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Ágora: Urge ya un cambio


Urge ya un cambio. Un comentario personal en torno a la ecología mundial.


Duele pensar que llevemos tanto tiempo hablando en la opinión pública de todo el mundo sobre la necesidad de cambiar radicalmente nuestro modo de vivir, sin que por ello se haya movido un ápice nuestra propensión al dispendio. Otro tanto ocurre con temas que van todos encadenados al equilibrio ecológico del planeta y el impacto que nuestra actividad civilizatoria sobre el mundo ha tenido; el agua potable y el próximo agotamiento de la misma; el calentamiento global y el deshielo de los cascos polares, con toda la devastación que ello promete; la extinción masiva de especies y el rompimiento de nuestro frágil equilibrio ecológico; la miseria de millones en el tercer mundo a costa de la opulencia de un puñado de familias a nivel mundial; todos y cada uno de estos problemas tienen a mi parecer un denominador común, la cortedad de miras, el egoísmo.



La cosa es que pasan las décadas, pero la socarronería de asumir que siempre sabremos qué hacer llegado el punto de no retorno, permanece como toda la vida, alimentando la idea de que no hay desastre por grande que nos parezca que el ingenio y la inteligencia del ser humano no sepa remediar. Sin advertir siquiera la gravedad de lo que nos estamos jugando, que no es otra cosa que la existencia misma, porque llevamos largo tiempo empeñando la viabilidad de nuestro modo de vivir, en la creencia de que ya se nos ocurrirá más delante, algo que remedie al instante el desastre que hemos generado a través de una economía planetaria fincada en el crecer indefinidamente al precio que sea.



El problema es que llevamos así cuando menos 60 años, vamos lo que se dice, no ya, “camino al abismo”, estamos de hecho adentro desde hace tiempo y permanecemos haciéndolo todo, como si buscáramos llegar lo más profundo posible, estamos pues en realidad viviendo tiempo extra. El impacto de nuestra actividad industrial y el modo como comercializamos todo lo que producimos nos está pasando factura. El problema es que no terminamos de comprender que no importa lo que se piense, ni el espacio que se ocupe en términos productivos, la cosa es que absolutamente todos estamos anclados a este soterrado islote llamado tierra y no se ve para cuando terminemos de hacerlo pedazos.



Suena chocante decirlo, pero tal parece que en este tema nos ha sucedido lo que a Pedrito y el lobo, es decir, tanto se nos advirtió que un día podría llegar que el efecto de nuestra actividad sobre el mundo fuera de tal magnitud, que nos pusiera al borde de la extinción; pero se nos dijo tanto, que la gravedad del mensaje fue perdiendo vigor con el correr de las décadas; el resultado no podría ser más desalentador: hace al menos 25 años que el mundo no es ya el que durante milenios fue en términos de biodiversidad y de sustentabilidad; es por la sobrepoblación se adelantan no pocos a decir –y si, puede ser que una parte del problema sea la importancia con la que creció la demografía en el último siglo, pero no pienso en todo caso que el problema sea el número de personas que somos, sino el modo como pretendemos que se siga viviendo.



Para que se entienda claramente lo que digo, habrá que tener en cuenta que si de súbito todos los países del mundo tuvieran la posibilidad de vivir con el nivel de dispendio y despilfarro que se lo hace en el primer mundo (Estados Unidos y Europa Principalmente), se necesitarían al menos de 30 a 40 mundos como el único que siempre hemos tenido para satisfacer las demanda, así las cosas es muy obvio que hoy lo está en juego, además de nuestra supervivencia misma, es el modo como estamos acostumbrados a producir y distribuir la riqueza. Lo habré dicho otras tantas veces, pero igual no me cansaré de decirlo: Urge un cambio radical en el modo que tenemos vivir, o si no habrá que prepararnos para vernos padecer una larga agonía de la que no habrá nadie que se salve.



Al punto que hoy estamos la cosa es muy clara: Precisamos un cambio radical en el modo que tenemos de producir y distribuir la riqueza. Porque aunque no se lo diga y aunque apenas se haga algo al respecto siempre que se privilegia los intereses corporativos de los grandes capitales, nuestro actual sistema económico está condenado al fracaso total, y no puede ser de otro modo para un sistema productivo que no es siquiera capaz de mantener la sustentabilidad del espacio en el que opera. Porque un sistema económico que para pervivir necesita destruirlo todo, podrá ser todo lo que sus defensores quieran en términos de crecimiento y competitividad, pero estará muy lejos de cumplir su cometido como instrumento de supervivencia de la civilización en la que opera.



Lo cual es ya de por sí grave, pero se vuelve todavía más apremiante si se tiene en cuenta que no estamos ya para concesiones de ningún tipo, porque será eso o sencillamente que mañana no haya más para donde hacerse y que entonces, se haga lo que se haga, nos demos cuenta que hemos despertado ya muy tarde de nuestro letargo fetichista –como si vivir se tratara sólo de cuánto somos capaces de acumular en términos de bienes materiales–, sólo para descubrir que nos hemos cargo lo más importante y que no hay ya ningún remedio.

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