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Vislumbres: Preludios de la Conquista Capítulo 26

Por: Abelardo Ahumada


PRELUDIOS DE LA CONQUISTA

Capítulo 26


UNA INESPERADA REVELACIÓN. –


Al final del capítulo anterior les comenté que don Eduardo Ruiz, “culto abogado e historiador de ascendencia purépecha de finales del siglo XIX”, emitió duras críticas en contra de lo que algunos ancianos de Tzintzúntzan y Pátzcuaro le informaron a fray Jerónimo de Alcalá, diciendo que aquéllos debieron ser unos “viejos del todo iliteratos”; que el clérigo que los entrevistó era un individuo carente “de ilustración”, y que por lo mismo “La Relación de Michoacán” es un libro “desaliñado, oscuro, incoherente y en muchas ocasiones absurdo”; en el que, desde su perspectiva, el purépecha sufrió “un horrible estropeo”.


Pero, no conforme con lo que ya había expuesto, en otro párrafo durísimo anotó exactamente lo siguiente: “En las páginas de la Relación hay tantos anacronismos y falta de tal modo la cronología, que á veces el libro se cae de las manos, produciendo en el alma un cansancio insuperable, y la idea que tengo de esa crónica es (que se trata) simplemente (de) una urdimbre de tradiciones, no claramente definidas, (que) me hace ver en ella, no los anales de un pueblo, sino un relato legendario de tribus trashumantes. (Aparte de que) faltan también en la Relación las indicaciones precisas sobre una topografía de Michoacán”.


Su crítica me pareció severa, pero en vez de creerle a don Eduardo, me fui a buscar “La Relación” en el catálogo de la Biblioteca Central Profra. Rafaela Suárez, en donde hallé un ejemplar sin ilustraciones, coeditado en rústica por la SEP y el CONAFE, en 1980. Aunque en la Introducción hacía referencia a unas láminas a color que según eso acompañaban al documento original, resguardado en el archivo del Convento del Escorial, muy cerca de Madrid, en España. Láminas a las que posteriormente pude conocer, gracias a que un señor que en Colima era el gerente de Gas Menguc, cuyo nombre lamentablemente no registré, me mandó regalar la muy bella edición que de la misma obra hizo el gobierno del Estado de Michoacán en diciembre del año 2000.


El libro, en efecto, parece haber sido muy mal redactado, pero en su Prólogo, dirigido al Virrey Antonio de Mendoza, el fraile que lo tradujo del purépecha al castellano, advierte muy claramente que procuró no quitar ni añadir nada de lo que ellos decían, sino trasladar “sus sentencias” o expresiones según su “propio estilo de hablar”. Y sólo anotando una que otra “diminuta” aclaración para que “lo entiendan mejor los lectores”.



En ese sentido, pues, la honra del fraile no nada más se salva, sino que se enaltece, porque, a diferencia de otros, “no quiso mudar” (cambiar) la manera de expresarse que tenían sus informantes, ni “corromper” sus expresiones. Añadiendo el fraile, además, que él sólo estaba sirviendo de intérprete de esos señores, por lo que le decía al virrey: “haga de cuenta que ellos” son los que están “dando relación de su vida y ceremonias y gobernación y tierra”.


¿Pero qué fue, pues, lo que dichos viejos le comentaron al franciscano sobre el tema del cual nos hemos venido ocupando?


Unos cuantos renglones más abajo el mismo fraile responde a esta pregunta: “Saqué también (información) de dónde vinieron, (de) sus dioses principales, y las fiestas que les hacían. (Todo) lo cual lo puse en la primera parte. (Y) en la segunda puse cómo poblaron y conquistaron esta Provincia los antepasados del Cazonci”, etc.


Así que, las pistas ya estaban marcadas y sólo tendría que seguirlas. Pero en vez de ir inmediatamente a buscarlas, me fui saltando las páginas, viéndolas por encimita, para constatar qué tanto era cierto de lo que a favor o en contra decían unos y otros historiadores, sólo para encontrarme con la sorpresa de que en uno de los capítulos finales, los informantes del fraile le estaban comentando que los guerreros michoaques habían apoyado a los conquistadores españoles ¡en la conquista de Colima!


“¡Éa – exclamé mentalmente- esto sí que no me lo esperaba!” Así que, picado entonces por la curiosidad, decidí armarme de paciencia, volví a la página inicial con el propósito de leer todos los capítulos para ver si encontraba algo más que me diera alguna luz sobre mi primer afán, antes de acometer con profundidad la lectura de esa otra inesperada noticia.


La Introducción al texto fue, por otra parte, más que iluminadora, pues me advirtió que, a diferencia de lo que Eduardo Ruiz creyó en 1891, los informantes de fray Jerónimo de Alcalá no habían sido ancianos anónimos e ignorantes, sino individuos bastante cercanos al Cazonci, enterados de numerosos asuntos. Datos que pude comprobar cuando, al estar leyendo los últimos capítulos de “La Relación”, encontré sus nombres y cargos, y advertí que los testimonios que estaban dando en ese momento ya nada tenían que ver con “su antigüedad, ritos y gobernación”, sino sobre acontecimientos evidentemente históricos, ocurridos en fechas ya muy cercanas a su propia época.


