top of page

Extraños encuentros con un poeta muerto (Segunda Parte)

Por Abelardo Ahumada.

Extraños encuentros con un poeta muerto

-Segunda Parte-



LAS CALZADAS DE LOS MIRTOS. –


Con el libro todavía abierto en la mano izquierda, volví a colocar la aguja del tocadiscos con la derecha y escuché, ya concentrado, la versión completa de “La Barca de Oro”, interpretada por el grupo Mocedades.


Había algunos ligeros cambios respecto a la letra atribuida a José Arcadio Zúñiga, pero en lo general era la misma. De modo que, muy al margen de que en el disco español debajo del título dijera “anónimo”, me quedé pensando si todo lo que ocurrió unos momentos antes habría sido una pura y simple coincidencia. Pero el asunto no quedó allí…


Al iniciar enero de 1991, estando sumido México en la vorágine macroeconómica en la que los desatinos del presidente Miguel de la Madrid lo habían metido, todos los profesores de primaria que teníamos una sola plaza veíamos que, gracias a las constantes devaluaciones del peso y a la “espiral inflacionaria”, nuestros exiguos ingresos no duraban ni los primeros cinco días de las quincenas y, para acabarla de amolar, en nuestro caso, la SEP y el SNTE nos tenían a Olga y a mí en la lista negra y no nos daban opción para obtener una segunda plaza o algunas horas en secundaria; mientras que los gobiernos priistas y la universidad nos consideraban entre los “enemigos del régimen”, nos tenían vetados y, por lo mismo estábamos enfrentando una situación económica bastante difícil, porque siendo ambos los hijos mayores de las respectivas familias, teníamos que seguir apoyando a nuestros ancianos padres.


En esas circunstancias fui con Héctor Sánchez de la Madrid a solicitar que me diera un aumento en el pago por mis colaboraciones en el Diario de Colima, y me permitiera entregar un mayor número de ellas.


Afortunadamente se portó bien esa vez conmigo y me forcé a publicar tres artículos y tres reportajes por semana, no hallando, a veces, qué temas desarrollar, y viviendo, por lo mismo, una constante situación de estrés porque a como diera lugar tenía que cumplir mis compromisos.


Así llegó la mañana del último sábado de finales de septiembre de ese mismo año… Amanecí preocupado y con mi cabeza en blanco, sabiendo que estaba obligado a entregar esa tarde mi reportaje dominical. De cualquier modo desayuné, y cuando estaba tomando mi café se me ocurrió abordar un camión urbano e ir al Cementerio Municipal de Colima para ver si entre las tumbas encontraba algo interesante sobre lo que pudiera escribir.


Una vez, cuando tenía 23 años y vine a Colima desde Ciudad Juárez, ingresé con asombro a esa necrópolis, admirado por el muy notable contraste de verdor vs. resequedad que hay entre nuestro cementerio y los que me había tocado ver en aquella ciudad situada en la orilla del semidesierto. De ahí que cuando a mis 28 volví a vivir en Colima, me gustaba pasear de tanto en tanto por el cementerio, encontrarme con sus callejuelas interiores engalanadas con racimos de mirto, y aspirar el agradabilísimo aroma que esas blancas y pequeñas flores despiden en ciertas épocas del año.


Eran tiempos personales de romanticismo, y la vista de aquellas callejuelas floridas me llevó a desear que, si circunstancialmente estuviese en Colima cuando llegara mi “fin final”, me gustaría ser sepultado allí. Llegando incluso a escribir un defectuoso poema en el que describía esas circunstancias y deseos.


Aquella mañana, sin embargo, no iba como aprendiz de poeta sino como reportero presionado por la necesidad de escribir algo, e ingresé por la bonita calle empedrada que discurre entre mirtos y palmeras, sin tener un objetivo fijo. Así que me fui a la parte en donde había visto algunas tumbas antiguas y comencé a caminar entre ellas.


No referiré todo lo que aconteció en esa ocasión, sino que encontré los túmulos bajo cuyas lápidas reposaban los restos de algunos personajes colimotes, que me ayudaron a resolver, en una primera instancia, el problema laboral que tenía, y que, me forzaron, por otra, a investigar un poco más para poder escribir acerca de cada uno de ellos.


No recuerdo en este momento con quiénes inicié la serie de reportajes que titulé “Tumbas históricas del Panteón Colima”. Pero estoy seguro de que entre las primeras que hallé estaban, por ejemplo, la de Filomeno Medina, un polifacético redactor y “todólogo” colimense que fue famoso en la segunda mitad del siglo XIX; la de Tomasito de la Mora, adolescente que fue martirizado en los inicios de la Rebelión Cristera, y la del muy famoso Ramón R. de la Vega, gobernador de Colima antes y después de la Intervención Francesa.


