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Ágora: El milagro de Jesús


El milagro de Jesús. Una reflexión laica en torno a la Semana Santa. A consideración de las actuales festividades religiosas del catolicismo, conocidas bajo el apelativo de Semana Santa, conviene apuntar que más allá del recuerdo que esta fecha supone para quien se dice cristiano, –ya sea por convicción o tradición–, así como del deleite de propios y extraños en el disfrute de un periodo vacacional instituido a nivel público. Lo más relevante (y olvidado) –sin que ello suponga la aprobación a ciertas creencias–, es el mensaje de fraternidad y comunión que la celebración intenta transmitir. Bajo esta lógica, no resulta claro que la ausencia o práctica de ciertos ritos nos haga mejores personas. Ya que de acuerdo a los principios enunciados hace dos mil años, por un hombre semita de nombre Yahsua –castellanizado como Jesús–, si bien los ritos religiosos son importantes a nivel de tradiciones, por que favorecen una mejor convivencia social, no definen nuestro valor como personas de bien, como expreso en numerosas oportunidades a los llamados doctores de la ley, a quienes reprochó su falsedad e incongruencia al predicar una espiritualidad fetiche sumamente concentrada en cumplir las formas, pero vacía y carente de toda vocación social. Aun con el apropio de las fechas presentes a manos del cristianismo moderno, es importante recordar que tal celebración tiene origen en la idea del perdón como fundamento de la vida en sociedad, porque Jesús se hallaba consciente de que el ejercicio de cualquier rito carece de sentido, sin la práctica de principios que posibiliten la convivencia armónica de todos. De ahí que en reiteradas oportunidades predicara con suma claridad: Amaos los unos a los otros. Por ello resulta tan sorprendente como penoso, ese empeño compulsivo que muestran algunos trasnochados y fanáticos puristas de las formas, por cumplir con determinados preceptos o tradiciones, como se puede constatar año con año en cosas tan vanas como las exigencias culinarias que se observan durante las actuales festividades religiosas.

Exigencias que por su rigurosidad, llegan a veces a pesar de tal modo sobre la economía doméstica, que se convierten en una carga que supera por mucho el esfuerzo de su cumplimiento. Lo que resulta una total ridiculez si se tiene presente que más allá del comer o no determinados alimentos, la realidad de tales prácticas no se refiere a su consumo, tanto como a la necesidad de moderar (al menos un rato), el apetito desenfrenado del individualismo que caracteriza nuestra actual sociedad. Cuando así se observa, se puede caer en la cuenta de que pese a impresiones superficiales, en ese precepto del “no comer carne”, que mañosamente nos legaron los evangelizadores españoles con una interpretación culinaria, el precepto invita a abstenerse de forma voluntaria y momentánea, de cultivar el individualismo, la vanidad o la lascivia, actitudes que en exceso subordinan nuestras capacidades, a la satisfacción de caprichos que minan los principios del amor y el respeto como acuerdos sociales básicos de convivencia. Por cierto, a propósito del significado de la también llamada Semana Mayor, cabe advertir que otro tanto ocurre con numerosos iconos de la teología cristiana que hoy subsisten totalmente viciados y vaciados de su sentido original, de tal suerte que la más de las veces constituyen una colección de fetiches del dogma, como la virginidad de María, la santidad de los contemporáneos de Jesús, el perdón de los pecados o la divinidad de Jesús, en su mayoría formulados por la mano del emperador romano Constantino,“El grande”, durante el Concilio de Nicea, convocado en el año 325 de nuestra era, como una movida política para unificar su imperio. Así, el más grande milagro del que me confieso profundo admirador en la figura de ese Jesús plenamente humano en el que creo, porque como todos, dormía, comía, cogía, se empedaba y hasta mentaba la madre, no es ni la multiplicación de los panes o el caminar sobre las aguas que se le atribuye, sino la audacia y provocación de formular un discurso revolucionario muy adelantando a su época, ya que pese a la sencillez de sus palabras, recuperó el valor de la condición humana, la solidaridad, la compasión y el amor sincero, todo ello en una época caracterizada por la exclusión, el esclavismo y la constricción de la libertad.


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