Ágora: Discriminación en México: Un problema pendiente
- Emanuel del Toro

- 21 jun 2020
- 4 Min. de lectura

Discriminación en México: Un problema pendiente.
Parece mentira que después de casi dos siglos de fundado el país, un tema como la discriminación siga ocupando un papel definitorio en nuestras relaciones sociales. Si se trata de decir las cosas como realmente son: México está entre los países con mayor discriminación del mundo. Lo mismo se echa en cara la apariencia o el origen cultual, siempre privilegiándose la reproducción de arquetipos etnocéntricos inspirados en Europa o los Estados Unidos, que las diferencias de clase social, sin contar las de índole religiosa, o sexual. Pero no se trata sólo de una percepción construida a base de impresiones fortuitas en lo nacional. Antes bien por el contrario, constituye una estampa por demás regular a lo largo de Latinoamérica.
La mayoría de quienes han estudiado el siempre irresuelto y polémico tema de la discriminación y sus consecuencias, atribuyen el fracaso de México en garantizar derechos ciudadanos y en aplicar el Estado de derecho, a una herencia de desigualdad brutal consecuencia del colonialismo; no bien independizado en 1821, el país permaneció hasta bien entrado el siglo XIX, reproduciendo todo tipo de inercias de exclusión y clasismo heredadas del periodo colonial. Tan fuertes fueron tales inercias, que cuanto más pasó el tiempo, más evidente se hizo que una era la realidad social prevaleciente y otra muy distinta la consagrada en nuestras leyes.
El país ha vivido desde siempre, entre la ficción de una realidad institucional que en el papel intenta emular al primer mundo, tanto en principios como en sus prácticas cotidianas más vanguardistas, pero que en la realidad es extremadamente conservadora, excluyente y clasista, al punto de la ignominia. En México los viejos privilegios de las sociedades estamentales con todo y su oropel de hidalguía y nobleza, se han trasmutado en privilegios laborales y materiales cooptados por los circuitos de poder, persistentemente alimentados por Estados patrimonialistas, en cuyo seno los ricos se hacen más ricos, borrando las fronteras entre la clase política tradicional y la empresarial, haciéndola una sola, mientras una amplia mayoría explotada, empobrecida y humanamente desmoralizada, pervive en condiciones miserables.
De hecho, buena parte de los vaivenes políticos, sociales y económicos del siglo XIX, se debieron a la resistencia de romper las inercias del periodo colonial, lo que se expresó en una encarnizada lucha entre liberales y conservadores. ¿El resultado harto conocido? Una fractura social entre un norte industrializado, rico, con añoranza por las metrópolis europeas, (que con el tiempo terminaría transmutando en una admiración cuasi enfermiza por el llamado sueño americano y su teología de la prosperidad) y un sur predominantemente indígena, empobrecido y al margen de cualquier posibilidad de desarrollo, al que en los libros se le ha pretendido exaltar, pero cuya realidad contrasta vergonzosamente, por la profundidad de sus disparidades. Una diferencia que parece resistir el paso del tiempo.
Otro tanto ocurriría durante el juarismo y el porfiriato, donde al tiempo que se consolidaba el régimen político de inspiración liberal, se hacían cada vez más evidentes los contrastes entre norte y sur, así como entre una minoría inmensamente rica de origen criollo y una mayoría indígena y/o mestiza, carente de opciones para vivir con decencia. La única excepción al respecto vendría con la revolución de 1910, misma que terminó dando forma a inicios de los 40’s, a un régimen político siempre ávido de recuperar los fundamentos de una identidad nacional genuinamente incluyente. Sin embargo, dicha tendencia nacionalista con ánimos de reivindicar a los más desfavorecidos, se iría erosionando con el paso de las décadas, hasta terminar convertido en una caricatura políticamente correcta, que hoy en día es letra muerta.
En su lugar las representaciones nacionales de un país mestizo y orgulloso de su herencia indígena ancestral, terminarían siendo paulatinamente sustituidas a mediados de los 80’s, por una retórica modernista de inspiración empresarial, con la libertad de mercado y la eficiencia administrativa como fundamento, y con predilección por lo extranjero, que si bien en el discurso exalta su riqueza cultural américo nativa, en lo cotidiano desprecia e ignora todo lo que se le parezca, por considerarlo anacrónico, de mal gusto y sin correlación con los intentos de convertir al país en una nación desarrollada.
Una idea que se reproduce casi sin sospecharlo –por la regularidad con la que se asume– en todos los ámbitos de la vida, laboral, cultural o social. Quizá el México de hoy no se parezca del todo al que Octavio Paz dedicó su célebre ensayo de “El laberinto de la soledad” en 1950, pero no es menos cierto que las dinámicas sociales que describe, siguen vigentes. México sigue siendo un país incapaz de reconocerse en el espejo, como un país diverso, complejo, pero sobretodo multicultural, y mientras permanezca sin hacerlo, difícilmente conseguirá posicionarse como un país próspero, capaz de ofrecer a todos sus ciudadanos la posibilidad de desarrollarse.
Hablemos claro, la discusión por la discriminación en este país, no puede verse reducida a una cuestión de estereotipos sociales que se usan para representar a los sectores más vulnerables del país, y a través de los cuales se hace mofa o escarnio público, bajo el ardid de la libertad de expresión, porque no se trata sólo del trato diferenciado que las personas reciben por el cómo se ven, o por el origen que tienen o el contenido de sus decisiones personales. Lamentablemente se expresa por mucho, más allá del trato, en oportunidades de desarrollo, lo mismo que en posibilidades para escapar de la pobreza.
Problemas tales como la debilidad de nuestras instituciones, el aumento de la violencia y sus consecuencias tanto públicas como privadas, la pobreza de más de la mitad del país, o la persistente aplicación diferenciada de la ley, y la propia incapacidad del Estado para propiciar una integración social capaz de superar nuestras carencias y diferencias, para establecer referentes genuinamente incluyentes, son todos síntomas de un país, cuya sociedad no ha terminado de reconocerse a sí misma, en buena medida porque permanece en pugna la construcción de una identidad nacional representativa.
Así las cosas, si el día de hoy se abre la posibilidad de vernos discutir públicamente dichos temas, debería ser también la oportunidad perfecta no sólo para preguntarnos sobre sus consecuencias, sino también para superar de una vez por todas, las falencias que han alimentado nuestras dinámicas sociales más vergonzosas. No hacerlo sería lamentable por todo lo que representa, pero también por la amplitud del tiempo transcurrido desde la independencia misma, es pues momento de reconciliarnos con nuestro pasado. Un reto para el que es preciso aprender a reconocernos como diversos.

















.jpeg)




Comentarios