Ágora: Doble moral y violencia
- Emanuel del Toro

- 13 oct
- 4 Min. de lectura

Doble moral y violencia. Un comentario personal.
Por: Emanuel del Toro.
Lo más terrible de cuando se estalla tras años de soportar malos tratos y/o majaderías o vejaciones sin razón, es que el día que te agarran en tus cinco minutos de mal humor, se le termina juzgando más duro a uno por reaccionar, –por aquello de una supuesta desproporción en la reacción–, que a quienes te llevaron al límite. Lo mismo ocurre con aquellos que tienen la osadía de señalar malos tratos y/o desigualdades, se juzga peor a quien señala lo que está mal, que a quien profiere los tratos degradantes, bajo la consigna de que se es indiscreto y/o imprudente por decir que te parece desagradable y hasta innecesario, que quienes son sistemáticamente abusivos se conduzcan de esa manera.
Diera la impresión de que en América Latina molesta más que se diga la verdad, que padecerla. Es como si se dijera, la violencia y en general cualquier trato degradante y/o injusto vale o es tolerable, en tanto no se lo denuncie o ventile. Porque en otro modo, se va todo a la mierda, y peor si se lo hace en medio de un estallido de frustración verbal-emocional, porque claro, en esta región se puede ser todo lo desagradables y violentos que se quiera, en tanto lo hagamos por lo bajo, con tacto o discreción. Menudo aprendizaje colectivo nos cargamos, con semejantes perspectivas, no es de extrañar que más de uno termine perdiendo la cabeza y/o siendo tomado erróneamente por reaccionario o malhumorado.
Antes si me sorprende que no estemos peor. Es como si tuviéramos muy internalizada la idea de tener que guardar las formas ante el juicio de otros. Es decir que el bienestar de lo colectivo, pesa más sobre el bienestar de lo individual, o el famoso qué van a decir los demás… que tan desagradable he hallado siempre. Porque pone en perspectiva una violencia todavía más desagradable, que los maltratos visibles, la violencia silenciosa del juicio social, un juicio que por invisible que parezca, cierne su peso sobre todos los aspectos de la vida.
Una doble moral que lo mismo silencia expectativas propias, que trunca sueños y aspiraciones, o esconde verdades incómodas y maquilla o suaviza realidades y razones. En una inercia social que premia el correctismo político, al tiempo que sojuzga la independencia de criterio y/o el más mínimo atisbo de originalidad o pensamiento propio. Porque claro, nada habla mejor de uno mismo, que la habilidad que se tenga para guardar las apariencias y/o actuar con decoro, para actuar según el mandato social de no hacer desfiguros y resistir estoicamente cualquier estilo de violencia. Así de internalizada tenemos la violencia.
De ahí que con frecuencia se atienden los problemas más diversos, hasta que estos son ya de plano muy visibles y/o inocultables, y con frecuencia inmanejables. Lo cual de paso, deja al descubierto otro de nuestros vicios sociales más arraigados, la idea de que cualquier realidad o situación existe, hasta que se la nombra. Lo cual resulta por demás descabellado, porque implica operar bajo la presunción de que los problemas se vuelven tales, hasta que alguien se atreve a darles nombre y apellido, o lo que es lo mismo, si nadie habla del problema, podemos hacer como que no existe, y/o atribuir la incapacidad de aquellos que no consiguen normalizar el mandato social, como una muestra de su híper sensibilidad o debilidad de carácter, como es que con frecuencia se escucha decir a propios y extraños, para calificar a aquellos que se sujetan a la inercia social.
Y es que nadie resulta más incómodo y/o peligroso para un orden social, –lo mismo que para un sistema familiar disfuncional–, que quien se atreve a cuestionarlo o ponerlo en evidencia. Porque cuando lo que cuenta es guardar las apariencias, en el fondo lo que se está diciendo, es que se deben mantener las formas, incluso si es preciso simular verdades o realidades. Con tal rasero de ideas, no es de extrañar que sea aquí en América Latina, donde mayores problemas de informalidad y/o simulación social tenemos, somos por definición sociedades en las que todo se puede, si se tiene el modo de conseguirlo, porque se lo diga o no, está implícito que todo el mundo opera bajo la misma lógica.
Ello implica, entre otras cosas, vivir a contracorriente de lo que sanamente se aconseja, porque tendemos a vivir de afuera hacia adentro. En una tensión constante por sostener las expectativas sociales, no sea que se nos termine señalando y/o marginando si se nos ocurre diferir o salirnos de la norma social. Porque aquí, como en cualquier otra sociedad conservadora, encajar en sociedad cuenta por encima de lo personal o cualquier otro imperativo propio. Lo que cuenta es dar la apariencia de normalidad o “respetabilidad”, así sea que para ello sea necesario autocensurarse, reprimirse o silenciarse los unos a los otros.
De ahí la preponderancia de dichos tales como, calladita te ves más bonita; haz lo que digo, no lo que hago; para tener la lengua larga, hace falta tener la cola corta, o no tener de plano ninguna; o los no menos famosos, lo que no puedes ver, en tu casa lo has de tener; o, candil de la calle y oscuridad de su casa; como si se diera por descontado, que detrás de la realidad pública de lo que se ve, tuviera por fuerza que prevalecer una realidad privada vergonzante y/o fuera de lo que se juzga socialmente aceptable o conveniente. Para el caso, todas y cada una de estas expresiones recalan en la disonancia entre lo que es y lo que se espera que sea.
De ahí también, la escasa y/o nula credibilidad de nuestras instituciones sociales y políticas para lo colectivo. Porque para la persona promedio, una es la persona que somos de cara a la sociedad, y otra la que aflora cuando se está en confianza. No debe ser casualidad que con suma frecuencia se diga que la confianza apesta, porque no a cualquiera se le tiene la confianza de mostrarle la cara detrás de la máscara social que la mayoría lleva.















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