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Vislumbres: Una Travesía Trascendente (décima parte)


UNA TRAVESÍA TRASCENDENTE

Décima parte


LA INUTILIDAD DEL MOMENTO. –


A finales de agosto de 1540 la expedición de Francisco Vázquez de Coronado se hallaba en algún punto situado a la orilla del Río Grande (o Bravo), en el actual estado de Nuevo México y, dados los nulos resultados que hasta ese momento habían tenido, él y su gente, desengañados de casi todas las fantasías que les había descrito fray Marcos de Nisa, llegaron a creer que todos los esfuerzos que hasta ese momento habían realizado serían infructuosos.


Y tal vez tenían razón, porque en vez de encontrarse con las famosísimas “siete ciudades de oro” que habían salido a buscar, lo único que encontraron, aparte del cañón del Río Colorado y de las riberas del Río Grande, fueron algunas tribus indígenas nómadas y semisalvajes, y algunos pueblos ya sedentarios que, aun cuando ya tenían una vocación agrícola basada en el maíz, el chile y la calabaza, carecían del esplendor y las riquezas que les había tocado ver en algunos de los pueblos más importantes de la Nueva España.


Pero no deseando darse por vencidos y volverse con las manos vacías, siguieron con sus exploraciones y, estando en eso, el otoño de aquel año de aquel año se hizo presente; el clima empezó a cambiar y, como Vázquez de Coronado y sus acompañantes no llevaban ropa adecuada para cubrirse del frío, en octubre quisieron comprársela (¡con dinero!) a unos indios del rumbo, pero como éstos ni siquiera conocían las monedas, no les dieron ningún valor y se negaron a vendérselas, o a intercambiárselas por algunas otras chucherías, porque tampoco tenían ropa de sobra para vender, sino la que ellos mismos usaban para pasar el invierno.


Viendo esa negativa, y al sentir ya demasiado el frío, los españoles mostraron una vez más su arrogancia y, prefiriendo ser ellos los que sobrevivieran a la crudeza invernal, entraron a la fuerza en algunos de aquellos pueblos y les arrebataron sus mantas y sus pieles, propiciando que los agraviados pidieran ayuda de tribus aliadas y comenzaron a guerrear en su contra, matando a varios españoles y a sus caballos.

UN CAMPAMENTO JUNTO AL RÍO GRANDE. –


El invierno se vino entonces en toda su intensidad y, no pudiendo avanzar ni retroceder, los españoles levantaron una especie de campamento fortificado en la orilla del Río Grande, donde cazando lo que pudieron, o comiéndose las últimas cabezas de ganado que llevaban consigo, lograron sobrevivir hasta la primavera de 1541. Todo eso mientras que, al platicar con algunos de los indios del rumbo, uno de ellos les comentó que él también él había oído hablar acerca de una ciudad cuyo nombre sonaba Quivira, o algo por el estilo, y como ése era el nombre de una de las ciudades “de oro”, de las que hablaba la leyenda, los españoles le preguntaron que cómo se podrían ir hacia ella, y él les habría respondido que siguiendo unas doce jornadas hacia el noreste.


A nosotros nos puede parecer cosa de risa el hecho de que todas aquellas gentes hayan sido tan crédulas, pero como su época estuvo llena de fantasías, albergaban grandes esperanzas de que en algún momento encontrarían las míticas ciudades y que, al lograrlo, casi automáticamente censarían sus esfuerzos y comenzarían a ser inmensamente ricos.


Así, pues, motivado por esa ilusión, en cuanto inició la primavera de 1541, Vázquez de Coronado tomó a dicho indio por guía y, dejando a unos cuantos de los suyos en el campamento del Río Grande, atravesó un tramo de las Montañas Rocosas, pasó por el hermoso valle fluvial del Río Pecos, todavía en el actual estado de Nuevo México, y se adentró en lo que ahora es el norte de Texas, encontrándose con un llano extensísimo, en el que lo más que falta es el agua.


Se conserva, en ese sentido, un párrafo muy sugerente que se le atribuye a Vázquez de Coronado, o a uno de los suyos, que dice: “He llegado a unas llanuras tan vastas, que no he encontrado su límite […], aunque viajé por ellas más de 300 leguas”.


Al ver semejante llano, en el que “no había ni una piedra, ni un poco de terreno elevado, ni un árbol, ni un arbusto”, ni nada que les pudiera servir como una señal visible, alguno de aquellos expedicionarios tuvo la inteligente ocurrencia de ir colocando estacas a cada tanto del recorrido, para marcar el camino en aquella inmensa vastedad, por lo que más tarde bautizaron al sitio como “El Llano Estacado”, nombre con el que se le sigue conociendo a esa región hasta la fecha.

