Ágora
- Emanuel del Toro
- 11 may 2018
- 3 Min. de lectura

Indignación Confesar que se cree o se piensa algo, y no hacer ni lo mínimo por defenderlo. Es siempre con la misma podrida actitud de lavar nuestras consciencias diciendo una cosa y haciendo otra, que todo permanece siempre del mismo modo que lo conocemos. Entre una trepidante desigualdad de abusos que jamás amainan y la frustración de vernos contener nuestra desesperación con indiferencia y el consuelo de pensar que no todo es nuestra culpa. ¿Pero qué les diremos mañana a nuestros hijos? ¿Qué las cosas eran así y no teníamos opciones? ¡Mentira! Hay demasiada hipocresía y oportunismo en quererlo pensar de ese modo. Porque si bien, opciones hemos tenido siempre, en la misma medida ha sido más grande la comodidad personal y mucho más fuerte la tentación de creer que se gana más yendo por la libre, que atreviéndonos a alzar juntos la voz, para decir que no sólo estamos presentes, sino dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias. Mientras la idiota esperanza de creer que así tal cual funcionan las cosas, quizá a la vuelta de la esquina nos toque a todos la oportunidad de vivir mejor, o por lo menos sacar ventaja, cuando lo cierto es que en realidad, todo está hecho y dispuesto para que tal eventualidad jamás ocurra. Al final, que cierto resulta aquello que dice la Psicología, respecto a que la esperanza es muy mala consejera. Pero claro, de eso es lo que se nutre la asfixiante desigualdad entre la que vivimos, de la ilusión de vernos un día mejorar aun en contra de todo pronóstico. Después de todo, no es casualidad que la nuestra sea una sociedad donde muy bien funciona aquella fórmula televisiva que sugiere que los golpes de suerte, bien valen la pena de vivir miserablemente. Y lo que digo, si no somos capaces de jurar en el nombre del bien común, la justicia, la verdad o cualquier otra cosa que se le parezca, al menos dejemos constancia de que nos importa lo propio, tanto o más que la indiferencia con la que con frecuencia resolvemos lo cotidiano, como para dejar de una vez que los oportunistas sigan haciendo de nuestras posibilidades para crecer, poco menos que una ilusión detrás de la cual nos veamos rutinariamente teniendo que renunciar a vivir con decencia. Porque el que no esté dispuesto a hacer mucho más que lo que dice que piensa, mejor será que se calle, total, si se trata de decir las cosas como en realidad son, la verdad es que estoy muy fastidiado de tantos y tantos que siempre hablan de lo “magnifico” que les parece el modo que tienen los que se atreven a decir lo que realmente piensan, de decir las cosas. Sólo para descubrir, como en el momento que se trata de dar el paso para conseguirlo, se quedan en silencio, en el auto consuelo estúpido de pensar que para cambiar nuestra sociedad, bastará con hacer cada quien estrictamente lo suyo, de ahí que sin darse cuenta, terminan haciendo que todo quede como siempre, en absolutamente nada. ¿Qué carajos importa si se piensa parecido si no somos capaces de ponernos de acuerdo para poner fin a tantas arbitrariedades e injusticias? De nada, absolutamente de nada. Pero no seamos tampoco infantiles, no será mandando las instituciones al diablo, o haciendo revoluciones elitistas con remedos discursivos populistas que se vaya a dar la transformación que nuestra sociedad requiere. Tan terrible es lo uno, como innecesario lo otro. Digo, ya hemos perdido tantas personas con los modos ensayados hasta el momento, como para seguir creyendo que a través de la violencia se logren mejores resultados que los que hasta aquí hemos conseguido. Lo que es más, por el camino que vamos (creyendo que sólo determinados personas tienen respuesta a todos nuestros males), será más fácil decepcionarnos, que resolver problemas, porque la realidad es que el tipo de cambios que en efecto podrían sacarnos de ese degradante modo en el que actualmente vivimos, en cualquier sociedad han tomado décadas, incluso siglos.
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