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Extraños ‘encuentros’ con un poeta muerto

Por Abelardo Ahumada.

Extraños ‘encuentros’ con un poeta muerto

Abelardo Ahumada


¿Existe la posibilidad de que haya una especie de comunicación entre los muertos y los vivos?


Hay al respecto una muy extendida creencia de que dicha comunicación sí es factible, y aun cuando las opiniones que la apoyan no sean de carácter digamos científico, no pocas personas aseguran (o han asegurado a través de los tiempos) que incluso a ellos les ha tocado experimentar algunos eventos llamados “paranormales”, en los que, sin que se hable de ánimas que se aparecen o de terroríficos contactos con “el más allá”, hay sin embargo una especie de enlace entre alguien que ya murió, y otro alguien que aún sigue “en el plano terrenal”.


Yo no responderé a esa pregunta, pero en el caso que trataré de describir declaro que no estoy inventando nada y que me someteré al rigor cronológico de los acontecimientos:



PRIMER ‘ENCUENTRO’. –


Ya van varias ocasiones en las que he tratado de discernir cuándo comenzó esta historia y, pese a que he llegado suponer que todo empezó una lluviosa mañana de julio de 1990, también les podría decir que inició casi un siglo antes. Pero serán ustedes quienes tendrán la última palabra si se disponen por su parte a leerla…


El primer dato del que tengo muy clara conciencia se verificó en algún momento de 1983, cuando conocí a un exsacerdote católico que se llama Manuel González Mendoza, nacido en el rancho de El Limón, ubicado en una serranía que se ubica entre Tecalitlán y Jilotlán de los Dolores, Jalisco. Pueblo que para los efectos religiosos pertenece a la Diócesis de Colima.


No debo hinchar la plática con datos que no vienen (o no parecen venir) a cuenta, pero por lo que entendí después, y por lo que más tarde ustedes también verán, el hecho es que hay un vínculo entre mi buen amigo Manuel y el entonces joven investigador jalisciense que, sin conocerme, me presentó, puede decirse, al poeta muerto.


Por otro lado, en el caso concreto de Manuel, debo agregar que después de habernos convertido en grandes amigos, nos convertimos también en compadres, puesto que él y su esposa, Griselda Vizcaíno, nos llevaron a bautizar al más pequeño de los dos hijos que Dios nos concedió procrear a Olga y a mí.


Ya para terminar la mención del primer (e involuntario) personaje de esta entreverada historia, añadiré que Manuel y yo formamos parte de un combativo grupo de colimenses que durante la década de los 80as del siglo pasado participó en la actividad política local, y se llamaba Cultura y Democracia, A. C., y que en las elecciones presidenciales de 1988 formamos parte del Frente Democrático Nacional que promovió la candidatura del Ing. Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Grupo y hechos de los que mucho me gustaría poder escribir también, pero de los que, por el momento no añadiré ni una letra más.



El caso fue que seis años después de que conocí a mi compadre, un día de finales de 1989 lo visité en su casa, y como su sala estaba ocupada con otras visitas de mi comadre Griselda Vizcaíno, él me invitó a pasar a una especie de oficinita o despacho, en el que, junto con otros muebles, había un estante que contenía algunos libros que pareció haber usado en el Seminario, o durante su ejercicio sacerdotal.


Como buen anfitrión me invitó a beber un vaso de agua fresca y que, mientras se fue a la cocina o al comedor a traer una jarra, me puse a revisar los títulos impresos en los lomos de los libros. Él me halló en esa actividad y, sabiendo que la lectura es una de mis grandes pasiones, se acercó al librero, sacó un librito nuevo y me dijo algo así: “Mira, éste me lo acaba de regalar un exalumno (o un conocido) mío. Ya lo leí, pero llévatelo si lo quieres leer también”.


