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Ágora: Una respuesta a la altura del reto


Una respuesta a la altura del reto.

Por: Emanuel del Toro.

Como no podía ser de otro modo, esta semana hemos sido testigos de cómo la polarización y/o el oportunismo político han comenzado a enrarecer e intoxicar el ambiente de la tragedia que actualmente vive Acapulco. La cosa es que lejos de lo humanamente deseable, el antagonismo maniqueo que ha caracterizado la disputa ideológica que hoy prevalece entre la oposición y la llamada 4T, en el actual periodo de gobierno, han sido la excusa perfecta para tomar el episodio, ante la tragedia de lo ocurrido con el huracán Otis, como un estadio más en esa larga lucha.

El resultado en ese sentido no podría ser más desafortunado: hoy por hoy, hay miles de personas que carecen de lo más elemental, sin que hasta el momento los esfuerzos de cualquier ámbito –sea este público o privado–, hayan resultado suficientes. Ni lo han resultado de parte del gobierno federal, como tampoco lo han resultado para cualquier otro nivel de gobierno. Lo que no exime de decir que se trata de una insuficiencia que en honor a la verdad, cunde a partes iguales tanto para el gobierno, como para la propia iniciativa privada, con toda esa miríada de detractores de lo público que la suele caracterizar.

Lo expreso de este modo, para dejar habida cuenta del enorme reto que hoy enfrentamos como país. Porque pensemos como pensemos, los estragos dejados por el huracán Otis en Guerrero, exigen por mucho, un esfuerzo que sepa sobreponerse a la óptica marrullera de una política nacional acostumbrada de común, al antagonismo estéril, pero sobretodo a la perenne incapacidad de hallar los puntos de mediación que permitan construir esfuerzos de gobierno capaces de reflejar las bondades de una presencia estatal regular, que al tiempo que se hace efectiva, ofrece las garantías necesarias para que otros actores puedan contribuir de forma decidida a superar las enormes complicaciones que hoy se enfrentan.

Esta es pues la coyuntura en la que ambos bandos del espectro ideológico –se trate de la oposición o del propio oficialismo–, pueden llegar a mostrar de qué están hechos realmente. Y no entenderlo por ambas partes, puede de hecho, llegar a significar, más allá de lo meramente coyuntural, un escenario altamente perjudicial para la totalidad del país. Para decirlo todavía más claro: no estamos ya para volver a replicar escenarios como los que tan frecuentemente se dieron en el periodo de gobierno que está en unos meses de concluir. Se tiene que entender de una buena vez, que no se saca nunca nada claro insistiendo en infravalorar y/o desconocer los esfuerzos de aquellos que no piensan como uno mismo lo hace.

Tampoco existe la más mínima responsabilidad de seguir apostando a que todo se puede resolver por el peso de inercias altamente contingentes y/o especulativas; nos urge pues, aprender a apostar por estilos de gobierno mucho más predictibles. Pero sobretodo, mucho más estables y/o pragmáticos; capaces de superar con suficiencia sus diferencias. Lo cual de paso, exige pedir o exigirle lo propio a una oposición, que por más que lo ha intentado, sigue sin poder conectar de forma efectiva con su propia base electoral.

Este es pues un momento en que la totalidad de nuestros referentes tendría que verse severamente cuestionados y/o redimensionados, en aras de propiciar un entendimiento de nuestra vida pública, que genuinamente satisfaga los criterios de una democracia, sin por ello socavar los límites de nuestra propia legalidad. No se debería pues seguirle haciendo el caldo gordo, a quienes independientemente de sus posiciones públicas, apuestan sistemáticamente al antagonismo.

Una consigna que tiene necesariamente que quedar en claro para cualquier posición del espectro ideológico. Porque será eso, o seguir minando la regularidad del tejido social. Lo que aquí se precisa es una repuesta a la altura del reto; y el reto que hoy nos apremia como sociedad, –para quien todavía no se ha dado cuenta de la cuestión de fondo–, es aprender a propiciar un nuevo entendimiento de lo público, que genuinamente ofrezca soluciones prácticas, incorporando de forma simultánea tanto la participación del sector público, como la intervención de la iniciativa privada. No es pues la ocasión de echarse en cara sus propias insuficiencias; ya habrá en otro momento las condiciones de pensar o no en ello; y llegado el punto, ambos bandos habrás de sopesarlo. Pero al momento, lo que cuenta es resolver la coyuntura, anteponiendo el valor de lo humano.

Conformarnos con menos, no es pues, una de nuestras posibilidades. Y no lo es, porque en lo personal estimo que ya hemos perdido mucho tiempo inútil en tratar de hallarle a toda coyuntura su trasfondo político. Manteniendo a toda la costa la insana costumbre de ver causalidades deliberadas, ahí donde sólo hay motivos de coyuntura en el contenido de nuestras decisiones. Sólo en ese modo generaremos las condiciones necesarias para que el trabajo gubernamental cobre su justa medida y/o importancia. Pretender desconocer el valor que en ello juega la contribución de la sociedad, o peor aún, romantizar su impacto sobre el propio trabajo público, sólo alentará una malsana polarización que a nadie conviene.

La pregunta que yo me hago en todo caso, es: ¿Estaremos del todo conscientes de lo que nuestro reto actual significa? Cada cual que saque sus propias conclusiones. Me parece que ambos bandos tienen mucho más que perder que lo que supuestamente pueden ganar, de seguir apostando por el encono o la diferenciación. Hoy se hace falta no de una clase política tradicional acostumbrada a sacar su propio beneficio al menor costo posible, sino fundamentalmente de estadistas; de hombres y mujeres con una genuina vocación de Estado.

Esperemos pues por el bien del país, que tanto el propio gobierno como la llamada iniciativa privada sepan dimensionar la altura de semejante reto. Ya tendremos la ocasión de darnos cuenta si existe o no la genuina disposición de conciliar diferencias y en cambio apostar por un entendimiento común.

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