Aquella primera visita me hizo encontrar una especie de filón temático, por lo que volví varias veces al cementerio a continuar mi búsqueda.



EL SEGUNDO Y EL TERCER ENCUENTRO. –


En este momento debo hacer un paréntesis para decir que, cuando en 1986 y 1987 me tocó ser director de la Biblioteca Central, Profra. Rafaela Suárez, tuve la necesidad de ir algunas veces a las oficinas de las Servicios Coordinados de Educación Pública (actual edificio de Secretaría de Educación), y de entrar al menos un par de ocasiones al despacho de su titular, que en aquel entonces era el Profr. Ricardo Guzmán Nava. Un personaje cien por ciento priista con el que yo no me llevaba nada bien, debido a que él era uno de tantos que nos tenían bloqueados a mi esposa y a mí. Pero si menciono esto último es porque desde el amplio ventanal que había en su oficina, situada en el segundo piso de aquel edificio, se veía una lomita situada en la parte más antigua del cementerio. Y que era la misma en la que, otra tarde de octubre de 1991 iba subiendo yo.



Mientras caminaba por la lomita que por cierto contiene algunas de las tumbas más antiguas del panteón, sentí una paz muy honda y me senté sobre una lápida de borrado nombre a ver los maravillosos tonos que sobre el cerro de la Medialuna propiciaba la luz crepuscular.



Estando en tales contemplaciones, observé muy cerca de allí, como a seis o siete metros, un monumento funerario sin cruz, similar al pedestal de una columna cuadrangular, que tenía en su cara poniente una placa de mármol blanco ligeramente más ancha y larga que una hoja de papel de las que llamamos de tamaño oficio, embutida en un marco como de cemento. ¿Quién yacerá allí?, me pregunté, y fui de inmediato a tratar de identificar el nombre grabado en la placa de mármol. La luz inclinada que proyectaba el sol producía hilos de sombra en el interior de la muy gastada lápida, y eso me permitió enterarme de que se trataba del mismo, y ya entrañable poeta jalisciense, Arcadio Zúñiga y Tejeda, quien, al parecer, me estaba saliendo una vez más al encuentro. Así que, asombrado por esta nueva oportunidad de tenerlo muy cerca, me detuve como quien dice a saludarlo; tomé dos fotos de su túmulo y creo recordar que hasta recé una breve oración por él.



Ese mismo año, en noviembre, tomó protesta como gobernador del Estado de Colima, el licenciado Carlos de la Madrid Virgen, quien me dio la oportunidad de ingresar como colaborador del Canal 12, XHAMO, y la joven e inteligente Alejandra Balleza Casillas y este redactor empezamos a producir un programa que se llamaba “Hechos y Gente”.


En ese contexto, otra tarde de finales de octubre, pero de 1992 o 1993, decidí abordar el tema del cercano “Día de los Fieles Difuntos”, y para iniciar el abordaje escogí como escenario el espacio en donde precisamente se hallaba la tumba de Arcadio Zúñiga, en donde luego del saludo introductorio, leeríamos y comentaríamos un poema suyo y otros de Amado Nervo y de Enrique González Martínez.


La tarde acordada para realizar esa tarea, nos dirigimos Alejandra, un joven camarógrafo y yo hasta el cementerio municipal, donde ya había algunas personas limpiando y acicalando las tumbas de sus familiares.



Atravesamos algunas de las callejuelas engalanadas con los olorosos mirtos. Llegamos hasta la parte media del cementerio y vimos, entre el pajonal que mecía el viento, una estatua de Jesús, “El Nazareno” que, gracias al ondulante movimiento de las pajas espigadas, parecía estar caminando al pie de la pequeña loma que les comenté párrafos arriba, y le pedí al camarógrafo que me hiciera el favor de grabar aquel interesante “efecto”.


Luego trepamos hacia el lugar donde yo sabía perfectamente que estaba la mencionada tumba y, una vez allí, viendo cómo el Sol iba descendiendo hacia el perfil del Cerro de la Media Luna, puse mi mano derecha sobre el punto más alto del monumento funerario, leí para los televidentes el nombre y la fecha de nacimiento y fallecimiento del hombre cuyos restos reposaban desde hacía 101 o 102 años allí, y comencé después a contar lo poco que sabía de su corta y trágica historia, reclamando a nombre suyo y de esta tierra, la composición de las canciones Hay unos ojos y La Barca de Oro.


