Ágora: La ciudad

La ciudad.

La ciudad no para de crecer y en el acto se van desvaneciendo casi como si de un lejano recuerdo se tratara, las viejas callejuelas que tanto me deslumbraron cuando llegué de los Estados Unidos. Las mismas que cada que las camino sintiera como si la cantera de sus calles me murmura los cientos de años que se han ido comiendo.

Seré tan necio para decir que después de una veintena de años viviendo en esta localidad, sigo tan locamente enamorado de su centro histórico y de sus siete barrios tradicionales, como la primera vez que los descubrí; sería perfectamente capaz de vivir sin salir de dicho perímetro, con todo y que me cargo cada idea loca de lo que quiero por hacer para edificar una casa propia, porque lo mío cuestión en ideas, va desde vivir en lo alto de un deposito de agua en desuso, que en un viejo bodegón industrial al pie de las vías del tren, o incluso en un par de contenedores de trailer; o en una casa literalmente escarbada en el subsuelo a modo de aprovechar el calor natural de la tierra.

Atrás de sí mismo se queda ese viejo San Luis Potosí del que sus ciudadanos más acaudalados quisieran no dejar ni rastro; corrijo, no son sus ciudadanos más encumbrados los que tantas ansias tienen de hacer que la ciudad termine por desparramarse rumbo a los cerros, no, para nada, se trata de los nuevos ricos, los advenedizos, aquellos que arden en deseo de verse integrados entre una rancia aristocracia local siempre tan celosa de sus orígenes, como de sus lazos de consanguinidad; un círculo al que no van a entrar así terminen comprando todo el cerro y haciéndolo colar de hormigón y concreto.

Algunos dirán que yo jamás entenderé, que no tengo visión de futuro, que me gusta quedarme apoltronado en el ayer, pero es que si comparo el San Luis Potosí del que tan orgullosos se sentían mis ancestros, con aquel que me ha tocado conocer desde mi adolescencia, no hay en absoluto ni una pizca de comparación, y vaya si es harto triste, porque si algo tengo claro es que ricos (o más bien los aspirantes a ricos) y turistas, viven todos igual aquí, que en China, cual si el modelo de urbanidad norteamericano fuese el non plus ultra del desarrollo público.

Inimaginable lo que allende los cerros se yergue. Una mole colosal de hormigón, concreto y planchas de asfalto al más puro estilo autopista de carreras se van tragando los cerros, sin que pocos osen preguntarse: ¿qué ocurrirá con el suministro de agua de la localidad el día que las locas ansias de quienes hoy se quieren comer todos cerros habidos y por haber, consigan edificarlo todo? Sobrecogedor todo lo que me viene a la mente cuando lo pienso.

Aún recuerdo cuando hará una veintena de años me llegaba a topar con la pedorra cantaleta de cualquier pitero chilango que desde su soberbia y desdén pretendía intimidar a los locales con el argumento de que vivíamos en pinche rancho bicicletero; ni que decir de los atolondrados locales que nomás era de que se fueran un par de años a cualquier ciudad estilo León o Querétaro, para que regresaran cada que lo hacían mascullando la infelicidad de ser oriundos de una pequeña ciudad donde nunca pasaba nada. Y vaya si hemos cambiado, pero para mal.

CONTINUARÁ...