Ágora: El elogio de la trivialidad

El elogio de la trivialidad.

Cada que un episodio de la vida pública se enfoca a las formas de lo declarativo se pierde fondo, se trivializa. Es francamente penoso que siendo México uno de los países más importantes de América Latina, la opinión pública nacional pierda tanto tiempo en discutir los pormenores de las intervenciones mediáticas de un mandatario, como si no fuese ya suficiente con que el mismo aparece en televisión absolutamente todas las mañanas, cual si de un presentador noticioso se tratara; uno por cierto terriblemente malo para comunicar, porque aunque le gusta aparecer en medios, queda claro que lo suyo no es en el análisis, mucho menos el acto mismo de informar.

Se nos olvida, o acaso lo dejamos selectivamente de lado con toda intención, que ni el Presidente ni los gobernadores o demás funcionarios de gobierno en sus distintos niveles son realmente comunicadores. Y total que al final, enfrascados como rutinariamente hacemos en las propias intervenciones públicas no llegamos nunca a lo que realmente debería discutirse. Una cosa es clara: mientras la opinión pública nacional se siga fijando más en lo que el Presidente dice, que en lo que sus ministros hacen o implementan (ejemplo: el tan manoseado tema del crecimiento económico), nuestras lecturas seguirán siendo no sólo ineficientes, además seguirán abonando el camino para una construcción discursiva que se define entre bandazos; lo mismo se celebran victorias pírricas, que se desestiman la importancia de los efectos mundiales sobre el desarrollo nacional, mientras la discusión sería brilla por su ausencia.

Muchos dicen que el señor Presidente sigue todavía en campaña, y no faltan razones para creerlo; se gasta la mayor parte de sus intervenciones públicas, más en justificar las razones de su pensamiento y las dificultades dejadas por las administraciones que le precedieron, que en ofrecer respuestas claras para despejar la incertidumbre que se cierne sobre su administración, que no termina de traducir en acciones concretas las mejores intenciones de administrar al país con mejores resultados de los hasta ahora obtenidos.

No es un dilema sencillo, se puede tener muy claro cuáles son los problemas de un país (en ello radicó siempre la virtud de quien es hoy Presidente, en decir lo que está mal); se puede incluso saber qué es lo que se quiere (algo que se tiene relativamente claro), pero ni lo uno, ni lo otro, harán lo más mínimo para sacarnos del estancamiento, si no se ataja con solvencia de qué modo se puede conseguir lo que se anhela, lo que pasa necesariamente por tener en claro los límites y alcances de las propias capacidades para no verse luego reajustando al punto de la exasperación y o la insignificancia.

Lo he dicho en esta columna infinidad de veces y lo vuelvo a repetir, si algo hay que se echa de menos en discutir la calidad de la vida pública nacional es la seriedad de ese tan necesario debate. Si, el país tiene problemas y muchos muy harto conocidos (corrupción, violencia, aplicación diferenciada de la ley, pobreza), pero entre todos ellos uno es particularmente preocupante, no hemos aprendido de los límites del presidencialismo, seguimos instalados en la ficción de un presidente todopoderoso capaz de resolverlo todo. Más claro: si no funcionó durante el siglo XIX, mucho menos durante el XX, menos va funcionar para una sociedad como la del presente siglo, cada vez más compleja e interdependiente de lo que ocurre en cualquier punto del mundo.