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Sismos, pestes y vendavales en Colima y sus alrededores (Quinta Parte)

Por Abelardo Ahumada.

Sismos, pestes y vendavales en Colima y sus alrededores


Quinta parte


OTRA VEZ LA GUERRA. –


Dependiendo del lugar donde más se concentran, las guerras suelen ser más catastróficas y destructivas que los llamados “desastres naturales”, y en el caso de Colima y los alrededores de los Volcanes, catastrófica fue también la famosa Guerra de Tres Años, a la que con mayor frecuencia se denomina Guerra de Reforma.


Sobre las calamidades que este conflicto originado por diferencias de carácter político-ideológico en el 2016 publiqué una novela histórica ampliamente documentada que se titula “Camino de Miraflores”, y cinco años antes concluí un estudio, que no he publicado aún y que por el momento lleva el título de “El ciclo de las batallas inútiles”, que inicia con la Rebelión de Ayutla y concluye con el fusilamiento de Maximiliano, en el que se dan amplios detalles sobre los hechos más desastrosos acaecidos durante ese terrible momento en nuestra región, entre los que se citan y describen, por ejemplo, la sangrienta toma de Zapotlán el Grande, a finales de julio de 1855; el asesinato del primer gobernador de Colima (Gral. Manuel Álvarez, el 26 de agosto de 1857); la batalla de San Joaquín, Colima, acaecida el 26 de diciembre de 1858, en la que “el ejército constitucionalista se dio a la fuga”, luego de que el ejército encabezado por Miramón le tomara alrededor de “trescientos prisioneros [...] muchas armas y municiones”, y quedara el campo “cubierto de cadáveres y heridos”. Y las matazones que por un lado cometieron el guerrillero republicano Antonio Rojas, y el comandante francés Alfredo Berthelin, a cual más de sanguinarios, entre 1865 y 1868.


No quiero abrumar a los lectores de este trabajo con más datos al respecto, pero si quieren enterarse un poco más a fondo de lo que ocurrió durante ese periodo bélico en nuestra región, les sugiero leer la novela histórica que mencioné en el párrafo anterior.



FECHAS DEL AGUA BRAVA. –


Dentro de esa secuencia de hechos bélicos que acabo de comentar siguieron ocurriendo los ciclones anuales y los terremotos, pero de entre ellos quiero referir aquí los episodios vinculados a los días en que, según los abuelos de nuestros abuelos ocurrió lo que ellos acordaron en llamar “La lluvia grande de San Miguel”.


Con relación a esto, y basándose en la tradición oral y en los escritos redactados por su pariente don Jesús Mancilla y por el profesor Juan Oseguera Velázquez, el profesor Héctor Manuel Mancilla Figueroa, en su libro “Breve Historia de Minatitlán” (Colima 2020) anotó:


“Y se sabe también, hacia finales “de septiembre de 1864” (aunque otros dicen que fue en 1865), estuvo azotando en todo el estado, una lluvia fortísima acompañada de fuertes vientos, “particularmente el día 29”. Y que, en el territorio concreto de El Mamey, provocó que el río saliera de cauce, arrasando tierras muy fértiles, los cultivos que en ellas se habían logrado ese verano, así como una gran cantidad de ganado, causando “muchas pérdidas a los agricultores y ganaderos”. Y que, en el caso de la entonces todavía muy chica y poco poblada capital del estado, provocó, asimismo, que “el Río Colima y los arroyos Manrique y Chiquito (que hoy corre embovedado de norte a sur por el centro de la ciudad), se desbordaran también, y provocaran una gran destrucción de fincas, sembradíos, árboles y ganado. Destrucción de la que llegó una muy detallada noticia hasta la ciudad de México, en donde el supuesto “Emperador Maximiliano”, se conmovió y “envió un donativo de $2000 (dos mil pesos de oro) para los damnificados”.



Más tarde, exactamente un día como hoy, el 19 de octubre de 1889, unos poquititos días después de que “la palanca del progreso” (el ferrocarril) acababa de llegar por primera vez a Colima, un fuerte vendaval destruyó parte del puente junto a la estación y dejó totalmente inservibles los 14 puentecitos que para hacer cruzar la estrecha vía, los ingenieros contratados, ignorantes del comportamiento del río, habían construido equivocadamente sobre parte la parte inundable del lecho del Armería.


Y ya iniciado el siglo XX, volvió a pegar el comúnmente denominado “Cordonazo de San Francisco”, puesto que justo el 4 de octubre de 1906, el día en que los villalvarenses conmemoraban la fiesta de su santo patrón, comenzó a llover tan abundantemente que, tras crecer el Río Grande en forma desmesurada, todos los pueblos, ranchos y haciendas situados al poniente del mismo, como Juluapan, Zacualpan, El Mixcoate, La Esperanza y La Magdalena (hoy Pueblo Juárez), La Sidra y El Algodonal quedaron por días completamente incomunicados respecto a la capital del estado y a las cabeceras municipales de Comala, Coquimatlán y Villa de Álvarez.



En esa ocasión, mi abuelo materno andaba “rancheando” por aquellos rumbos, tratando de vender los dulces que fabricaba en su casa de Comala.


Cuando se encaminó con su carga hacia allá, el cielo era claro y no había señales de lluvia, pero cuando estaba en El Agua Zarca “comenzó a diluviar”, y llovió tanto que nadie podía cruzar el río, ni usando las pangas que por ese tiempo existían, una muy cerca de la hacienda de El Pedregal, para cruzar hacia Juluapan y el Cerro Grande, y otra junto al Cerro El Cerano, muy cerca de donde ahora está el gran puente de la carretera Coquimatlán-Pueblo Juárez.


“Varios días nos quedamos allá, por la llovedera, y cuando finalmente la lluvia amainó, y pudimos acercarnos hasta el rancho de El Cerano, vimos que el río seguía bajando con una creciente tan grande como yo al menos no la había visto nunca”.



“Supongo que su caudal se había incrementado con el agua de los arroyos que bajan desde El Volcán, del Río Colima, del arroyo de San Palmar y del Arroyo Seco entre otros, pero el caso era que, desde aquella orilla del río, e inundando casi todo lo que fue después el rancho de Jayamita, y hasta la altura de Los Amiales, la creciente abarcaba de cerro a cerro”.


Continuará.


Pies de foto. –


1.- A ningún costeño le resulta extraño que en cuanto promedia mayo, la mayoría de los habitantes de las playas, o quienes brindan sus servicios allí, quedan expuestos a los ciclones y a las marejadas.


2.- “El negocio es noble”. Y por eso se quedan los ramaderos y los restauranteros allí. A sabiendas de que cada año cabe la posibilidad de que un ciclón acabe con sus changarros.


3.- Una de las manifestaciones más impactantes de los lloverales son las creciente que bajan por los cauces de ríos y arroyos arrasando con todo lo que hallan a su paso.


4.- Y, por supuesto, aparte de los posibles daños a las viviendas y a los pueblos ribereños, algunos de los más notables y frecuentes suceden en los espacios cultivados.

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