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Vislumbres: Una Travesía Trascendente Capítulo XX


UNA TRAVESÍA TRASCENDENTE

Capítulo XX


EL “PADRE PRIOR”. –


De conformidad con el libro “Apuntes históricos de la Provincia Agustiniana”, el 9 de febrero de 1564, Fr. Pedro de Herrera y algunos otros de los padres superiores de la Orden de San Agustín en México, suscribieron una carta dirigida a fray Andrés de Urdaneta, donde le decían que era “voluntad del rey” que fueran en la expedición a las islas “nuestros religiosos”, con el propósito de “moderar [por una parte] al español ejército de mar y tierra con las buenas y saludables enseñanzas de la recta razón y de la piedad cristiana,” así como, por otra, y de manera principal, “para que brille entre las muchísimas gentes que habitan en los mencionados territorios la esplendorosísima luz de la fe”, etc., y a continuación designaron a cinco frailes de dicha orden, reconocidos por su capacidad y virtudes, para que se trasladaran hacia donde él se hallaba.


La carta, dados los días que solían utilizarse en aquellos viajes, debió de haber llegado a Navidad, junto con el nombramiento de “padre prior” de los misioneros cosa de un mes después, y es posible que en esa misma fecha hallan llegado hasta el puerto, algunos, si no todos, de los mencionados frailes, cuyos nombres tengo a la vista.


Con dicho nombramiento al fraile y cosmógrafo se le estaba asignando una nueva responsabilidad, y no por menos en uno de los párrafos del documento citado, se le recomendaba (a él y a sus compañeros) que “anunciéis el santo Evangelio de Cristo a todas las gentes, bautizando a los que creyeren en el nombre del Padre, del Hijo y del espíritu Santo; instruyéndoles en la santa fe católica [...] enseñándoles a vivir unidos bajo el yugo y disciplina de la fe, de la esperanza y de la caridad”. Actividad que, como tal vez algunos lectores lo recordarán, él mismo había intentado realizar durante la fallida expedición de Tristán de Luna a la Península de La Florida. Así que, fincados en la primera instrucción, muy bien podemos nosotros inferir que, si no él en forma directa, sí los padres que lo acompañaban empezaron a buscar el modo de adoctrinar y atemperar los ánimos del ejército español “de mar y tierra” que se había instalado, o se habría de instalar junto al astillero en el que se estaban terminando los últimos detalles de las cinco embarcaciones.

MISA DE RÉQUIEM. –


Colateralmente, según se mira en las reseñas que de aquel viaje trascendental quedaron insertas en el tomo V de la “Colección de Diarios y Relaciones para la historia de los viajes y descubrimientos”, del Instituto Histórico de Marina (en España), debió de haber sido en la tarde del 20 de noviembre de 1564 cuando terminaron de abordar y distribuirse en las naos los 400 (o más) individuos que participarían en la expedición, y de los que, como habíamos precisado antes, “150 eran gente de mar, y 200 militares”.


A bordo ya habían estado viviendo, desde días y semanas antes, la mayor parte de los miembros de la tripulación y algunos de los pasajeros (o viajeros) de mayor rango y condición social, como el propio Miguel López de Legazpi, sus dos nietos, un sobrino, el escribano, el tesorero, los seis frailes y los criados, indios y negros, de los primeros.


Una expedición de tal tamaño en aquella época, no sólo implicaba, sin embargo, la cuantificación de los gastos y la relación numérica de tripulantes y viajeros que en ella habría, sino aspectos más sencillos y naturales sobre los que los historiadores pasan, casi siempre, de largo: me refiero a los sentimientos que ante tan peligrosas travesías necesariamente tendrían que experimentar las personas que participaban en ellas, y las que, teniéndoles cariño y afecto, les dijeron adiós y se quedaron en sus pueblos o en el puerto, a sabiendas de que tal vez no volverían a verlos nunca.


Si con la ayuda de nuestra imaginación nos trasladamos a ese lugar y a esa época, quizá podamos entender, por ejemplo, la tristeza que embargó a muchos de aquellos sencillos creyentes cuando se enteraron que fray Lorenzo Jiménez de San Esteban, uno de los cinco agustinos que iban con ellos, falleció en las primeras horas de aquel día tan importante.


Y si nos ponemos a considerar que aquel religioso que había sido elegido por sus superiores para “servir a Dios Nuestro Señor en aquellas partes”, murió sólo unas pocas horas antes de zarpar, también podemos asumir que muchas de las personas que viajarían con él interpretaron su muerte como un mal presagio, y que algo parecido debieron de haber supuesto, las que se quedaron en tierra.