EL CAÑÓN DE PALO DURO. –


En junio iban ya llegando al fin del inmenso llano y, sin que hubiese cambios notables en el paisaje, súbitamente se encontraron con el borde de otro cañón espectacular, muy parecido al del Colorado, pero evidentemente menos profundo, como lo deben de haber constatado Garci López de Cárdenas y los demás “descubridores” del Gran Cañón. Así que, para diferenciarlo del otro, nombraron a éste como “el Cañón de Palo Duro”, a cuyo fondo situado unos 270 metros abajo, sí lograron llegar.


Investigando sobre ese sitio, he podido saber que dicho cañón estaba habitando en partes por indios de las tribus comanches, apaches, kiowas y cheyenes; y que es el segundo cañón más grande de todo el actual territorio de los Estados Unidos. Pero los demás datos que se conocen sobre la expedición sus “descubridores” dicen que, luego de reposar algunos días en un vallecito al pie del arroyo de Palo Duro, el capitán Coronado resolvió dejar allí a la mayor parte de la cansada gente que aún iba con él, para seguir hacia el noroeste, cruzando la parte más estrecha de lo que hoy es el estado de Oklahoma, antes de vadear el caudaloso Río Arkansas y llegar, finalmente, a su soñada Quivira, que a la hora de la hora resultó ser un nada notable pueblo de casas de adobe y techo de paja, en donde vivían los indios wichita.


Desde la perspectiva de los wichita y de los demás indios del rumbo, aquel pueblo era “un importante espacio comercial”, pero como los españoles no vieron allí ninguna señal de que hubiese oro y plata, y como la totalidad de los productos que ahí se intercambiaban mediante el trueque, no les llamaron la atención, desilusionados, comenzaron a pensar en su regreso.


Se sabe, por esos mismos testimonios, que Coronado permaneció alrededor de 25 días en esa pobre Quivira (de la que tampoco ahora no se sabe su ubicación), y que, durante su estancia allí, a través de intérpretes supo de la existencia de otro camino más corto y menos difícil, que por el que habían llegado desde el Cañón de Palo Duro, y por ahí se volvió, hasta reencontrarse con la gente que había dejado en el campamento. Ya juntos otra vez, tuvieron la buena suerte de cruzarse con la movilización anual de las manadas de bisontes, y se dieron un buen tiempo para detenerse a cazar, abastecerse de carne (que debieron de poner a secar para poder llevarla consigo) y recoger pieles que después les serían muy útiles.

Pero la ambición de aquellas gentes tampoco tenía límites, y cuando llegaron nuevamente a Tiguez (o Tiguex), les llegó un informe de que no demasiado lejos de allí había, según eso, una ciudad encaramada en lo alto de una meseta. Coronado envió entonces al capitán Garci López de Cárdenas, “el descubridor del Gran Cañón”, y a un grupo de soldados a tratar de tomarla, pero los nativos no sólo derrotaron a sus atacantes, sino que atraparon a Garci López y a otros soldados, y se los llevaron cautivos, sin que jamás volviesen a saber nada de ellos.


En medio de tales decepciones y con el número de expedicionarios ya muy reducido, el invierno volvió a llegar, pero para entonces, ya estaban mejor preparados y, así, en cuanto terminó la gélida estación, ya en 1542, Vázquez de Coronado dio la anhelada orden de volver a Compostela.


En algún momento de aquel recorrido, el caballo de Vázquez de Coronado se asustó, o se resbaló, y el jinete se fue directo al suelo, golpeándose fuertemente la cabeza.


Se infiere que debe de haber padecido una conmoción, porque a partir de que recobró el conocimiento, sus compañeros notaron que ya no era el mismo. Y, así, agobiados por la larguísima caminata, llenos de deudas y con una gran decepción en sus respectivos pechos, sólo llegaron a Compostela, un poco más de cien castellanos de los 350 que habían partido, e igualmente, un número muy reducido de los 800 indios de la Nueva España que fueron como cargadores y acompañantes.


Desde el punto de vista económico, la expedición fue un total fracaso, y en Compostela la comitiva se disolvió. Yéndose los sobrevivientes a donde tenían sus respectivas querencias.


Coronado se vio entonces en la necesidad de viajar hasta México, para rendir cuentas de todo lo que había visto y oído. Pero antes de hacerlo trató de ponerse al tanto de lo que ocurrió en Nueva Galicia en los dos años que estuvo ausente. Habiéndose enterado así de cómo y cuándo dio inicio “la guerra del Mixtón”; de cómo falleció Pedro de Alvarado; de cómo logró someter el virrey “la rebelión caxcana”; de cómo y en qué fecha se llevó a cabo la cuarta fundación de Guadalajara y, cómo, por último, apenas del 27 de junio de ese mismo año de 1542, acababa de partir, desde el puerto de Navidad, la expedición de Juan Rodríguez Cabrillo y Bartolomé Ferrelo para reconocer las costas situadas más al norte de la isla Cedros.


