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Ágora



Cualquier otra cosa… Pero qué.


Nada ha hecho más daño a la democracia que la desilusión por sus insuficiencias. Es cierto, no faltan razones para sentirse preocupados y hasta indignados con el proceder de nuestra muy joven democracia tras una veintena de años, no bien se ha conseguido generar condiciones para la celebración regular de elecciones libres, justas y competitivas, sin embargo, violencia, corrupción, impunidad y la desigualdad social, persisten como legado de un régimen autoritario cuya sombra no ha terminado de disiparse y son razones suficientes para reclamar un cambio.


La cosa es que la propia urgencia de un cambio supone la instauración de “cualquier otra cosa”, que lo mismo puede ser una mejora, que la prevalencia aumentada y corregida de las razones por las que se ha originado el reclamo del cambio mismo. Ahí es justo donde nos ubicamos al día de hoy, lejos de lo que se pensaba hace tres décadas, el advenimiento de la democracia en el país no ha tenido los efectos que se esperaba en cuanto al proceder de gobiernos que en esencia han llegado al poder de forma libre, lo que es más, lejos de lo que antaño sucedía (hasta el advenimiento de la alternancia partidista en 2000), el rasero de elecciones periódicas y eficientemente organizadas se ha vuelto un trámite de rutina.


Sin embargo, este modesto pero importante logro ha quedado deslucido, porque ha tenido efectos insignificantes sobre el ejercicio del poder político de los gobiernos resultantes, así como porque apenas ha conseguido hacer frente al brutal efecto de la desigualdad económica, que no ha hecho otra cosa que aumentar en las últimas décadas pese a la consolidación de la democracia. De ahí que no pocos se sientan francamente desilusionados y hasta enojados por lo poco que la democracia ha hecho para revertir las consecuencias del autoritarismo al que sustituyó.


Lo que se ha traducido en una vida pública volátil y emocionalmente convulsa, donde la racionalidad de los votantes se ve de continuo influenciada por razones ajenas a las posibilidades institucionales que ofrece la propia democracia. En su lugar prevalece el ánimo de una opinión pública que lo mismo se mueve por la indignación, el sufrimiento o el morbo, que por el carisma (o antipatía) de los candidatos, así como la esperanza de una mejora cualquiera que esta sea, (aún si la misma resulta operativamente inviable).


De ahí que al día de hoy los procesos electorales democráticos por los que durante décadas se ha luchado, parezcan más concursos de popularidad, al tiempo que las campañas se hayan convertidas en autenticas batallas campales –cual si cruzadas se trataran–, donde lo de menos es la discusión ordenada de las ideas o el respetuoso intercambio de impresiones, antes bien nos ha dado por conformarnos con una crítica persistente pero desenfocada, donde si bien se tiene claramente identificados los problemas más apremiantes del país, poco se hace para exigir –independientemente de la opción con la que se comulgue–, que el disgusto por cómo vivimos se traduzca en estrategias que los contrarresten.


No creo pues que salir a votar con las emociones por delante sea la más prometedora de todas nuestras posibilidades, para decirlo claramente: no es sólo mucho lo que se espera de quien gane, es también que cualquier expectativa puede convertirse a la vuelta de la esquina en una decepción mayúscula a la actual lo que deja latente el peligro de una regresión autoritaria. En tales condiciones es fácil llegar a olvidar lo mucho que se hizo en otro tiempo para siquiera para poder salir a votar. En ese sentido la cosa es clara, hoy soplan vientos de cambio, en todos lados se habla la urgencia de un cambio, y con ello, de que “cualquier otra cosa” de lo que hasta aquí hemos vivido se materialice, la pregunta es, ¿será este cambio para bien o para perpetuar todo lo que nos disgusta?


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