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Ágora: Pandemia y salud emocional

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • 2 ago 2020
  • 5 Min. de lectura

Pandemia y salud emocional.


Si todos fuésemos capaces de ver la devastación emocional generada por nuestros sesgos cognitivos, como el miedo, la tristeza o la ansiedad frente a la incertidumbre de no saber qué sigue mañana, del mismo modo que percibimos el deterioro de lo físico, así como sus consecuencias personales y colectivas, tomaríamos con mayor seriedad la centralidad de la salud psicoafectiva, trabajando de continuo para promover el desarrollo de nuestras capacidades emocionales, del mismo modo que hacemos con la salud física. No habría entonces motivo para dejar librados a su suerte a quienes en la sucesión de la vida pierden el sentido de su existencia. La salud emocional no sería vista como una opción o posibilidad, sería además considerada una necesidad inaplazable por la que es vital hacer todo lo legalmente necesario para consignarle de forma realmente efectiva, como derecho humano fundamental. Porque aunque se halla consagrado como principio normativo, no se le tiene garantizado dentro del canon general de la salubridad pública.


Hablo en esta ocasión de la salud mental-emocional, para aprovechar el presente espacio para reflexionar en torno a lo radical que nuestro modo de vivir se ha transformado este año y sus efectos sobre la tranquilidad emocional. Lo digo así, porque de todos los aspectos desatados por la pandemia de covid-19, entre estragos materiales –producto de una dilatada paralización de la economía mundial– y consecuencias de salubridad de las que se da vivida cuenta todos los días, la salud emocional de la sociedad es quizá el más inexplorado de los temas. Y resulta sin embargo, el aspecto que mayor incidencia habrá de tener sobre el común de la ciudadanía en todas latitudes.


Para decirlo claramente, no hay todavía estudios que reflejen la afectación en la salud mental de la población tras el confinamiento y luego del retorno a las calles en eso que propios y extraños llaman “la nueva normalidad”, para referir a la incorporación de todo un caudal de medidas regulares de prevención –entre cubrebocas, lavado de manos y/o desinfección de todo tipo de espacios públicos y privados–, para evitar al máximo cualquier posibilidad de contagio. La cosa es que por mucha tinta que ha corrido en cuestión de opiniones que rutinariamente se preguntan qué habrá de suceder lo mismo en términos económicos o de salubridad pública, que en cuestión de los efectos sociales con una pandemia tan amplia en tiempo y afectados como la actual.


Pocos son de hecho los que se han dado a la tarea de pensar lo propio en el terreno de la estabilidad emocional. Lo cual sorprende si se tiene en cuenta que este es quizás el tema que mayores estragos ha generado sobre todos. Por lo que a mi toca, no es la primera ocasión que abordo el tema, ya en los últimos meses he hablado de ello desde el espacio propio de mi ejercicio profesional como docente, para enunciar el amplio espectro de implicaciones tanto humanas como administrativas que percibo en el ejercicio de la labor educativa a distancia. Sin embargo, el tema del cómo nos sentimos en este escenario de la pandemia y la subsecuente “nueva normalidad” en medio de la cual nos hemos tenido que reincorporar a nuestras vidas, va por mucho, más allá de las implicaciones laborales y/o estudiantiles de docentes, alumnos o autoridades responsables.


El punto que me interesa destacar, es que por obvias razones de nuestra vocación social, no somos seres hechos para vivir aislados, mucho menos en confinamiento sin que la cuestión termine tarde que temprano por afectar nuestras capacidades personales y sociales por igual. El confinamiento voluntario en casa, pensado en un inicio como una medida de contingencia posible y necesaria para reducir la propagación de contagios por covid-19, ha estado siempre pensada privilegiando lo estrictamente fisiológico. Como si bastara con evitar la propagación de los contagios para salir bien librados de la propia pandemia.


Sin embargo, teniendo en cuenta que el confinamiento ha terminado pulverizando las capacidades productivas del país, poniendo en jaque la viabilidad económica de una amplia mayoría en el país, a un punto mucho más dramático de lo pensado en un inicio. Su efecto ha terminado minando por igual la estabilidad emocional de una sociedad que ha debido hacer frente a una precariedad que hoy recrudece, con efectos que escapan a lo estrictamente material. Al respecto, de acuerdo con un reciente sondeo telefónico hecho en el país por la Universidad Iberoamericana, llamado Encovid-19, 27.3% de los individuos de 18 años o más, presentaron síntomas depresivos y 32.4% síntomas severos de ansiedad.


Detalles por demás comprensibles si se tiene en cuenta su relación con lo económico. En ese sentido, según el mismo sondeo, el 65% de los hogares declararon ver reducidos sus ingresos desde el inicio de la cuarentena. Lo que es más, 1 de cada 3 hogares en el país, reporta una reducción de 50% o más de sus ingresos. Otro tanto ocurre si se tiene en cuenta distintas fuentes entre oficiales y privadas. Así las cosas cabe preguntarse si tales tendencias se profundizaran, pero sobretodo, cuáles habrán de ser sus efectos en términos de la salud emocional para una sociedad que hace tiempo no da más de sí. Lo que es particularmente significativo, porque en México el grueso de la economía se sostiene por la economía informal. Para no ir más lejos, según datos del INEGI (2019), cerca del 60% de nuestra economía se halla en la llamada economía informal.


Si no fuera ya suficiente con pensar que la mayor parte del país vive al margen de cualquier posibilidad de asistencia social, porque su fuente de sustento no está formalmente reconocida por el Estado, la pandemia ha ampliado el desamparo de millones en el país. Y no se hace falta ser un gran experto en Economía, Política o Sociología, para entender lo que habrá de terminar ocurriendo en términos de estabilidad emocional como las actuales circunstancias se prolonguen cuando menos hasta el fin tentativo de la cuestión oficialmente reconocido; téngase en cuenta que según estimaciones oficiales del gobierno de México, la pandemia terminará por finalizar en distintas localidades, entre marzo y agosto del año entrante. Porque aunque se pueda decir que con seguridad la cosa se habrá de revertir en cuento hallemos una vacuna. Lo cierto es que nada garantiza que la misma vaya a estar disponible en el corto plazo.


Y no creo francamente que quienes peor lo están pasando con la pandemia, puedan o estén condiciones de soportar la cuestión hasta mediados del año entrante, como no sea con la propia intervención directa del Estado, ampliando muy a pesar de la ortodoxia económica, la base de las políticas públicas asistenciales. Ni lo están en términos de economía, ni mucho menos en términos de tranquilidad emocional. Ello debería llevarnos a pensar si en dado momento la desesperación de quienes peor lo pasan pudiera terminar derivando en un aumento de la violencia doméstica y/o de la propia inseguridad pública. En ese sentido, esta última consideración quizá pueda parecer algo exagerada, pero si nos atenemos a lo que ha ocurrido en otros momentos con escenarios de creciente agitación como el actual, es difícil no pensar que algún costo social tendrá

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