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Ágora: Un comentario personal en torno a la mediocridad personal y sus efectos sociales

Un comentario personal en torno a la mediocridad personal y sus efectos sociales.

 

Por: Emanuel del Toro.

 

A menudo he escuchado aquello de que tenemos tan buenas ideas, pero no hacemos con ellas ni la mitad de lo que podríamos o deberíamos; ni lo hacemos en términos de desarrollo del pensamiento, ni mucho menos en el terreno de lo operativo. Tal nivel de abandono simultáneamente personal y colectivo, no puede tener otro desenlace que el de la mediocridad por autosabotaje. En tales condiciones muchas potencialidades permanecen sin llevarse a la práctica.

 

Porque se puede tener un discurso y/o una ideas sumamente interesantes o inspiradoras, pero si lo que se piensa o predica no se corresponde con lo que en efecto hacemos en lo diario. Cualquier cosa que desde el decir o el propósito se intente, habrá de quedar corta ante la indisposición de lo que en efecto hacemos o dejamos de hacer. Para decirlo con total claridad, se piense lo que se piense, lo que cuenta siempre es lo que en realidad hacemos.  

 

El efecto destructivo de capacidades y potencialidades sin explotar, que no se traducen en ningún logro social (pero tampoco personal), es doble, se pierden oportunidades de crecimiento para todos, pero también aumentan los costos que se pagan para resolver problemas cotidianos. Con ello se garantizan perennes condiciones de subdesarrollo; el caldo de cultivo perfecto para que el oportunismo de unos cuantos, prospere hasta terminar apropiándose de todo, en detrimento del resto de la sociedad, sin que el resultado final les importe mucho a quienes mayores beneficios sacan de que todo permanezca como es.

 

La mediocridad personal es cosa seria, implica por principio de cuentas, que lo que mejor hacemos es autosabotearnos: postergando realizaciones por los motivos más estúpidos o inverosímiles; perdiendo el tiempo en anestesiarnos con hábitos poco saludables y/o adictivos, lo mismo que cultivando lazos de amistad o relaciones con personas que en vez de alentarnos a salir adelante y crecer, celebran la autoindulgencia, al tiempo que se regocijan de vernos caer una y otra vez, sólo para confirmar que hay gente igual de miserable que ellos mismos.

 

A propósito del tema, alguien me dijo alguna vez, que la energía que empleamos en enfadarnos con nosotros mismos y/o en justificar nuestra propia miseria, es la misma que podríamos usar para trabajar en superar lo que nos molesta, inhibe o condiciona. Y no lo sé, desde luego que algo de cierto hay en que el esfuerzo invertido en ofuscarnos o culparnos de lo que no ha podido ser, perfectamente podría invertirse en superar los conflictos que inhiben nuestras capacidades. Pero la cosa es que a veces, incluso sin darnos cuenta, invertimos mayores esfuerzos en no conseguir nuestra autorrealización, que en propiciarla.

 

Podrá sonar chocante decirlo de este modo, pero por extraño que parezca, ser conscientes de las incidencias que han comprometido el cumplimiento de nuestras realizaciones más significativas, dice muy poco de las razones por las que tales incidencias han resultado tan significativas; ojo con el tema, existe un mundo de distancia entre preguntarnos qué nos ha impedido conseguir lo que anhelamos, y responder por qué tales motivos han resultado tan personalmente importantes como para hacernos perder mucho más tiempo de lo necesario.

 

No se trata desde luego de un dilema sencillo de resolver. Porque enfrentarse al difícil reto de respondernos con brutal honestidad, por qué es que hemos prestado mayor importancia a lo que inhibe nuestro desarrollo, que a lo que potencialmente podría alentarlo, implica tenérselas que ver con nuestros recovecos mentales más intrincados y/u oscuros. Algo que se dice mucho más fácil de lo que en realidad resulta, porque atreverse a hacerle frente a nuestros demonios personales más persistentes, implica tenérnoslas que ver con ordenar nuestras heridas y/o tropiezos más escabrosos. Es tirarse de lleno a la empresa de encarar lo que en el pasado nos salió mal, no para atormentarnos, sino en esencia para aprender a comprender las razones más sinceras del por qué nos conformarnos con no vernos conseguir lo que cualquiera por dignidad personal merece: Una vida plena.

 

Responder la cuestión con brutal honestidad, puede ser la diferencia entre levantarnos para resolver a nuestro beneficio todo lo que nos propongamos, e ir persistentemente de tropiezo en tropiezo sin conseguir nada significativo, y lo que es peor, autoreprochándonos por no resolver nada sustancial, o culpando a la vida misma de nuestro mal pasar, cual si una suerte de destino fatal ajeno a nosotros mismos nos impidiera autorrealizarnos. Es fácil pensar qué queremos y/o buscamos en la vida, incluso advertir las razones que lo han impedido o condicionado. Pero pocas veces reparamos en por qué hemos puesto más importancia a los obstáculos enfrentados, que a las capacidades con las que contamos para superarlos.

 

Una cosa es segura: la mayor falta de respeto que se puede cometer en contra de nosotros mismos, es la obstinación de no conseguir lo que anhelamos, por no sentirnos dignos de triunfar. Y mientras sea de ese modo, es altamente probable que invirtamos mucho más esfuerzo en malograrnos, que en autorrealizarnos. Pero si la disyuntiva no estuviera entre algo tan remediable como perder o triunfar, y en cambio fuera entre vivir o morir, ¿estaríamos todos tan ridículamente encariñados con no vernos ser nuestra mejor versión?

 

Francamente lo dudo; la diferencia entre quien invierte su talento para realizarse y quien por él se juega todo, es abismal. Pero no es casualidad que sea de ese modo, después de todo, como dijera alguna vez el politólogo argentino Guillermo O’Donnell: La realidad obliga. Porque es hasta que nos vemos confrontados a la más absoluta adversidad que nos da por sacar fuerzas y/o tenacidad de donde no parece haber ya nada.

 

Y es así, porque cuando lo que se está uno jugando es el todo por el todo y no una simple opción entre tantas posibilidades, nos demostramos a nosotros mismos de qué estamos hechos y cuál es en realidad el ímpetu de nuestras aspiraciones. Algo que en condiciones comunes no ocurre, porque aunque no resulte grato reconocerlo, la más de las veces creemos que por mucho que nos equivoquemos, siempre tendremos pase lo que pase la posibilidad de enmendar los tropiezos.  Lo que no siempre es tan así, porque la vida es en toda su magnitud un estado de emergencia permanente; nunca se sabe en realidad cuándo será la última chance que tendremos de hacer una cosa o la otra.

 

Seamos pues consecuentes con la importancia que la atribuimos a todo lo que hacemos y dejemos por responsabilidad propia fuera el ostracismo de autosabotearnos. Después de todo es fundamental no olvidar que en una vida plena, la mediocridad no es opción. Pensar lo contrario es terminar, nos demos cuenta o no, infravalorando que la mediocridad personal tiene efectos sociales por demás desastrosos. Y no creo la verdad –se piense lo que se piense–, que nadie quiera terminar probándolo por cuenta propia.  

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