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"El primer día"

Por Abelardo Ahumada

"El primer día"


Renuncié, pues, a mi empleo en la maquiladora para tratar de convertirme en profesor de secundaria. Mi licenciatura y sobre todo mi conformación como lector vicioso me daban cierta seguridad de que podría serlo. Pero me faltaba clarificar dos cosas: la primera sería ¿cómo podría convertirme en un verdadero profesor? Y la segunda, ¿cómo podría ganar como tal siquiera lo mismo que ya ganaba en la maquiladora, donde había subido de nivel y ganaba más que el salario mínimo?


Para resolver lo primero sabía que tendría que enfocarme en estudiar algunos libros de pedagogía, pero para resolver lo segundo tendría que conseguir más horas de trabajo, y como en el colegio donde me contrataron ya no había más, salí a buscar en otras partes.


Terminé consiguiendo otras siete horas en una escuela secundaria por cooperación a la que acudían estudiantes pobres, cuyos físicos y atuendos contrastaban con los de los estudiantes del colegio, hijos en su mayoría de ricos y de miembros de la clase media alta.


El colegio estaba en consecuencia ubicado donde tenía que estar, y la secundaria por cooperación en donde podía estar. Y era en el primer piso de un edificio cercano al mercado municipal de Ciudad Juárez, en el que había cuatro cuartos suficientemente grandes como para albergar tres reducidos grupos de estudiantes, y la dirección del improvisado plantel, sin patio de recreo pero con afortunadamente dos baños.


En el colegio, en cambio, y con eso les digo todo, había incluso un buen estacionamiento para tres autobuses escolares que, muy a la usanza de las escuelas de El Paso, Texas, tenía a su disposición.


La paga tenía la misma desproporción, pero siendo yo todavía un seminarista que no había roto con los ideales que se nos inculcaron no me iba a detener por eso y me dispuse a trabajar en ambas escuelas con el mismo entusiasmo. Aunque el problema era que los alumnos del colegio eran de primer grado y los de la escuela del mercado eran de segundo.

Llegó el 1 de septiembre y, junto con mi padre me dispuse a escuchar el sexto Informe de Gobierno de Luis Echeverría Álvarez, con sus más de tres horas de duración y al final fui testigo de una catástrofe: pues anunció que "debido a presiones externas el peso ya no podría sostener la paridad de $12:50 por dólar e iba a iniciar un periodo de flotación (sic) hasta lograr su estabilidad".


De momento mi papá y yo nos quedamos sin entender qué significaba ese anuncio. Pero el día 2 de septiembre de 1976, empezaría a darme cuenta de la trascendencia que tendría lo expuesto por el presidente.


Me levanté tempranito. Abordé los dos camiones necesarios para llegar al colegio, recibí mis dos listas y, aparentando tener más seguridad de la que tenía, finalmente me encontré con el que sería mi destino laboral: el mejor y más gratificante que hubiera podido elegir.


Milagrosamente, podría decir, salí bien librado de mis primeras cuatro horas de trabajo y abordé un tercer camión para ir a la escuela del centro.


Cuando el autobús urbano iba por la avenida 16 de Septiembre, la principal de la fronteriza ciudad, advertí que en un banco situado muy cerca del Consulado Norteamericano había una gran fila de gente formada sobre la banqueta y supuse que habrían ido a pagar sus visas o algo por el estilo, pero luego fue otro, y otro banco más con filas que incluso doblaban en las esquinas, pero no supe porqué.


Intrigado llegué hasta donde debía bajarme. Ingresé por uno de los pasillos del Mercado Municipal, me acodé sobre el mostrador de uno de puestos, pedí una torta y un licuado de fresas y, ya con el corazón contento me fui a mi última clase, en donde, para mi tristeza pude comprobar que mis hijos de esta otra escuela, aunque tenían un año o dos más de edad que los del colegio, sus tallas eran menores. Consecuencia obligada de una alimentación deficiente, que sin embargo no les impedía tener hambre de saber.


Mi mi total desconocimiento de lo que era "la dosificación de los contenidos", me llevó ese día a exponerles toda una "unidad de trabajo", que debía de ¡llevarse en un mes", pero tuve la impresión de que cuando menos "apantallé" a los chiquillos puesto que durante los 45 minutos que duró mi conferencia estuvieron muy atentos.


Ya después habría de aprender a dosificar. Pero de momento me interesaba saber qué era lo que motivó aquellas tremendas filas en los bancos. Y me fui hacia ellos: se trataba de que como consecuencia del anuncio que dio Luis Echeverría aquel terrible día 1 de septiembre, el peso se había devaluado y, en vez de $12:50, ahí en la frontera cada dólar valía, según el banco que lo vendiera, entre 36 y 39 pesos.


Entre los ahorradores fronterizos había la costumbre de tener cuentas en dólares. Y yo mismo tenía una con 1,500 dólares que había logrado ahorrar durante mis meses de obrero más o menos calificado, con los que, de conformidad con mi madre, íbamos a dar el enganche de una casa para no seguir rentando. Pero los bancos no estaban dispuestos a perder y, con la más total impunidad, en vez de pagarle a sus ahorradores en dólares esos 36, 37, 38 o 39 pesos por dólar sólo les estaba devolviendo 12:50, y a los que había brindado créditos con 12:50, se los "atrinchilaron" cobrándoles sus deudas en 36 o más. Y por eso muchos se suicidaron.


Al día siguiente yo mismo me formé en la larga fila de mi banco, y sólo sobra decir que nuestros sueños de tener una casa se esfumaron en un santiamén, gracias a aquel notable estadista, justo el día en que me estrené como aprendiz de profesor.

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