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Ágora


¿Y después de las elecciones qué? (PARTE I)

El fundamentalismo ideológico no sirve ni para analizar, ni para persuadir. El posicionamiento militante es por definición, la peor de las opciones posibles para comprender nuestra realidad política en un escenario electoral, lo mismo da si se está con la parte que encabeza las preferencias, que con cualquiera de las restantes posiciones. Ni que decir si lo que se pretende es persuadir, porque quien milita en un partido supedita la naturaleza de su participación, a la obsecuente disciplina que debe a sus dirigencias. En tales condiciones, es poco lo que se puede hacer por desarrollar una labor genuinamente crítica.

En cualquier modo, de aquí en más, salvo que un escándalo de proporciones épicas generara un cambio brusco en las preferencias electorales, es casi un hecho que la coalición Morena, PT y PES se hará con el triunfo electoral. En consecuencia, no creo necesario sobre abonar al terreno de los análisis centrados en cuál será o pudiera ser el resultado de la actual elección presidencial. Por el contrario, pienso necesario reflexionar en torno al escenario pos electoral, así como a la hipotética composición del legislativo que habrá de acompañar al próximo gobierno. Ahí es donde está la clave para entender qué habrá de suceder realmente en el país los próximos años.

Tres son a saber las consideraciones que me obligan a enfatizar dicha cuestión; primero, la preeminencia de la figura presidencial en el imaginario social, producto de una herencia brutal de autoritarismo, donde el caudillismo ha jugado un papel preponderante en el ejercicio político; segundo la importancia del voto diferenciado, y su impacto en la formación de los equilibrios de poder, toda vez que desde que el PRI perdiera la mayoría en el congreso en 1997, ningún gobierno ha conseguido un congreso de mayoría favorable al ejecutivo; y tercero, la relación entre el presidente y el poder legislativo en países como el nuestro, donde si bien prevalece una importante herencia personalista de la política, (producto de décadas de autoritarismo con las prerrogativas meta constitucionales del presidente como piedra angular), lo cierto es que sus regímenes políticos acusan formalmente presidencias muy débiles, lo que queda patente en la dificultad de los ejecutivos para propiciar acuerdos políticos estables y duraderos, en escenarios donde ningún partido cuenta con mayoría legislativa, lo que trae como consecuencia la formación de gobiernos divididos, propensos a la parálisis y a la ingobernabilidad.

Un análisis semejante ofrece la posibilidad de desmarcarnos del talante personalista con el que se desarrollan, no sólo los procesos políticos, sino también los propios análisis sobre los mismos. No sólo tenemos una vida pública signada por una fuerte herencia personalista del ejercicio del poder, dicha herencia pesa también sobre los modos como interpretamos la política.

Sólo en ese modo se puede entender uno de nuestros síntomas más preocupantes y recurrentes en torno a la democracia: el desencanto de la ciudadanía con los gobiernos resultantes. Rasgo común en América Latina, que obedece, no sólo a la ineficiencia de los gobiernos, sino también a una incomprensión en la formación de los liderazgos políticos democráticos, producto de nuestra escasa experiencia consensual; más claro: pese a que llevamos una veintena de años generando gobiernos democráticos, seguimos añorando la política de hombres fuertes.

Ese es en realidad el motivo por el cual propuestas disruptivas y confrontativas con el sistema, resultan tan atractivas, (piénsese por ejemplo los casos de Vicente Fox hace veinte años, o de Jaime Rodríguez Calderón en Nuevo León, hace apenas unos años). La idea detrás es muy simple como peligrosa, y tiene que ver con ese discurso voluntarista y personalista, que apela en no pocas ocasiones, al chantaje emocional de un pasado imaginario, donde si había voluntad política, misma que se expresa en esa fórmula común al caudillismo del “yo sí puedo hacer lo que otros no han hecho”; “yo si voy a cumplir lo que el pueblo quiere”; “sólo yo puedo cambiar al país”.

Por otra parte, aún si las preferencias del electorado cambiaran radicalmente, la cuestión de fondo con lo que aquí exploro muy brevemente, permanecerá intacta: la nuestra es una democracia presidencialista, donde la autonomía decisional del ejecutivo se encuentra persistentemente acotada por la naturaleza fragmentaria de sus acuerdos de gobierno, que apenas logran sortear la parálisis, porque cuando no se llega a ningún consenso, en automático se aprueba el presupuesto del año anterior. Mecanismo que no sólo ha resultado una auténtica “cláusula de gobernabilidad” para el país, sino que encima ha terminado por su efecto positivo sobre el funcionamiento del Estado, siendo replicado en otros lugares del mundo.

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