar más víctimas para obsequiar su sangre a Huitzilopochtli, el insaciable comedor de carne humana que según Durán era Tlacaélel, convenció de nuevo a su sobrino Axayácatl, para realizar otra partida de guerra. Sólo que en esta ocasión ya no se atrevieron ni a ir muy lejos, ni a enfrentarse con enemigos poderosos, sino como coloquialmente se dice, decidieron “agarrar pichón”, y se fueron en contra de un pueblo que no estaba muy conforme con tributar a la Triple Alianza, que se llamaba Tlilihuquitepec, al que el cronista ubicaba entre “los llanos de Otumba y Tepeculco”, al noreste de Teotithuacan. Pero con tan mala suerte también, que si bien lograron capturar 700 tlilihuquitepecos, sus enemigos se quedaron con 420 guerreros mexicanos, texcocanos o tecpanecas. Y la consolación que ofreció Tlacaélel fue que en esta otra vez “el Sol quiso comer de las dos partes”.


De conformidad con lo que las crónicas consultadas dicen o insinúan, La Piedra del Sol no fue diseñada para tenerla verticalmente en exhibición, sino para que sirviera como “mesa de los sacrificios”. Y para la fecha de su consagración, se volvió a invitar a todos los reyes y reyezuelos aliados o subordinados, en el entendido de que no sólo no podrían negarse a asistir, sino que deberían llevar hasta Tenochtitlan cuantos “obsequios” les fuera posible trasportar desde sus respectivas tierras. Y así, llegado el día, el cronista refiere que “se aderezó el rey, que fue el principal de este oficio”, y que lo mismo hizo “su coadjutor Tlacaélel”, quienes, ya para la ceremonia, “salieron con sus cuchillos de navajas (de obsidiana) y subidos en la piedra” empezaron por turno a sacrificar a las víctimas que les iban llevando, de tal modo que, “cuando se cansaba el uno, seguía el otro, hasta que se acabaron aquellos setecientos hombres”.


No diré más sobre lo que sucedió después, excepto que cuando concluyó la fiesta y los invitados volvieron a sus lugares, “el rey cayó malo de cansancio por aquel sacrificio”, y por haber estado percibiendo durante varias horas “el olor acedo de la sangre”. Muriendo a causa de todo esto unos pocos días después. Siendo ése el año de 1481.


Todo esto mientras que, reinando junto a las amenas riberas del hermoso lago de Pátzcuaro, Zuangua, guerrero también, iniciaba por su cuenta otras conquistas, con el ánimo de extender sus dominios por el sur hasta el mar, y por el occidente hacia Chapalac y hacia los Volcanes de Colima.


Continuará.


PIES DE FOTOS. –


1.- Batalla entre mexicas y tarascos y exequias de los muertos. Códice Durán.


2. Aquí vemos, de pie en el lado derecho, a Tlacaélel y a Axayácatl, disponiéndose a participar como sacrificadores. Códice Durán.


3.- El mismo códice nos muestra cómo los cráneos de las víctimas eran atravesados por las sienes y puestos como adorno en el “tzompantli”.


4.- Hallazgos recientes en las inmediaciones del llamado Templo Mayor, en la Ciudad de México, confirman esos antiguos reportes.

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