Ágora: La reforma judicial está resultando mucho ruido y pocas nueces
La reforma judicial está resultando mucho ruido y pocas nueces.
Por: Emanuel del Toro.
La semana pasada dediqué mi comentario de opinión a exponer las razones subyacentes al irresuelto problema de la corrupción en el primer gobierno de la llamada 4T. Expuse de modo por demás acotado, que dos fueron a saber los ejes sobre los que se fundamentó el proceder del Estado, a saber; primero, la ampliación de políticas sociales con miras a reducir la desigualdad que históricamente ha caracterizado al país; y segundo, el pretendido combate a la corrupción.
Una meta que si bien estuvo permanentemente en boga como razón discursiva del gobierno federal, para efectos prácticos dejó mucho a deber. Porque para decirlo claramente: no hubo cambios sustanciales en cuanto a la impunidad y/o el amplio margen de discrecionalidad con la que actúan propios y extraños en términos de corrupción. El combate a la misma fue en todo caso, más un ardid ideológico para perseguir opositores, que una realidad efectiva.
De ahí que dedico el presente comentario a explorar el tema de la reforma judicial, a modo de ilustrar de manera práctica, muchos de los claroscuros que atraviesan el espectro legal del país; desconocer que el esfuerzo por la construcción de una legalidad que opere al margen de los numerosos vicios que históricamente han caracterizado la procuración de la justicia en México, es por decirlo de algún modo, “la madre de todas las batallas”, es no haber entendido en toda su magnitud la importancia que guarda la necesidad de operar una severa reingeniería de la procuración de la justicia en este país como condición previa para superar los numerosos escollos sociales e institucionales que han impedido superar los problemas más severos que este país viene padeciendo hace décadas.
Sin embargo, por la centralidad que la justicia juega en la resolución de los problemas más importantes a los que hace frente país, es no menos importante poner en perspectiva que la urgente necesidad por introducir cambios en los circuitos judiciales del Estado mexicano, despierta por la naturaleza de tales cambios hipotéticos, numerosas suspicacias, toda vez que hay no pocas razones para pensar que ir demasiado aprisa en pos de un cambio, puede terminar repercutiendo en un atolladero que de no resolverse con cautela, termine comprometiendo la viabilidad misma de nuestra ya de por sí doliente e insuficiente democracia, veamos pues, cómo están las cosas al respecto y por qué es que la idea de reformar la legalidad despierta numerosas conjeturas.
¿Es la reforma judicial la sentencia de muerte de nuestra democracia porque favorece la instauración de un régimen político autoritario sin freno alguno? ¿O será en cambio el apalancamiento institucional necesario para empujar el desmantelamiento de una élite judicial privilegiada, que ha terminado entorpeciendo las posibilidades de cambio en favor de causas populares? Para decirlo con total claridad: hay numerosos matices a considerar, tanto para un lado, como para el otro. Por principio de cuentas, habría que decir que la idea de elegir por voto de la ciudadanía a los jueces, no impide la posibilidad de que estos puedan verse corrompidos, pensarlo de ese modo, implica desconocer que tal condicionalidad no ha impedido que otros representantes electos –piénsese en diputados y/o senadores–, terminen viéndose envueltos en escándalos de corrupción. En todo caso, tendría mayor peso buscar que quienes accedieran a tales posiciones, cumplieran como mínimo requisito indispensable, contar con las credenciales profesionales necesarias para desempeñarse de forma razonablemente.
Tampoco la consigna de la pretendida autonomía termina de satisfacer a propios y extraños. Para decirlo con toda franqueza, en México, –como ocurre en otros países de corte presidencialista–, los presidentes designan a los ministros de su preferencia, y la Suprema Corte de Justicia a su vez termina por designar a los puestos claves del entramado judicial. Para el caso, la entera conformación del poder judicial termina siendo un coto de poder al margen de la opinión ciudadana, que en el mejor de los casos depende de conexiones personales y/o la cercanía que quienes se ven favorecidos guardan con el gobierno de turno.
Algo que nos guste o no, difícilmente habrá de terminar, sólo porque se elige por voto a los integrantes de la Suprema Corte de Justifica; digo, si somos sinceros, es por demás probable que una vez que los jueces terminen siendo designados por voto, la simple aparición entre las opciones a elegir termine por depender de las conexiones que cada uno de los contendientes tiene para aparecer en la boleta, tal y como ocurre desde siempre con cualquier otra cargo de elección popular, porque por mucho que se haga que se juega al juego de elegir representantes, la gran realidad es que el simple acceso a una candidatura formal depende en gran medida de los contactos y/o apadrinamientos con los que cuenta el interesado en ejercer cualquier cargo de representación que se nos ocurra.
Ahora que bien, hay no pocas consideraciones en el sentido de conjeturar que elegir a los jueces por voto de la ciudadanía, ofrece la oportunidad de ventilar públicamente casos de candidaturas con dudoso historial o reputación. Empero tal posibilidad, en aras de ser brutalmente sinceros, contrasta con el hecho de tener que reconocer que por como se manejan los ciclos electorales en este país, las posibilidades de elegir a los jueces por voto se verán, nos guste o no, salpicadas de una variopinta colección de inercias que siempre han puesto en entredicho la limpieza misma de los comicios, que para decirlo en corto: terminan siendo auténticas campañas de lodo, en las que prácticamente cualquier cosa vale, por no hablar ya de como los ciudadanos son presionados de continuo por cuanto contendiente participa, para tendenciar sus intenciones de voto.
Entre lo positivo habría que destacar que al menos en teoría, la reforma pretendería quitarle a los jueces la facultad de autocalificarse respecto a su propio proceder en términos de irregularidades, delitos o casos de corrupción. Sin embargo, como ya es costumbre en nuestro doliente mundillo público, nada garantiza per se que semejante intención termine consolidando en un mecanismo que en efecto afiance tal pretensión. Si en algo son especialistas nuestras élites políticas en superponer sus prácticas a los propios entramados institucionales formales. Con ello me sirvo para decir que al menos de momento lo que se tiene y/o se sabe parece dar más el pego con una reforma que promete mucho más de lo que en realidad terminará de conseguir.
Para decirlo con total sinceridad, al menos así como está planteada, la llamada reforma judicial lo único que vendrá a garantizar es la conformación de un poder judicial a modo del gobierno de turno. Algo que al menos de momento no ha tenido la llamada 4T, sencillamente porque la periodicidad y/o el ejercicio mismo de los integrantes del poder judicial se ha visto singado y condicionado a un mismo tiempo por su dilatada permanencia en funciones. Vistas las cosas de ese modo, la reforma judicial es más un cambio de forma, pero no de fondo.
Resulta pues más un ardid político, que una realidad formalmente efectiva que verdaderamente garantice que el ejercicio de los jueces se supedite a los intereses de quienes lo eligen. Lo que no quita de decir que al menos para lo que toca a las formas, la idea de elegir a los jueces por voto de la ciudadanía, si que promete otorgarles a los propios jueces frente a la ciudadanía, una legitimidad de la que al menos hasta ahora, no han gozado. En tales términos, la reforma judicial está resultando mucho ruido y pocas nueces.
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