En la “Instrucción” que los integrantes de la Audiencia de México le entregaron a López de Legazpi antes de salir de la capital del virreinato, le decían que una vez que estuviese en Navidad, deberían (él y los frailes), tener “cuidado de que toda la gente se confiese y comulgue antes que se embarquen, y que el día en que os embarcáredes (sic) […] haréis que oigan todos primero una misa del Espíritu Santo, para que Dios Nuestro Señor os dé un buen viaje, y encamine y alumbre”.


Con base en ello hay bases para suponer que esa última misa tal vez fue una misa de réquiem, para rogar tanto por “el eterno descanso del alma” de fray Lorenzo, como para ponerse, todos ellos, “en manos de Dios”, y que les fuera muy bien en el larguísimo recorrido que estaban por iniciar.

INICIA LA GRAN TRAVESÍA. –


En la “Colección de Diarios” que mencioné al principio de este capítulo se conserva una crónica del tornaviaje que fue iniciada por Esteban Rodríguez, piloto principal de la Nao Capitana “San Pedro”, y concluida por Rodrigo de Isla Espinosa, piloto también, tras la muerte de aquél. Se conservan también los registros que llevó el propio Legazpi, y existe una breve reseña que Urdaneta escribió. Pero antes de hilvanar y resumir esas notas, quiero comentarles que, deseando también imaginar cómo pudieron haber sido los días de navegación, indagué acerca de cómo estaban construidos esos barcos, encontrándome con el dato de que, siendo el “San Pedro” y el “San Pablo” dos galeones típicos de la época, el “San Pedro”, que era el mayor de todos, y desplazaba 500 toneladas, “tenía unos 45 metros de eslora” (o longitud), y unos 12 de manga (o anchura), y que “su arboladura estaba compuesta por tres palos”, con su correspondiente dotación de “velas cuadradas y latinas”; y que el “San Pablo”, de 400 toneladas era, en todos sentidos, un poco menor.


Las notas advierten que al “galeón San Pedro […] se le asignaron los pilotos Esteban Rodríguez, de Huelva y Pierre Plun, francés”, y que en esta nave “iban las personas que desempeñaban los cargos principales, entre ellos: Miguel López de Legazpi, Gobernador y General de la Armada; Guido de Labezares, tesorero; Martín de Goyti, capitán de infantería; Fernando Riquel, escribano mayor; Fr. Andrés de Urdaneta” y los cuatro agustinos restantes.

“Al Galeón San Pablo, la nao almiranta, se le asignaron como pilotos Jaime Martínez Fortún y Diego Martín, natural de Triana. Iba en ella Mateo de Sanz, maese de campo y capitán de la almiranta”.


Por lo que se refiere a los pataches, el “San Juan”, llevaba como capitán a Juan de la Isla y como piloto a su hermano Rodrigo de Espinosa de la Isla, mientras que el “San Lucas” tenía como capitán a Alonso de Arellano y como piloto a Lope Martín, natural de Ayamonte. Finalmente, en el pequeño bergantín Espíritu Santo iban a bordo cuatro hombres, al mando de un tal Mecina, vecino de Veracruz”.


Y dentro de toda esa información, el hecho que hoy debo resaltar fue que, según lo escribió el piloto de la nao capitana, “largamos el trinquete en el Puerto de la Navidad [el] martes, cuatro horas antes del día 21 de noviembre de 1564”.


No he podido saber con exactitud qué es lo que quiso Rodríguez decir con aquello de que “largamos el trinquete […] cuatro horas antes del día 21”, pero supongo que en la antigua jerga marinera esa frase se usaba para decir que comenzaron a izar las velas a las ocho de la noche y se quedaron espera de la marea alta y de los vientos favorables que los sacarían del puerto.


Las relaciones siguen diciendo que la idea del fraile y cosmógrafo era la de ir, como lo había advertido, hacia Nueva Guinea, y que, durante las primeras cuatro jornadas del viaje, “navegaron hacia el sudoeste, primero con calmas y después con vientos del primer cuadrante”; logrando alcanzar “el jueves, día 23 […] una latitud septentrional de 17 grados”. Coordenada que me llevó a buscar en un mapa del siglo XVI, y que indicó, que ese día pasaron, desde luego que ya bastante lejos de la costa, frente a la desembocadura del Río Cachán, cerca de Motines del Oro, que era donde “partían términos” (o tenían frontera), las provincias de Colima y Zacatula, respectivamente, y que hoy se halla casi en la mitad del estado de Michoacán.