EL PETÁMUTI. –


Pero concentrándonos en el asunto que nos concierne, la primer gran novedad con que me topé en esas difíciles páginas, fue con la muy extraña, enigmática y poderosa figura de un alto dignatario del “reino” michoaque, al que se le designaba y conocía como el Petámuti. Y que vendría a ser, después del Cazonci (“rey”, o jefe máximo de los michoaques), la figura más prominente del gobierno purépecha.


Este poderoso dignatario tenía, al parecer, tres funciones muy específicas reunidas en su sola persona: por un lado era el sacerdote mayor; por otro, el hombre que se sabía de memoria toda la historia de sus ancestros y, por otro más, el encargado de hacer justicia en la capital del “reino”. Y si no recuerdo mal, el último de los petámutis se llamaba Nuritan.


En referencia a esto, La Relación menciona que “había una fiesta llamada Equata cónsquaro, que quiere decir de las flechas”. En la que durante varios días al año, se llevaban a cabo algunas interesantísimas ceremonias, al parecer ya tradicionales entre los michoaques.


Una de esas ceremonias consistía en que, un día después de la fiesta principal, el Petámuti, el “capitán general” y una especie de “carcelero mayor” (…) hacían justicia de los malhechores”, y en contra de quienes habían sido encontrado como “rebeldes y desobedientes” al Cazonci y sus mandatos. Así como a los forasteros que habían descubierto como “espías de guerra”; o a los paisanos que no habían querido ir a pelear; a los desertores; a los médicos negligentes que por su descuido habían provocado la muerte de alguien; a “las malas mujeres” (adúlteras y/o prostitutas); a “los hechiceros”; a los “que se iban de sus pueblos y andaban de vagamundos”; a los flojonazos que habían dejado perder sus siembras, o las del Cazonci; a los que “quebraban los magueyes”, y a quienes tenían “el vicio (del sexo) contra natura”.


No voy a describir aquí lo que entre estos tres grandes señores se decidía hacer con toda esa gama de malhechores, y sólo comentaré que duraban “20 días” realizando los juicios y los castigos, provocando la muerte de no pocos de los acusados.


Pero lo que sí quiero resaltar es que, el mero día de la fiesta, antes de poder cumplir con tan justa o injusta responsabilidad, estando “todos los caciques de la Provincia y todos (los) principales (o nobles) y un gran número de gentes” reunidos en un gigantesco patio que había junto al templo principal (o yácata), “se levantaba aquel Sacerdote Mayor y tomando (con una mano) su bordón o lanza (que le servía de apoyo y distintivo), CONTÁBALES ALLÍ TODA LA HISTORIA DE SUS ANTEPASADOS, (explicando) cómo vinieron a esta Provincia; las guerras que tuvieron y el servicio a sus dioses”. Durando esta narración desde la mañana “hasta la noche”, de tal modo que en el ínterin “ninguno de los que estaban en el patio comían ni bebían”.


Colateral y complementariamente el fraile anotó que toda esa “historia (que) sabía el Sacerdote mayor” se la transmitía en privado a un grupo selecto de aprendices, diríamos, a los que “La Relación” designa como “sacerdotes menores”, a quienes se les obligaba también a memorizarla, “para que la dijesen por los (demás) pueblos”.


Dato éste que, desde mi perspectiva, nos está indicando la grave responsabilidad que habían asumido los sacerdotes de Curícaueri (máxima deidad tarasca) en cuanto a la conservación y la difusión de lo que consideraban su historia, formando para este caso una especie de escuela en la que, según deduzco, sólo ingresaban ciertos jovencitos que hubieran demostrado una muy notable capacidad retentiva, que les posibilitara para aprender de memoria todos aquellos nombres y hechos sin cambiarlos.


LO QUE DECÍAN LOS ANTIGUOS DE MICHOACÁN. –


Invito, por otra parte a los lectores para que tomen nota de que, fue tanto lo que los informantes de Tzintzuntzan y Pátzcuaro le transmitieron a fray Jerónimo de Alcalá, que él hizo la siguiente advertencia: “(Yo, para) que no engendre hastío, la repartiré en sus capítulos”.


Y refiriéndonos ya en concreto al punto en que cada año el Petámuti les recitaba a “los principales” de Michoacán los datos sobre su origen, el religioso dijo: “Y lo que se colige desta historia es que los antecesores del Cazonci vinieron a la postre a conquistar esta tierra (…) que estaba primero poblada de gente mexicana, naguatlatos”. Siendo algo muy notorio el hecho de que en esos capítulos ya no se habla del pueblo tal cual, sino de algunos personajes in-di-vi-dua-li-za-dos como “el bisagüelo del Cazonci pasado (Zuangua) que fue (el primer) señor de Michuacan, como se dirá (más ampliamente) en otra parte”.


