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Ágora: México. ¿Una democracia con adjetivos?


México. ¿Una democracia con adjetivos?


¡Ay, ay! Que ratas son los políticos del viejo régimen, por eso este país jamás va a mejorar, pobre de México, tan lleno de posibilidades todas fallidas; mira nada más cómo me desgarro las vestiduras para que todos puedan ver lo mucho que sufro. ¡Por favor! No seamos hipócritas, si nos encanta el PRI con todo y sus modos políticos más arcaicos, tan llenos de populismo, dispendio y falsa bonanza con cargo al erario. Lo que es más, si pudiéramos volveríamos el tiempo atrás, sólo por darnos el gusto de volver a vivir con holgura y comodidad sin hacer lo más mínimo por sostener la situación. Esa y no otra es la razón por la que más tardan en aparecer nuevas propuestas en el horizonte partidista, que sus responsables en reproducir viejos vicios que poco tienen que ver con una democracia.


Porque nos guste o no, lo de México se parece más al caso del toxicainómano, que después de tener el “viaje” de su vida, permanece el resto de la misma intentando –sin éxito alguno–, recrear su más ávida experiencia de distorsión perceptivo sensorial, que al caso de la persona prospera, que por azares de la vida y pese al ímpetu de su empeño, de súbito se ve fracasar y caer sin poderlo evitar. Hace falta mucho valor y algo más de franca humildad para decir las cosas como de verdad son, y no como nos hubiera gustado que fueran, porque si este país hubiera sido alguna vez, esa nación de ensueño que los más acérrimos defensores de nuestra muy larga tradición autoritaria, insisten en querernos vender cuando de defender lo indefendible se trata, por principio de cuentas jamás se hubiera conocido, –ni por asomo–, de aquellos tiempos donde cualquier aspecto de la vida se resolvía por tratos oscuros, componendas amenazas de coacción y o arranques de oportunismo.


Como tampoco se habría sabido jamás, de la temeridad de vernos por ello mismo, enfrentando la vida diaria bajo el estigma de callar lo que realmente pensamos o sentimos, y decir apenas lo justo para no desentonar –por aquello de “qué van a decir”. Porque si bien problemas sociales del estilo, no son en su totalidad consecuencia de la profunda vocación autoritaria de nuestra sociedad, es difícil ignorar que buena parte de los mismos se fincan sobre la normalidad con la que todo tipo de arbitrariedades se asumen.


¿Pero qué pasa aquí según los entendidos del tema? –cabe preguntarse. Democracias deficitarias, (por decirlo de modo menos severo “con adjetivos”), como la que este país padece hace 30 años, son sólo factibles, ahí donde los ciudadanos que las habitan, carecen de argumentos sustantivos para defender sus intereses en común, porque no saben siquiera que los tienen. Por lo que permanecen de continuo, a merced de coyunturas, lo mismo que de intereses privados, bajo el supuesto de creer que ir por la libre, ofrece mejores opciones personales para el crecimiento propio, que la responsabilidad compartida de establecer acuerdos colectivos estables, duraderos y equitativos.


Con tales condiciones es fuerte la tentación de creer que no se cuenta con personas interesadas en la libre formación de gobiernos, sin embargo, el problema de fondo no pasa tanto por la ausencia de sinceros defensores de las instituciones democráticas, como por el escaso o nulo valor que se otorga a las dimensiones extra electoras de la democracia, esto es, que se desconoce el impacto de los procesos de gobierno en la propia configuración de la democracia como régimen político. Consideración esta última por demás significativa, porque tiende a silenciar que la regularidad de la democracia como forma de gobierno, descansa no sólo en el modo como sus ciudadanos seleccionan autoridades, tanto como en los límites –que al menos en teoría–, debieran existir para conducir sus capacidades de gobierno bajo los principios más elementales del liberalismo y el republicanismo.


Hasta qué punto se tiende a pasar por alto esta observación, nos habla no sólo de un sesgo interpretativo en el corpus de los marcos explicativos que tradicionalmente se han utilizado para explicar las razones del cambio político y las perspectivas de supervivencia de sus regímenes resultantes. Sino también en no menor medida, de los intereses reales que hay de cara a la realidad sobre la utilidad práctica de afianzar cambios institucionales en los modos despóticos como tradicionalmente se han ejercido el poder político en nuestras sociedades. De otro modo, no por mucha retórica que se utilice para defender la democracia, conseguiremos sortear el entrampamiento de creer que la propia democracia sea como tal, la solución de sus problemas más serios.


El punto con lo que digo es tan llano como rotundo, ninguna posibilidad que se nos ocurra para aliviar los numerosos problemas que este país enfrenta en la actualidad, llegará a prosperar sin una transformación estructural de nuestras instituciones. Ello exige por mucho, ir más allá de lo que hasta este punto hemos conseguido (con mecanismos regulares de libre selección de gobiernos), y reconocer que buena parte de los gobiernos democráticos que hemos tenido en las últimas décadas, han terminado en su mayoría y por diversos motivos, reproduciendo los rasgos más oscuros del viejo régimen. Porque como hagamos un reconocimiento tácito de lo que nos limita, difícilmente nuestra democracia dejará de ser la de hasta ahora, una a la que para referirla, siempre se hace preciso adicionarla con los más variopintos adjetivos, sólo para indicar que pese a su importancia, no nos tiene satisfechos.


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