Tiempo atrás, en una ocasión en la que mi también compadre, Sergio Jiménez Bojado y yo andábamos perifoneando para un mitin por los rumbos de El Diezmo, nos detuvimos en la esquina de una callecita de una sola cuadra, cuya pequeñez me llamó la atención y por curiosidad vi que se llama Arcadio Zúñiga y Tejeda. Un individuo del que su servidor no tenía la más mínima noticia, pero el librito hablaba de él, mostraba una vieja foto suya y su título decía que había sido un poeta jalisciense, así que, intrigado por saber quién era aquel desconocido, acepté la propuesta de mi compadre y, sin haber tomado nota del nombre del autor, me lo llevé, lo puse en un espacio de mi propio librero y, francamente… me olvidé de él.


Hoy sé que el autor se llama Dante Medina, que es un famoso escritor tapatío del que hace no mucho había leído un par de novelas, pero hace apenas ocho días me enteré de que nació en el mismo año que yo, y que, “para colmo de males”, es también de Jilotlán, como mi compadre Manuel…


Pasaron siete u ocho meses en los que mis ocupaciones no me dejaron acordar de la existencia de aquel librito, cuando, en uno de los sábados de julio de 1990 (que amaneció nublado, gris, y en el que más tarde inició una lloviznilla que me obligó a permanecer en casa), lo encontré otra vez:


El hecho fue que esa mañana había estado desayunando y leyendo el Diario de Colima y, cuando terminé, no hallando más que hacer, me preparé una segunda taza de café y me dispuse a desempolvar mi bibliotequita.


En ese tiempo teníamos un viejo “estéreo” y unos cuantos discos de los de 33 revoluciones por minuto, en el que Olga había puesto uno de Mocedades.



El mueble sobre el que estaba el tocadiscos me quedaba como a dos metros, y Amaya Uranga (la hermosa gordita de la voz dominante del mencionado grupo español) acababa de interpretar “Dónde estás corazón”, que según yo es de Cuco Sánchez, cuando, de repente, por no sé qué extraña sincronía de los acontecimientos, mis ojos se posaron en el librito que les comenté, editado en 1989 por la Universidad de Guadalajara, y lo comencé a hojear. En eso la bella voz de Amaya empezó a modular una tonadita que yo me sabía desde niño: “Yo ya me voy al puerto donde se halla la barca de oro que debe conducirme”. Mientras que yo, no muy atento a la música, estaba empezando a leer la diminuta ficha biográfica que contiene el referido libro: “Arcadio Zúñiga y Tejeda nació en Atoyac, Jalisco, el 9 de enero de 1858 y murió en Colima, Colima, el 29 de enero de 1892… cantamos sus canciones sin saber que son de él”.


Tengo unos primos hermanos por el lado materno, cuyo papá es originario de Atoyac, por lo que más de cien veces había escuchado ese nombre. Así que mi curiosidad se incrementó y me pregunté: “Si el poeta nació también en Atoyac, murió en Colima y compuso canciones ¿Cuáles serán algunas de ellas?”. Todo esto mientras que Amaya iba llegando a la parte que dice: “voy a aumentar los mares con mi llanto. Adiós mujer, adiós para siempre, adiós”.


Luego, en el momento en que los instrumentos repitieron la melodía y Amaya entonaba el bis de la canción, yo ya tenía el índice frente a mis ojos: ‘Poemas Religiosos’ en la página 14; ‘Poemas Amorosos’ en la 23; ‘Poemas Satíricos’ en la 65 y ‘Canciones’ en la 91”. Rápido me fui a la 91. Las canciones eran tres. La primera no me dijo nada, o no creí haberla oído nunca. Se llama “Lejos de ti”. La segunda era “La barca de oro”. ¡La misma canción que Amaya estaba entonando! La misma que usted y yo cantamos en las veladas bohemias, la misma cuyo autor cumpliría 98 años de muerto el 29 de enero siguiente. La tercera canción (que había sido la segunda sorpresa) es “Hay unos ojos”, ésa que en uno de sus versos dice: “Y yo les digo que mienten, mienten, que hasta la vida daría por ti”.