Todo eso mientras que en el cercano Puerto de Navidad estaban cientos de personas afanadas en poner a punto los seis mejores navíos que habían sido de Pedro de Alvarado; para zarpar, según eso, antes de concluir octubre, hacia “las islas del poniente”, bajo el mando del capitán Ruy de Villalobos. De cuya expedición hablamos dos capítulos atrás.


Los últimos informes que habían llegado hasta Compostela decían que en esa otra expedición partirían más de 350 soldados, varios curas, frailes y marinos. Datos que, si bien debieron de impresionarle a Vázquez de Coronado, tal vez no le agradaron mucho, precisamente porque él no tenía muy buenos informes que dar.


Colateralmente las crónicas dicen que antes de partir en busca de “las siete ciudades”, Vázquez de Coronado había logrado conseguir, prestados, alrededor de 71 mil pesos de oro, para financiar la parte de la expedición que quedaba a su alcance, y que, en razón de lo mismo, en cuanto regresó a México fue requerido por sus acreedores, viéndose en la imperiosa necesidad de tener que vender varios pueblos que había tenido en encomienda, y de rematar otros de los muchos bienes que él y su esposa tenían en la ciudad de México y sus alrededores.


No he podido saber cuándo ni en qué términos debió de llevarse a cabo el encuentro del Virrey Mendoza y su protegido, pero hay bases para suponer que a Mendoza no parecieron preocuparle mucho los informes que Vázquez de Coronado trajo, puesto que casi inmediatamente después retomó Coronado la gubernatura de Nueva Galicia. Cosa que por sí mismo no habría podido hacer sin el consentimiento y apoyo del virrey.

URDANETA ENTRA UNA VEZ MÁS EN ESCENA. –


Pero Mendoza, sin embargo, debió de haber percibido algo anormal en el comportamiento de su querido pupilo y, como le seguían llegando otros informes de que los indios de Nueva Galicia no estaban del todo en paz, decidió intervenir de manera discreta en la provincia, nombrando algunos ayudantes de Vázquez de Coronado en calidad de corregidores. Corregidores entre los que precisamente apareció nuestro ya viejo conocido Andrés Ochoa de Urdaneta Cerayuvenios, “como corregidor de la mitad de los pueblos de Ávalos”. Lo que equivale hoy a decir que Mendoza lo envió a gobernar algunos de los pueblos situados en las inmediaciones de los Volcanes de Colima: como Zapotlán, Sayula, Xiquilpa, Ameca y Amula. Aunque en un posterior mandato, fechado en México el 6 de febrero de 1543, el virrey le asignó un poder más amplio, ordenándole que no sólo estuviera al pendiente de los mencionados pueblos, sino que, aparte, visitara (o estuviera al tanto) “de los pueblos comarcanos a su corregimiento”, incluyendo en esta otra lista “los valles de Autlán, Milpa y Expuchimilco, [Villa de Purificación] y el puerto de Navidad y los indios que están poblados cerca de él”. Una región demasiado extensa para visitar, tomando en cuenta que Urdaneta, más que hombre de tierra era hombre de mar.


Pero Mendoza recordaba muy bien que Urdaneta, no obstante haber sido gente cercana de Pedro de Alvarado, había participado de manera notoria en “la pacificación de Nueva Galicia, haciendo todos sus gastos, y llevando armas y caballos”. Por lo que le debió de caer bien el tipo, y confió en que sería un buen corregidor.


La cabecera más o menos oficial de “los pueblos de Ávalos” se había ubicado en el pueblo lacustre de Sayula, pero hay indicios para creer que el muy andariego corregidor Urdaneta sí se dispuso a cumplir con su cometido, y andaba frecuentemente por toda la región, recibiendo un sueldo fijo anual de 300 pesos de oro, a los que seguramente añadía lo que podía “pipiliar” con multas no reportadas y cosas por el estilo. Habiendo podido acumular, según parece, muy buenos dineros que le sirvieron para comprar una mina “en el real de Huachinango”, a donde, según indicios, pensaba retirarse cuando se le terminara el cargo. Pero de todo esto y de lo muy importante y emocionante que le sucedió después, hablaremos en el próximo capítulo.


PIES DE FOTO. –


1.- En la primavera de 1541 cruzaron un tramo de las Montañas Rocosas y atravesaron los hermosos parajes del Río Pecos.


2.- Se adentraron después en el norte de lo que ahora es Texas y, padeciendo innumerables penurias, atravesaron el muy reseco Llano Estacado.


3.- Y cuando ya casi cuando estaban a punto de fallecer, se encontraron con otro hermoso cañón y un bonito río que corría al fondo, al que bautizaron como El Cañón de Palo Duro.


4.- He aquí un excelente mapa que resume la trayectoria de la increíble expedición de Francisco Vázquez de Coronado.




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