LA TUMBA VACÍA. –


En octubre de 1997, cuando ya presentía que mi ciclo en TV Colima estaba por terminar, quise hacer mi último programa dedicado al mismo tema de la muerte, pero recitando a otros poemas de León Felipe, Pablo Neruda y Gustavo Adolfo Bécquer, deseando saludar una vez más a mi amigo Arcadio.


Había llovido mucho ese año, la maleza estaba muy crecida y se nos dificultó subir hasta la loma, pero llegamos arriba sin hallarla.


Desconcertado me metí entonces entre el herbazal y caminé ladera abajo para buscarla, llevando a manera de guadaña el viejo y pesado trípode donde se ponía la cámara, indicando a mis compañeros que me siguieran.


Pero la vieja columna que marcaba el sitio de la tumba no se veía por ninguna parte, y comenzamos a suponer que tal vez se hubiera caído, o estábamos muy cerca pero no podíamos verla por la increíble altura del pajonal. En una de ésas, sin embargo, sentí que pisé en el aire y si no llegué a tocar el fondo de la fosa fue porque instintivamente reaccioné en el vuelo y atravesé el metálico aditamento sobre la parte angosta de la cavidad, comprendiendo al instante que ésa era la tumba que fue del poeta, ¡pero enteramente vacía! ¿Qué había pasado con él? Y me quedé con la duda.


LA DUDA QUE SE DISIPÓ. –


Una noche de finales de enero de 1999, siendo yo el recién desempacado director de Educación, Cultura y Deporte en el Ayuntamiento de Manzanillo, recibí la visita del profesor Ricardo Guzmán Nava y del ingeniero Rafael Tortajada, quienes se habían trasladado desde la capital del Estado hasta allá, para ofrecer una charla conmemorativo del 472 Aniversario de la Fundación de la Segunda Villa de Colima. Dos interesantes personas que, con el tiempo, y sin que ninguno nos hubiésemos podido imaginar nada, serían mis dos inmediatos antecesores como cronistas municipales de Colima.


Al terminar el evento, para corresponder cortésmente al hecho de que nos hubiesen ido a brindar la charla del evento, los invité a cenar en el restaurante del Hotel Colonial, y les pedí un aventón para irme con ellos hasta Colima.


En el trayecto me dijeron que unos conocidos suyos los habían invitado a ir el día 29 hasta Atoyac, Jalisco, donde le rendirían honores a los restos del poeta al que ya por entonces yo consideraba como mi gran amigo. Y me quedé frío, pensando:


“¿Me buscó, me habló de algún modo el difunto Arcadio para que yo localizara su tumba, publicara un reportaje periodístico y otro en la televisión y así se supiera dónde se hallaban sus restos y sus paisanos se los pudieran llevar a su pueblo natal?” ¿¡Cómo poder saberlo?!


Lo único que sí sé (y casi se los podría jurar si fuere necesario hacerlo), es que la secuencia de hechos que acabo de referir es cabalmente cierta. Todo ello sin dejar de comentar, aparte, que cuando el poeta atoyaquense compuso La Barca de Oro, ya presentía su final, como se ve claramente en los ocho versos:



“Yo ya me voy al puerto donde se halla

la barca de oro que debe conducirme.

Yo ya me voy, sólo vengo a despedirme,

Adiós, mujer, adiós para siempre adiós.


“No volverán tus ojos a mirarme,

ni tus oídos escucharán mi canto;

voy a aumentar esos mares con mi llanto,

adiós, mujer, adiós para siempre adiós”.


Pies de foto. –


1.- Aquella tarde de octubre de 1991 entré al Cementerio por la calzada de los mirtos.


2.- Una de las primeras tumbas históricas que hallé fue la del muy polifacético Filomeno Medina, personaje colimote de mediados del siglo XIX.


3.- Antes de subir a la loma que está en la parte posterior del cementerio vimos a un Nazareno que parecía estar caminando entre el pajonal.


4.- En la parte más alta de la lomita están algunas de las tumbas más antiguas del cementerio, que comenzó a operar en condiciones de epidemia en enero de 1884.


5.- Desde aquella posición vi a lo lejos (parte derecha de la foto) una columna con una placa de mármol blanco que despertó mi curiosidad.


6.- Al acercarme lo suficiente vi que se trataba de la tumba de José Arcadio Zúñiga y Tejeda. Y me quedé un rato junto a sus restos, recordando sus poemas y canciones.


7.- Alejandra Balleza me acompañó en aquella ocasión.


Villa de Álvarez, Col, a 23 de febrero de 2022.


Aviso Oportuno

1/13
diseño banner 1.1.jpg
organon_Mesa de trabajo 1.jpg
la lealtad (1).jpg
LA LEALTAD NOTICIAS 243 X 400 (4).jpg
bottom of page