“¡Olga, ven! Le grité a La Güeriche. “¡Mira lo que acabo de encontrar! La Barca de Oro la compuso un poeta de Jalisco que se enamoró, vivió y murió en Colima. “¡Vaya –se asombró – pues que gran coincidencia!”


A mí, debo decirles, se me enchinó la piel. Pues algunos eventos como ése, lo digo sin rubor, me aturden. Y se me hizo muy extraño haber estado escuchando en julio de 1990, en un lugar de Colima, una canción cantada por españoles al otro lado del mar, y leyendo al mismo tiempo la letra escrita por un mexicano que también vivió en Colima, pero que había fallecido casi cien años atrás.


Repuesto de la sorpresa, con la curiosidad incrementada por la inusitada sincronía de acontecimientos que acababa de experimentar, suspendí toda actividad relacionada con el acomodo de los libros y me dispuse a leer el que tenía en mis manos, descubriendo casi de inmediato que José Arcadio era su nombre “de pila”, como los personajes de los que García Márquez habla en sus “Cien Años de Soledad”. Y llegué a la consideración de que este otro José Arcadio llevaba también, por esos días, casi la misma cantidad de años en la soledad de la muerte.



Seguí leyendo los pocos datos que aportaba el librito, lamentándome al saber que al joven poeta falleció en Colima de “gastro-enteritis aguda” cuando apenas acababa de cumplir los 34 años.


Leí, pues, todos sus poemas, y lo encontré romántico y alegre en unos, sutil y descarnado en otros, embriagado y lúcido en la mayoría, festivo a veces y otras doblado por la melancolía.


En uno de sus “poemas de amor” se divierte dedicando un poema: “A una colimense”:


Tienes un tallecito tan divino,

Que yo, que no me fijo en pequeñeces,

Al verte he quedado muchas veces

Loco, embriagado, ¡sin probar el vino!


Tres estrofas adelante, el poeta habló de Colima y la muchacha:


Me gusta de tu tierra la armonía

Y que el humor en ella se me suba;

Pero diera los ponches y la tuba

Por beberme tu aliento, vida mía”.

Y en la siguiente:


“Me gustan los cafetos, las palmeras

Y los piñares de verdor eterno;

Más eso junto a ti, no vale un cuerno,

Y prefiero tus formas hechiceras.


A José Arcadio Zúñiga y Tejeda se deben, pues, aparte de sus obras de teatro y sus bellos poemas, la inspiración de dos de las más hermosas canciones mexicanas. Pero inquieto aún por el anonimato que señalaba el disco, busqué a propósito en un antiguo cancionero, y me encontré con la novedad de su “verdadero” autor se llamaría, según el recopilador del cancionero, un tal ‘Dominio Público’. ¿Sería acaso ‘Dominio Público’ un pseudónimo de Arcadio Zúñiga?


No creo equivocarme si afirmo que no; pero, en cualquier caso, bien vale echar un tuxquita en su honor. Uno nada más, no perezcamos de idéntica muerte a la suya.


Continuará.


PIES DE FOTOS. –

1.- Conocí a Manuel González Mendoza en 1983, y el hecho que narro inició cuando un día de 1989 lo visité en su casa.


2.- Manuel y su querida esposa, Griselda Vizcaíno, se convirtieron en nuestros compadres cuando en la primavera de 1991 nos llevaron a bautizar a Olag, el segundo de nuestros hijos.

3.- El libro del que les estoy hablando es éste.


4.- Hoy sé que su autor se llama Dante Medina y se convirtió en un famoso escritor jalisciense.


5.- Una hermana de mi mamá se casó con el señor Jesús Aguilar Téllez (en la foto a la derecha), originario también de Atoyac, Jalisco, y fue en su casa, con mis primos, donde oí decenas de veces hablar de ese pueblo.


6. – De conformidad con lo poco que sabemos del poeta atoyacense (o atoyaquense), Arcadio pasó los últimos meses viviendo en aquel Colima bucólico, lleno de huertas, de finales del siglo XIX.









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