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Ágora: Discriminación

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • 19 oct 2018
  • 3 Min. de lectura

Discriminación. Un comentario personal en torno a la normalización social de la violencia.

Procurar la igualdad y el respeto no equivale a lograrlos. La violencia –en cualquiera de sus formas que soy capaz de imaginar, sea material, verbal o psico afectiva–, es una de esas grandes miserias humanas de las que no sólo me siento a disgusto y avergonzado, sino fundamentalmente comprometido a no permitir. El silencio y la falta de compromiso para hacer frente a la degradación de la condición humana, es un tema que remueve la más honda de mis impresiones.

Porque pone en entredicho no sólo el alcance de nuestras capacidades institucionales, sino también la veracidad de numerosos valores colectivos, comprometiendo el valor que nos otorgamos en lo individual. El punto es que vivimos en un entorno tan acostumbrado a la violencia, que nos hemos vuelto insensibles a la misma; lo que es todavía peor, no tenemos mucha consciencia respecto sus efectos en el largo plazo para todos.

Hecho que me parece preocupante, porque el tema de la violencia y la discriminación se encuentra tan estereotipado, que la más de las veces se asume que aquellas agresiones donde no hay maltrato físico no cuentan como tal, por lo que incluso quien las advierte, es capaz de tolerarlas bajo argumentos de todo tipo, francamente fútiles, que van desde “son cosas de la vida” o “conozco casos mucho peores”, pasando por declaraciones como “en todos lados se cuecen habas”, o “se lo gano”.

Así las cosas, me pregunto: ¿Qué debe ocurrir para saber reconocer que cualquier incidencia –así sea verbal o psicológica– que comprometa nuestra capacidad de crecer con plenitud constituye una agresión? De menos es necesario decir que normalizar la violencia nos transgrede a todos, por ello resulta un lastre ante el cual no podemos claudicar en su entendimiento, ni mucho menos en su erradicación.

De ahí que el silencio, la hipocresía y la complicidad con la que a veces la arropamos, incluso sin darnos cuenta, me lleva a advertir que si llego a permitirla y tolerarla, entonces yo también soy indígena empobrecido en la selva Lacandona, mujer golpeada y engañada en el silencio de la casa, anciano olvidado en un asilo, inmigrante desplazado por la pobreza, pandillero, indigente y mara salvatrucha perseguido por el abuso de autoridad, gay degradado por el libre ejercicio de mi sexualidad, macho incapaz de mostrar sensibilidad por la imposición social, niño maltratado por mis padres, compañeros y maestros, obrero de la zona industrial mal pagado, mujer acosada en mi trabajo, chico fresa estigmatizado por el poder adquisitivo de mis padres, enfermo de sida y cáncer rechazado en mi comunidad, tatuado y ex presidiario al que nadie da trabajo por desconfianza, acarreado por despensa y una torta para el mitin, disidente, activista y poeta silenciado.

Al final del día, si bien podremos decir muchas cosas, aún con todo lo que se nos ocurra, me parece que es todavía muy poco lo que en efecto hacemos por ir dejando atrás dicho problema. Cuestión que me recuerda una observación que ha sido motivo de muchas conversaciones con un amigo muy estimado; en este tema como en muchos otros, vivimos a merced de un auténtico “dilema del prisionero” –el clásico, “ni te metas mano”–, donde usualmente elegimos la respuesta más cómoda e inmediata, porque resulta engañosamente fácil pensar que ir solos es más provechoso que unir esfuerzos.

El problema es que con opciones como esas, terminamos por configurar un escenario de incertidumbre generalizada donde todos perdemos. Porque con ello, no se hace sino abrir toda una brecha de actitudes cobijadas en el oportunismo y la rapacidad, que constantemente alimentan expresiones cada vez más corrosivas y degradantes. En cualquier modo, la lección es tan clara como cruda: filtrar la vida bajo la óptica de la inmediatez, hace que cualquier acto que nos decidamos a emprender, sirva de muy poco para elevar la calidad de la misma.

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