Ágora
- Emanuel del Toro
- 20 jul 2018
- 3 Min. de lectura

El último día
¿Qué haría si supiera que este es el último día de su vida? ¿Reconciliarse con aquellos de los que alguna vez se distanció? ¿Pasar un tiempo con la familia a la que lleva años sin frecuentar por razones sin importancia? ¿Reconocer ante quienes alguna vez lastimó, que no hubo nunca motivos reales para hacerlo y que le apena mucho haberles fallado? ¿Decirle a quienes ama, lo mucho que siente no haber estado en los momentos cuando más se le necesitaba?
¿Confesarle a ese amor imposible de juventud, que lo que siempre sintió fue algo más que amistad? ¿Resolver pendientes que lleva años postergando? ¿Aprovechar hasta el último segundo del día sin detenerse a pensar en las consecuencias, mucho menos en el que dirán? ¿Llevar flores, hacer una llamada, o ir de visita con quien hace años no se ve, lo mismo por pena que por falta de confianza o tiempo? ¿Intentar cosas que nunca antes hizo? ¿Atreverse simplemente a ser usted mismo?
Estoy seguro que una y más ideas del estilo habrán pasado por la cabeza de muchos, máxime cuando las cosas van de mal en peor; esto es, cuando por el apremio de las circunstancias, algo en lo profundo de nuestra persona nos llama a sincerarnos. El único problema al respecto, es que pese a su importancia, difícilmente se sabe cuándo llegará a nuestras vidas la ocasión de vernos vivir el último día de nuestra existencia. Lo que es más, el día en el que las líneas que en este momento lee han nacido, podría ser su propio “último día”, y no tiene en realidad modo de saberlo.
Un tema que por dramático e improductivo que parezca, debo reconocer que me he visto pensando desde hace una semana, cuando andando en bici por la ciudad, me viera alcanzado en dos ocasiones –por fortuna, con lesiones menores de por medio–, por la imprudencia de conductores sin escrúpulos, mismos que en vez de respetar una sana distancia, y tener a bien la bondad de considerar que los ciclistas estamos visiblemente más expuestos que cualquier otro tipo de conductores de vehículo, cuando de salir a la calle se trata, no hacen otra cosa que echarle a uno el coche encima con el propósito aparente de llegar antes a su destino.
Y me pregunto: ¿a dónde se va con tanta prisa? ¿A dónde tan rápido y sin el menor respeto por quienes van en otros medios de transporte? Digo, con la ciudad en tan irregular estado vial, por el paso de calles cuyo transitar parece más propio de una carrera de obstáculos, que de una ciudad pavimentada; donde para poder pasar con soltura haría falta que todos dispusiéramos de vehículos todoterreno, motivo por el cual resulta extremadamente infrecuente circular a más de 40 km por hora, si algo puede ser tan significativo como para pasar por encima de otros, lo de menos sería, hacerlo con tiempo y respeto.
Porque eso de ir a cualquier lugar sin tomar por ello las precauciones pertinentes, no saca sino sólo problemas. Pero qué se yo, al final del día, si algo he aprendido esta semana, es que los seres humanos podemos llegar a ser con frecuencia, e incluso sin darnos cuenta, bastante frívolos, oportunistas, y mezquinamente indolentes o egoístas. Y pasar la vida dándole una importancia desmedida a cuestiones que no la tienen, despreciando e ignorando a quienes decimos amar, y creyendo merecerlo todo, sin caer en la cuenta de que para ello, es preciso ser consecuentes; creyendo que para corregir el camino habrá siempre modo de despertar el día de mañana y hacerlo todo diferente, sin siquiera reparar, que es justamente todo lo contrario, y que el de hoy pudiera ser –sin saberlo–, nuestro último día.
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