VOTOS DE OBEDIENCIA. –


En otro capítulo les comenté que, por su ligereza y velocidad, los pataches servían como eficaz enlace entre los barcos que integraban las armadas españolas. Pero menciono de nuevo el dato porque, el viernes 25, cuando ya “las naves se encontraban a unas cien leguas” de Navidad, Legazpi hizo mover a sus dos pataches y reunió en su galeón a todos los capitanes de los barcos, a los “oficiales de su majestad, a los pilotos de la armada” y a los cinco religiosos, para abrir, delante de ellos, los pliegos que contenían las Instrucciones de la Audiencia de México y, “estando todos juntos les dijo lo que por dicha Instrucción se les mandaba: que su derecha derrota (derrotero o rumbo) había de ser a las islas Filipinas, y a las demás a ellas comarcanas”, y no a la isla de Nueva Guinea, sobre lo que tanto había insistido Urdaneta.


Se sabe que, pese a tener él y sus compañeros obligados votos de obediencia, hicieron patente su sentir de que habían sido engañados, y que “de haberlo sabido antes de embarcarse, no habrían emprendido el viaje”.


Pero, pese a su disgusto, y no teniendo modo de eludir la orden, Urdaneta obedeció y se dispuso a trazar una nueva ruta para irse a las Filipinas.


Nos toca en estos momento suponer que debió de haberle tomado al cosmógrafo un buen rato en trazar este nuevo derrotero, y que, en el ínterin, los capitanes y los pilotos de los otros barcos debieron de esperar hasta que aquél concluyera e, igual, sin que conste en expedientes, podemos inferir que hubo otra junta más, en la que, compelido Urdaneta por Legazpi, comunicó a todos la ruta a seguir, antes de que los pataches pudiesen regresarlos a sus respectivos barcos.

EL DESERTOR. –


En el capítulo previo hablé de la existencia de un individuo ambicioso que secretamente tenía la idea de “comerle el mandado” al famosísimo fraile.


El individuo aquel se llamaba Alonso de Arellano, y era el capitán del patache San Lucas, un barco diez veces más pequeño que el galeón San Pedro, puesto que sólo desplazaba 40 toneladas.


Arellano llevaba como piloto a un tal “Lope Martín, natural de Ayamonte”, y una tripulación de veinte hombres… No se sabe dónde ni cuándo nació, ni cómo ni cuándo arribó este señor al puerto colimote, pero se comenta que era familiar de otros Arellano, “oriundos de reino de Navarra”, que se establecieron “muy pronto en Nueva España”. Entre ellos “doña Juana Ramírez de Arellano, la segunda esposa de Hernán Cortés”, con la que éste contrajo matrimonio en el año de 1529”.


Pero haya como haya llegado este hombre a Navidad, hemos de considerar que debió ser bien conocido por Urdaneta o Legazpi, o tenía “palancas”, puesto que, al ser capitán, fue un miembro importante de la expedición.


El asunto que dio pie para Arellano desempeñara el papel de traidor (y desertor) en esta parte de la historia fue que, tal y como lo refiere la investigadora Monserrat León, “cinco días después” de la reunión que mencioné, el “San Lucas” se separó “cada vez más del resto de la flota”, obligando a Legazpi a enviarles una señal convenida para que se acercaran a su nave, en donde le habría ordenado a Lope Martín, “el piloto, no alejarse más de media legua de la nao Capitana”. La justificación que el piloto dio fue que como se le ordenaba ir a la zaga del barco más grande, se le metía el agua por la borda, y que, por eso, navegaba a una mayor distancia. Pero lo cierto fue que “al anochecer del último día de noviembre, el patache distaba más de dos leguas del grueso de la armada [y] al alba del siguiente día, el San Lucas se perdía de vista definitivamente”.


Con esto no vayan a creer los lectores que la negra historia del capitán Arellano y su mencionado patache terminó en un “sencillo” naufragio o que desapareció para siempre en el intrincado laberinto de islas e islotes del archipiélago al que se dirigían, porque lo que realmente sucedió fue una cosa insólita e inesperada, de la que, sin embargo, por falta de espacio en este capítulo todavía no voy a mencionar.


PIES DE FOTO. –


1.- El “San Pedro” y el “San Pablo” eran dos galeones típicos de la época, de los que el primero medía “unos 45 metros de eslora” o de longitud, y el segundo entre 35 y 40 metros.


2.- Antes de subir a los barcos, los agustinos celebraron una última misa en la que rezaron por el eterno descanso del alma de su compañero, muerto la víspera, y le rogaron a Dios que les fuera bien en el largo viaje.


3.- Dos días más tarde pasaron frente a las costas que hoy forman parte del estado de Michoacán.


4.- Y como en todos los grupos humanos no faltó en éste un individuo ambicioso, que puso la nota discordante en la travesía: el capitán del patache San Lucas, que intencionadamente se separó de la flota.

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