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Ágora: La libertad de hacer y/o decidir


La libertad de hacer y/o decidir.

 

Por: Emanuel del Toro.

 

El amor propio es siempre inversamente proporcional a la toxicidad que eres capaz de soportar en cualquier ámbito de la vida. Si vas a ejercitar la resistencia, que sea porque cumples la irrenunciable tarea de ser tu mejor versión, y no porque claudicas de continuo con la más elemental justicia amorosa que existe, la de posicionar tu bienestar y tranquilidad personal como una prioridad.

 

Que no puede ser de otro modo, porque para amar a quienes te son fundamentales, es preciso hacerlo desde la plena autonomía decisional para renunciar a todo tipo de atavismos y sesgos; que si, que podrá dar miedo intentar las cosas como jamás lo intentaste, de acuerdo, pero nada puede dar más miedo que el hecho mismo de que por miedo no hagas nada; nada educa mejor que el ejemplo que se vive. Podrás dar muchas palabras de aliento para que quienes amas no desfallezcan, pero sólo en la medida que estableces la senda de un nuevo aprendizaje, es que estás realmente haciendo una diferencia.

 

En estos tiempos que por todos lados se escucha hablar de empoderamiento y/o del valor de poder tomar nuestras propias decisiones con el propósito de tener una vida mucha más plena o satisfactoria, se ha vuelto necesario preguntarnos; cuál es o no la importancia de decidir una cosa y no la otra, pero también cómo y/o a partir de qué es que decidimos todo lo que en nuestras vidas decidimos. 

 

Tener la libertad de elegir lo que quieres hacer, también y necesariamente implica preservar ese derecho no sólo frente a terceros, sino también y llanamente sobre de los propios impulsos. Con frecuencia se tiende a confundir la capacidad de decidir lo que queremos, con la de consentir cualquier capricho por más inconveniente o pernicioso que este pueda llegar a ser.

 

Decidir en auténtica libertad pasa por aprender a reconocer cuando el contenido de nuestras decisiones descansa o se alimenta de nuestras carencias o insuficiencias más arraigadas. No hacer rutinariamente ese examen de consciencia, puede propiciar las condiciones idóneas para que decisiones imprudenciales se conviertan en hábitos perniciosos, y necesariamente en lastres persistentes que en vez de acercarnos a conquistar nuestra propia libertad y autonomía, nos terminen estancando en atolladeros que no hacen sino socavar o minar las virtudes y/o capacidades con las que contamos para resolver nuestras vidas.

 

La libertad que auténticamente merece ser llamada como tal, es aquella que en el acto de decidir lo que se quiere, incorpora necesariamente el autodominio propio. Porque sin dicho autodominio es probable que aún si se decide lo que se quiere, no consigamos ni la mitad de lo que nos proponemos, e incluso terminemos autosaboteando realizaciones y/o aspiraciones que llevamos una vida trabajando en pos de volverlas efectivas. Saber lo que queremos y/o buscamos en la vida, no será nunca todo lo productivo que pensamos, si no hacemos a la par el serio compromiso de preguntarnos cómo y/o por qué decidimos lo que decidimos.

 

La libertad de acción y/o decisión, tiene necesariamente que venir precedida o acompañada de modo simultáneo, de una irrenunciable libertad de pensamiento. Ahí donde la mayoría de nuestras decisiones –por más genuinas que estas sean–, se encuentran orientadas o motivadas por impulsos y/o arrebatos o tumultuosas tempestades emocionales, se puede llegar a correr el riesgo, –así sea involuntario–, de terminar decidiendo por motivos que aunque legítimos –por el ímpetu de lo que sentimos–, pueden no terminar siendo todo lo productivos que se quisiera.

 

Desde luego que la toma de decisiones conjuga un amplio conjunto de implicaciones que se han discutido desde siempre desde los más variados ámbitos de conocimiento. Lo mismo se estudia la toma de decisiones en la Teoría de Juegos, del ámbito matemático y/o económico, que con respecto a sus efectos en los procesos conductuales de una sociedad, o de las personas mismas que dan forma a tales sociedades, como de hecho hace la Piscología o la Sociología, ni que decir cuando la toma de decisiones se aborda desde el conjunto de las implicaciones socio temporales que tuvieron sobre nuestro desarrollo civilizatorio, como es que hacen disciplinas tales como la Historia, la Antropología.

 

Para el caso, lo que me interesa destacar teniendo extremadamente acotado el espacio para hacerlo en los limitados confines de un comentario de opinión como el que en esta oportunidad desarrollo, es que las decisiones son desde los más variados ámbitos de conocimiento, un tema que despierta el interés y/o la intriga de propios y extraños. De ahí el valor y/o la utilidad práctica de no infravalorar su significado e importancia sobre nuestras vidas. El punto es que, si es verdad que decidir y hacerlo con plenitud es de suma importancia, hagamos pues el sincero esfuerzo de reconocer el valor de sus contenidos y/o desencadenantes para ir elevando día con día la calidad de lo que decidimos.

 

Al ser simultáneamente, tanto Politólogo como Psicólogo, la mía constituye una posición que se sitúa a medio camino entre las implicaciones prácticas de nuestras decisiones, y los detonantes psicoafectivos que las impulsan. En ese sentido, observo que el proceso por el cual tomamos una decisión, –llamado proceso decisional–, resulta una realización extraordinariamente compleja, en la que necesariamente intervienen; tanto la determinación de los problemas que enfrentamos; pero también en no menor medida, su análisis y la búsqueda de información para resolver los retos de la vida diaria.

 

Por motivos de espacio, –para no hacer esta opinión tan larga–, en esta entrega me limitaré a decir que, con más frecuencia de la deseable, este proceso no es, ni tan lineal, ni tan objetivo como debiera para mantenerse en los límites de lo sano o conveniente. Cuestión que ocurre, porque no todas nuestras decisiones vivenciales descansan en el terreno de lo objetivo, y si en cambio en la dimensión de lo emotivo. Lo cual, nos guste o no, puede resultar sumamente tumultuoso y/o cambiante si no se tiene en claro, por qué es que decidimos lo que decidimos.


Mientras no pongamos la debida atención en comprender el porqué de nuestras decisiones, por muy claro que tengamos a dónde es que queremos llegar, es altamente probable que terminemos decidiendo orientados por todo tipo de condicionalidades que no necesariamente llegarán a ser tan sanas y/o luminosas como verdaderamente creemos. Porque el estado de ánimo puede lo mismo alentar, que obstruir o desalentar. Luego entonces sería importante no infravalorar la responsabilidad de preguntarnos por los motivos profundos que orientan el contenido de todo lo que hacemos o decidimos. Sólo en ese modo conseguiremos mantener un rumbo mucho más estable y/o certero en la totalidad de nuestra vida, evitando los escollos que los altibajos emocionales son capaces de producir.

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