Como los lectores lo habrán notado, vuelve a aparecer el dato de que Michoacán estuvo también poblado por nahuas, y muy concretamente, por un grupo de mexicanos (o aztecas) que jamás tuvo oportunidad de llegar hasta la Meseta Central. Pero lo más relevante de todo este asunto, es que ésta fue la primera vez en que tal tradición le fue revelada, por decirlo así, de parte de unos indígenas, a un receptor español. Un receptor, por cierto, que no fue soldado sino religioso franciscano, como lo fueron también Sahagún y Tello en diferentes tiempos y lugares.


La tradición michoacana fue recogida, en efecto, entre 1539 y 1531; la de Tlatelolco entre 1547 y 1565 y la de la Provincia de Xalisco (o Nueva Galicia) entre 1639 y 1653. Y algo que resulta ser muy notorio al compararlas: es que ninguna de las tres se contraponen, sino que confirman o añaden datos y se complementan.


Por otra parte, antes de reseñar algunos de los muchos capítulos que contiene “La Relación”, quiero reconocer ante los lectores que don Eduardo Ruiz sí tuvo razón en algunas de las duras críticas que hizo en contra de la obra hace 130 años, porque “La Relación” es, es un libro deshilvanado, muy difícil de leer. Aunque, viéndolo bien, su valor consiste en que, como bien Ruiz lo advirtió, es “un relato legendario de tribus trashumantes” que se transmitió de voz en voz, sin que al parecer, a los sucesivos petámutis les importara que fuera coherente o no.


Comentario con el que quiero indicar que, más allá de que los datos que aporta sean vagos, confusos y sin cronología, debemos entender que se trata de los recuerdos que lograron conservar algunas tribus peregrinas, como la de los mexicas que, insisto, nunca llegaron hasta las orillas del lago de Texcoco. Como lo podrá corroborar cualquiera que tenga la suficiente paciencia para leer los capítulos de “La Relación” en que los informantes de Alcalá refieren lo que “recuerdan” sobre sus orígenes.


Informantes que consideraban que los mexicanos que originalmente habitaron el área de Zacapu estaban emparentados con los chichimecas. Y que, de conformidad con esa misma opinión, fueron dos de ellos (al parecer hermanos) quienes “pusieron barrio en Tarímichuríndiro”, cerca de Pátzcuaro, en donde el menor se casó “con una isleña de Xanitzio”. Y de cuya unión nació (aproximadamente en 1350) el personaje más relevante de toda esta historia: Tariácuri, fundador de la dinastía reinante, podríamos decir. Y que no era otro más que el bisabuelo del Cazonci Zuangua, que mencionamos algunos párrafos atrás.


A Tariácuri se le atribuye el gesto de haber podido unificar a los diferentes pueblos que por entonces había alrededor del lago, y que, cuando ya estaba viejo, y se acercaba la hora de su muerte, dividió los espacios conquistados entre un hijo suyo, y dos hijos de su hermano mayor, quienes posteriormente conquistarían “toda la provincia de los isleños y ALGUNOS PUEBLOS NAHUATLATOS”, entre los que estarían Uruapan, Quitupan y Zacapu.



Datos que, como dije arriba, me confirman que lo aseverado por los ancianos mexicas y tlatelolcas al padre Sahagún, y lo dicho por los ancianos de la Provincia de Xalisco al padre Tello, en el sentido de que algunos de los “michoacaque” (o michoacanos) eran nahuas también, fue cabalmente cierto, y que, por ende, aun cuando ese grupo de mexicanos, al mezclarse con los tarascos haya olvidado hasta su lengua, el también llamado “Reino de Michoacán” tuvo su origen en la mezcla de esos dos grupos humanos entre sí, y de ellos con los chichimecas y los isleños que ahí se mencionan.


Entiendo que a causa de todo esto surgirán otras interrogantes que comentaré después. Pero no quiero despedirme hoy sin desearles, a todos los amables y pacientes lectores, que a pesar del Covid y del obligado encierro, tengan (con sus familias nucleares) una muy Feliz Navidad, e inicien el 2021 “con el pie derecho”.

Continuará.


Pies de foto. –


1. “La Relación” dice que el Petámuti se reunía con todos los caciques y los nobles de Michoacán, en un gran patio, para referirles la historia de sus ancestros. Y es de creer que ese patio haya sido cualquiera de los espacios que aparecen en la foto.


2. Los dibujos con que el “carari” trató de ilustrar el contenido de los discursos de los informantes son indudablemente toscos, pero revelan lo suficiente para entender que se estaba hablando de las gentes que vivían en las orillas y las islas del lago de Pátzcuaro.


3. Esta es la “Lámina # 4”. Alude claramente al sitio que Tariácuri y sus aliados hicieron a la isla de Xarácuaro, para conquistarla.


4. Y de todas esas acciones surgió la civilización que se desarrolló en la zona lacustre de Michoacán.





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